Mandamientos del consumismo
La publicitad nos rodea por todas partes en la calle, en las revistas y periódicos- y nos fuerza a ser más consumidores que ciudadanos. Hoy todo se reduce a una cuestión de marketing. Una empresa de alimentos genéticamente modificados puede comprometer la salud de millones de personas. No tiene la menor importancia, si una buena maquinaria publicitaria es capaz de lograr que la marca sea bien aceptada entre los consumidores
Eso vale igualmente para la soda que descalcifica los huesos, corroe la dentadura, engorda y crea dependencia. Al beberla, un grupo de jóvenes exultantes sugiere que, en el líquido burbujeante, se encuentra el elixir de la suprema felicidad.
La sociedad de consumo es religiosa en sentido contrario. Casi no hay anuncio publicitario que no deje de valorar uno de los siete pecados capitales: soberbia, envidia, ira, pereza, lujuria, gula y avaricia. Capital significa cabeza. Mi hermano Santo Tomás de Aquino (1225-1274) enseña que son capitales los pecados que nos hacen perder la cabeza y de los cuales se derivan numerosos males.
La soberbia se hace presente en la publicidad que exalta el ego, como el feliz propietario de un vehículo de líneas vanguardistas o el portador de una tarjeta de crédito que funciona cual llave capaz de abrir todas las puertas del deseo. La envidia hace que los jóvenes discutan sobre cuál de subfamilias tiene el mejor vehículo.
La ira caracteriza al japonés rompiendo el televisor por no haber adquirido algo de mayor calidad. La pereza está a un paso de esas sandalias que invitan a un paseo entre piedras o abren las puertas de la fama con derecho a una confortable casa con piscina.
La avaricia reina en todas las economías y en el estímulo a los premios de talonarios de ventas a plazos. La gula, en los productos alimenticios y en las comiderías que ofrecen mucho colesterol en bocadillos piramidales.
La lujuria, en la asociación entre la mercancía y las fantasías eróticas: la cerveza espumosa identificada con mujeres que exhiben sus cuerpos en minúsculos biquinis.
Los cinco mandamientos de la era del consumo son:
1º) Adorar el mercado sobre todas las cosas. Todo se vende o se cambia: objetos, cargos públicos, influencias, ideas, etc. En economías arcaicas, aún presentes en regiones de América Latina, el compartir los bienes materiales y simbólicos aseguraba la sobrevivencia humana. Ahora al valor de uso se sobrepone el valor de cambio. Es preferible dejar perderse los alimentos cuyos precios exigidos por los productores dejan de ofrecer el mismo margen de ganancia. Según el mercado, perecen los seres humanos pero se aseguran los precios.
2º) No profanar la moneda, desestabilizándola. Dicen que antiguamente los pueblos indígenas sacrificaban vidas humanas para aplacar la ira de los dioses. ¿Abominable? No tanto. El ritual prosigue; lo que cambó fueron solamente los métodos. En 1985 el Nacional, uno de los mayores bancos brasileños, comenzó a hundirse. Durante diez años, gracias a operaciones fraudulentas, el Nacional consiguió sacar miles de millones de dólares del Banco Central. En octubre de 1995 el gobierno de Cardoso creó por decreto el Proer -un programa de socorro para bancos en dificultades. Pero en aquel momento sólo fue favorecido un banco: el Nacional, con el equivalente a seis mil millones de dólares.
3º) No pecar contra la globalización. Gracias a las nuevas tecnologías de comunicación el mundo se transformó en una pequeña aldea. De hecho el Planeta quedó pequeño ante las inconmensurables ambiciones de las corporaciones trasnacionales. ¿Por qué van a invertir en la protección del medio ambiente si eso no aumenta el valor de las acciones en la Bolsa?
4º) Ambicionar los bienes estatales y públicos en defensa de la privatización. Si no es el bien común el valor prioritario, sino el lucro, privatícese todo: salud, educación, autopistas, playas, selvas, etc. Privatizar es estrechar la pirámide de la desigualdad social. Las ganancias son apropiadas por una minoría, y los perjuicios -el desempleo y la miseria- socializados. Cuanto menos servicios públicos, mayor la parcela de población excluida del acceso a los servicios pagados.
Antes de la ganga de Usiminas, una de las mayores siderúrgicas brasileñas, la Nippon suscribió un 14% del capital de la empresa. Cuando se dio el aumento del capital de Usiminas, la Nippon no se interesó, lo que redujo su participación accionaria al 4.8%. Iniciado el proceso de privatización, las acciones de Usiminas se revalorizaron y la empresa japonesa obtuvo el privilegio de recuperar su participación original pagando 39.79 dólares por cada lote de mil acciones, cuando en la Bolsa su cotización ya había alcanzado 523.90 dólares. La Nippon obtuvo una ganancia del 1.340%.
El patrimonio de Usiminas valía 12 mil millones de dólares; fue vendido en mil 65 millones. Y nadie fue a parar a una cárcel por este asalto al patrimonio nacional. Con lo que se recaudó por la subasta de Usiminas, el 73.3% fueron pagados con “dinero basura” y el 26.4% con Certificados de Privatización. Papeles de colores. En dinero contante entraron apenas mil quinientos dólares, la mitad del precio de un carrito “popular”, sin usura.
5º) Dar culto a los sagrados objetos de consumo. Recorrimos aceleradamente el trayecto que conduce de la esbeltez física a la ostentación pública de celulares, de la casa de verano al auto importado, haciendo cuenta y caso que no tenemos nada que ver con la deuda social.
Expuestos a la mala calidad de esos medios electrónicos que nos ofrecen felicidad en frascos de perfume y refrigerante, alegría en paquetes de cigarros y enlatados, ya no queda espacio para la poesía ni tiempo para gozar la infancia. Perdimos la capacidad de soñar sin ganar a cambio sino el vacío, la perplejidad, la pérdida de identidad.
En dosis químicas, la felicidad nos parece más viable que recorrer el desafiante camino de la educación de la subjetividad. Se mercantilizan las relaciones conyugales, de parentesco y de amistad. Y en ese juego, al igual que en las películas norteamericanas, quien no es hábil y descaradamente cruel, muere.
Sólo hay esperanza para quien crea que el diluvio neoliberal no es capaz de inundar todos los sueños e intente navegar, a pesar de que casi no sople el viento, en las alas de la solidaridad con los excluidos, de la lucha por la justicia, del cultivo de la ética, de la defensa de los derechos humanos y de la búsqueda incansable de un mundo sin fronteras también entre ricos y oprimidos. Pero ésa es otra historia, que exige mucha fe y cierta dosis de valentía.
A propósito: lo contrario de la soberbia es la humildad; de la envidia el desapego; de la ira la tolerancia; de la pereza el compromiso; de la avaricia el compartir; de la gula la sobriedad; de la lujuria el amor. (Traducción J.L.Burguet)
- Frei Betto es escritor, autor de “Comer como un fraile. Recetas divinas para quien sabe por qué tenemos un cielo en la boca”, entre otros libros.
Fuente: ALAI