México: Un norte que también es sur
Estas páginas son un claro reflejo de que nuestro norte rural es meramente geográfico, pues se ubica también en el sur de las resistencias de los pueblos empobrecidos que han sido subalternizados históricamente, pero que también protagonizan luchas anticapitalistas, anticoloniales y antirracistas en defensa de la tierra, el trabajo y la vida.
Históricamente, en torno al septentrión mexicano o la Gran Chichimeca se han configurado diferentes imaginarios que lo han asociado a un territorio indómito, salvaje, ingobernable. Durante mucho tiempo, a las tierras norteñas se les consideró como espacios baldíos, yermos, habitados por indios bárbaros. No valía la pena defender estos terruños ni mucho menos destinarlos a la agricultura o a la ganadería, pues eran improductivos y hasta estériles. La firma del Tratado McLane-Ocampo, en 1859, es una muestra clara de este imaginario propio de la élite liberal que gobernaba al país en esos momentos. A través de este tratado, el gobierno juarista cedía a Estados Unidos el tránsito a perpetuidad desde Matamoros hasta Mazatlán. Más allá de la falta de patriotismo o de un declarado entreguismo de los liberales en el poder, lo que se refleja es una concepción de patria en la que el norte del país no era visualizado como parte de ella (Rajchemberg y Héau-Lambert, 2005).
La imagen de los norteños broncos ha permanecido en el tiempo, a travesando varios momentos de la historia mexicana. Otro imaginario que sin duda sigue pesando es el de un norte homogéneo, mestizo, lleno de vaqueros y rancheros. Sin embargo, la diversidad es también septentrional. Diversos modos de ser y habitar el mundo: desde pescadores ribereños, residentes de origen ruso, chino e italiano, afrodescendientes y menonitas, hasta los indígenas “nativos” y “migrantes”, en algunos casos, desafiando las históricas políticas de exterminio.
En Baja California, por ejemplo, aún tienen una fuerte presencia los pueblos conocidos como yumanos: kumiai, paipai, kiliwa, cucapá y cochimí. En Sonora, los yaquis, seris, mayos, guarijíos, tohono oódham, pimas y kikapú. En Chihuahua los rarámuri, los guarijíos y los tepehuanos del norte. En Sinaloa los yoreme. En Coahuila, el pueblo kikapú y los mascogo, que arribaron en 1856 para quedarse al norte de ese estado. Este grupo afrodescendiente llegó huyendo de la esclavitud y encontró en nuestro país el alivio que necesitaba para vivir en libertad. Varios de estos pueblos resguardan grandes extensiones de territorio, ya sea bajo la figura del ejido o de los bienes comunales.
La presencia china en Tijuana, Mexicali y Ensenada es parte de la vida cotidiana, tanto como la rusa, que tiene en esta última ciudad el enclave más importante de pacifistas molokanes llegados al Valle de Guadalupe en 1905. De hecho, la región fronteriza se consolida día a día como una babel conformada por migrantes de numerosas nacionalidades que se agolpan en la línea esperando la oportunidad de pasar al otro lado, como los ahora residentes haitianos que también se han quedado de este lado a buscar la vida.
Aunque a muchos no nos guste, es claro que la agricultura contemporánea y la Revolución Verde no se entenderían sin el norte. A lo largo del siglo XX grandes emporios agrícolas se han levantado en el norte rural: desde las agrestes y resecas tierras del Valle de Mexicali, las fértiles llanuras costeras de los Valles del Mayo, del Yaqui y de Culiacán, hasta la misma Comarca Lagunera. Menos sabido pero no menos importante es el papel del Golfo de California en la economía nacional, cuyas aguas son altamente productivas en especies marinas que aprovechan tanto el sector social de la pesca como la flota industrial de gran calado.
El norte rural no sólo es diversidad y polifonía. Tristemente también es dolor y sufrimiento, objeto de deseo de la voracidad del capital. Y es que la geografía del despojo se ha encarnado también en los territorios kumiai, que han sido avasallados por empresas vitivinícolas. En las escarpadas serranías rarámuri, que han sufrido por años la voracidad de los talamontes. La minería a cielo abierto sigue cercenando la tierra y la vida de muchos pueblos y comunidades de Chihuahua, Sonora, Zacatecas y Durango. En este estado es emblemático el caso del ejido La Sierrita, en donde una empresa canadiense continúa violando los derechos humanos fundamentales con tal de seguir extrayendo minerales. Y así como se extraen recursos del subsuelo, el agua o el aire, también se extrae con brutalidad la vida de los jornaleros agrícolas de San Quintín en los acalorados surcos.
Y a todo ello se puede sumar hoy en día, la rapacidad ciega y genocida del narco, que sin duda se ha convertido en una de las mayores amenazas para muchos pueblos norteños. Todos los días tenemos noticias de matanzas por doquier. Cientos de pueblos y comunidades rurales y urbanas se han ido despoblando en años recientes, pues la violencia se ha vuelto insoportable y difícilmente se le puede enfrentar de manera organizada sin poner en riesgo la vida misma. Es verdad que el norte es mucho más que la película El Infierno, pero también es cierto que para muchos connacionales y extranjeros, el norte se ha vuelto mucho peor que eso.
Las páginas de este suplemento apuntan a ser un claro reflejo de que nuestro norte rural es meramente geográfico, pues se ubica también en el sur de las resistencias de los pueblos empobrecidos que han sido subalternizados históricamente, pero que también protagonizan luchas anticapitalistas, anticoloniales y antirracistas en defensa de la tierra, el trabajo y la vida.
Por Milton Gabriel Hernández García - Profesor-investigador de tiempo completo del INAH
Fuente: La Jornada del Campo