Los intelectuales y el poder. Otra ciencia social
"¿De qué sirve la ciencia social? ¿cuál es su papel en el sistema? ¿Por qué no cumple su comprometido? ¿Por qué los especialistas del cambio social, no sólo no cambian nada sino al contrario y pese a su discurso, perpetúan el status quo? No estoy en contra de la ciencia social sino sólo de sus premisas y de las prácticas que de ellas derivan, lo que implica opciones profesionales para probar otra ciencia social. ¿Cómo? Primero eliminando sus derrapes o despistajes..."
Históricamente la toma del poder corresponde a una lógica estatal, es decir, de arriba; es un mandar mandando sin obedecer al pueblo involucrado, violando muchas veces su soberanía, fuente teórica y constitucional de toda democracia. Desde la red sistémica del poder interestatal –una lealtad entre estados dóciles al centro estructural que somete desde arriba a todas las periferias de abajo- el poder ilustrado del estado no camina preguntando (ni ve ni oye) y por tanto restablece un orden absolutista reprimiendo, porque se manda solo.
También programa a los científicos (o les quita presupuesto) y coopta a intelectuales con sólo el permiso de ser, según Durito, “mercaderes de las ideas con pedantería ilustrada”. Este poder afortunadamente no siempre puede (es otra cuestión) pero esto quiere como se explicará luego. Quienes lo ejercen, o aspiran a tenerlo, o lo añoran cuando la alternancia los ha sacado, conforman la clase política; ésta siempre enfoca su mirada arriba, es lo que llama remediar o cambiar las cosas “desde adentro” (puesto que la mejor cuña debe ser del mismo palo). Esta estrategia se considera la más eficaz por ser la más operacional, sin advertir que su cambio es un simple ajuste para que todo siga igual, es decir, hacen cambios para que no cambie el orden sistémico.
Así las cosas, esta participación mía quiere establecer la relación inevitable que existe entre el poder estatal y el trabajo intelectual (en el ámbito de las ciencias sociales).
La miseria de las ciencias sociales y su historia
El científico social, sea cooptado, dominado o condicionado por el poder estatal para seguir siendo un instrumento del sistema, aspira al reconocimiento de arriba sin dejar beneficios perceptibles o apreciados abajo. Aunque sus posiciones críticas ante la clase política empiecen a ser una elegancia intelectual, el norte científico se entrampa en su equivalente, la clase académica que le permite subir, ascender profesionalmente, ser escuchado (aunque apenas) pero le roba energías y creatividad. El simétrico intelectual de la clase política se llama SNI o CONACYT quienes regulan criterios, opciones y nivel de vida del científico.
En el campo, la peor tarjeta de presentación es la del antropólogo: se interna, a veces penetra, se va con datos e información (no siempre relevante) para escribir su tesis, y si le va bien su libro, regresa un rato para entregar puro papel si tiene un tanto de formalidad y desaparece para siempre sin dejar otra devolución a la comunidad que su literatura ilegible para campesinos. A las otras disciplinas de la ciencia social no les va mejor, hasta con los ilustres: brillantes colegas nuestros llegaron a ser jefes de estado en Perú y en Brasil pero su administración resultó una vergüenza para nuestra profesión; otros son funcionarios internacionales del Banco Mundial o de agencias de la ONU sin que su desempeño allí nos enorgullezca. Pese a excepciones aleccionadoras, la práctica de la ciencia social es poco científica puesto que falla (incluso con estrellas de sus disciplinas), es inmoral por falta de ética humanista, y aburridora.
Entonces ¿de qué sirve la ciencia social? ¿cuál es su papel en el sistema? ¿Por qué no cumple su comprometido? ¿Por qué los especialistas del cambio social, no sólo no cambian nada sino al contrario y pese a su discurso, perpetúan el status quo?
Si se me permite un recordatorio histórico, la ciencia social tiene su pecado de origen. La creatura es hija de la Ilustración, coqueteada, conquistada y luego preñada por el liberalismo, el promisorio responsable del rostro que irá tomando el capitalismo después del siglo XVIII. La ciencia entonces se “liberaba” de las aproximaciones no demostrables de la filosofía con sus escrúpulos éticos, y empezó a florecer como ciencia natural. Entonces, el sistema buscó un instrumento de la misma precisión para comprender otros fenómenos, los sociales, es decir, en el periodo pujante del capitalismo del siglo XIX, para consolidar las estructuras del sistema en auge, pero ya sacudido por tempestades sociales amenazadoras como las que transformaron a los Estados Unidos al dejar de ser una colonia del Occidente, y luego por la Revolución francesa. Fue cuando, brincando algunos años, en el Congreso de Viena, nació un nuevo aparato político, el estado-nación promovido al mismo tiempo en todo el espacio capitalista, es decir, en su centro occidental y en sus periferias, para regular una sociedad en movimiento e inquietante efervescencia. Para lograrlo, el instrumento adecuado vino a ser la ciencia social que, a imagen y semejanza de la certeza de las ciencias naturales, daría éxito al manejo provechoso de la flamante red interestatal.
De lo que se trataba era comprender la mecánica social tal como Newton había desentrañado las leyes de la mecánica celeste. El principal problema en esos tiempos que apetecían el progreso era aquél de las clases peligrosas, un dolor de cabeza tanto para los estados-nación como para el propio sistema capitalista. En este siglo positivista, el “filósofo” inspirado de la Ilustración y de la Enciclopedia fue pervertido por el liberalismo en “científico” (por ejemplo porfirista): vino a ser el hombre indispensable al progreso y el contructor intelectual del sistema: el experto, el tecnócrata. La ciencia social, por lo tanto, formaría y normaría a los ingenieros sociales que le hacían falta.
Su misión era clara: en lo positivo alcanzar el objetivo progreso (hoy se prefiere decir desarrollo) y garantizar el éxito del sistema que lo propugnaba, el capitalismo; en lo negativo controlar y amaestrar a las clases peligrosas que amenazaban tanto el objetivo como la marcha de los nuevos estados-nación. ¿Se entiende por qué la ciencia social protege el status quo?
Además de este pecado de origen, la ciencia social ha tenido otros, veniales o capitales, que se convirtieron en vicios duraderos. La pujanza del capitalismo (las ganancias que permiten llegar al progreso) se había conseguido con monopolios como lo probó Braudel (al refutar su presunta identificación con la economía de mercado). Por lo tanto su equivalente en la ciencia fue (y es todavía) la especialización, formulada como monopolio intelectual. Por ejemplo, las ciencias naturales se desarrollaron con ella (se separaron física, química, biología, etc.). Este fue el camino seguido luego por la ciencia social para crecer, de tal forma que cada problema mayor del sistema capitalista necesitaba sus especialistas: el estado con las ciencias políticas; su pareja antinómica, la sociedad, con la sociología; y el mercado, indispensable al motor del sistema que es la reproducción-acumulación incesante de ganancia, con la economía. Como los monopolios no se comparten, tampoco estas disciplinas de la ciencia social.
El garante de esta inalterabilidad disciplinaria es la clase académica que vigila sus fronteras y por lo tanto su personal científico para que no se salga del jacal disciplinario. Sin embargo, la academia es consciente de que estado, sociedad y mercado funcionan juntos y al mismo tiempo de tal suerte que el ideal de un centro de investigación vino a ser la pluridisciplinaridad (con un personal que cubra las tres disciplinas), pero sin mezclarlas: cada uno con su objeto y su campo de estudio separado, sin invadir el monopolio de cada especialisación (por ejemplo, el politólogo del Centro estudia el estado x; su sociólogo, la sociedad y, y su economista el mercado z, o sea tres estudios de caso distintos). Ahora el problema es más complicado que en el siglo XIX porque se agregaron otras disciplinas (historia, antropología, lingüística, demografía, sicología, etc.) pero la academia (y también desgraciadamente la universidad) permanece firme en la especialización como criterio de competencia científica. ¿Se entiende por qué la ciencia social patina ante realidades complejas que desafían y burlan el principio de especialización, y por qué se atomiza en investigaciones sesudas, caras e irrelevantes?
Ya no estamos en el siglo XIX que separó filosofía y ciencia (como lo aconsejó Descartes ya en el siglo XVII). Esta arcaica alergia a la filosofía, la ética y las humanidades deshumanizó la ciencia social (ahora sin embargo aunque no siempre, se toman algunas precauciones humanistas y, en las ciencias del hombre y la sociedad, puede intervenir una elemental solidaridad); y exageró la separación entre ciencia natural y ciencia social (hoy al contrario se interpelan mútuamente: por ejemplo se hace antropología médica o sociologia de la agricultura, es decir, el mismo investigador maneja a la vez disciplinas transcientíficas, una social y otra que es una rama de las ciencias naturales).
Pero la ciencia progresó. Su paradigma (natural y social) ya no es la mecánica de Newton sino la dinámica (el universo en expansión de Einstein, la biología evolutiva de Darwin, la historicidad braudeliana de los procesos sociales con sus etapas contrastadas–sus “duraciones”). Pese a la persistencia de fósiles científicos sociales funcionalistas, se empieza a entender que la realidad es procesal y electiva tanto en la materia como en la sociedad. A pesar de lo anterior, la clase académica se empeña en exigir una especialización artificial que aisla sus aparatos científicos porque se quedó con conocimientos obsoletos y, por tanto, perpetúa los monopolios disciplinarios aunque los albergue juxtapuestos en sus centros de investigación, pero sin interacción sobre un mismo objeto de estudio.
Otra tarea de la clase académica es velar por la neutralidad de sus investigadores. Si la objetividad del análisis detecta una injusticia social ¿tiene validez y legitimidad tal neutralidad? La distinción entre objetividad y neutralidad, entre realidad social y práctica social ¿no es un litigio “puramente escolástico” ya denunciado en la II tesis sobre Feuerbach? Además es llanamente hipócrita y elitista si se recuerdan las circonstancias generativas de la ciencia social para vencer “científicamente” a las clases peligrosas (recientemente todavía, el INI renunciaba a una imposición autoritaria de la modernidad, pero sus programas educativos persuadían de sus méritos). La opción de la ciencia social de ayer de optar por el poder, la de las ciencias políticas de hoy de focalizarlo en el estado ¿son científicas u opiniones políticas? Las premisas originales de la ciencia social (asegurar la supervivencia del capitalismo; enfocar el progreso, el desarrollo, la modernidad; consolidar el sistema) ¿son científicas o ideológicas? Que responda cada quien según su criterio pero una cosa es obvia para todos: la inobjetable ligazón entre poder y ciencias sociales.
Otra práctica de la ciencia social
No estoy en contra de la ciencia social sino sólo de sus premisas y de las prácticas que de ellas derivan, lo que implica opciones profesionales para probar otra ciencia social. ¿Cómo? Primero eliminando sus derrapes o despistajes (aquí sigo el orden de mi exposición, no de una jerarquía de los qué haceres):
1. Romper con la práctica extractiva de la antropología (la expresión es de Xochitl Leyva): sacar datos e información como de una mina sin regresar nada a la comunidad que los proporcionó, es un despojo intelectual. La devolución del trabajo no puede ser el artículo o el libro que los procesó porque el papel no sirve a quienes no leen, sino algo util abajo, por ejemplo: reuniones y pláticas, regalos a la escuela o la casa ejidal, instrumentos no personalizados de provecho colectivo, todo en relación con la investigación practicada. Pero este regreso a la comunidad nunca está planeado por el investigador, ni contemplado en el presupuesto de la beca.
2. Transgredir las fronteras disciplinarias. Estado y sociedad, economía y política son inseparables en lo social concreto; si interactúan en la realidad, el realismo es estudiarlos juntos. Los problemas humanos son los más complejos del universo; ante esta complejidad la única aproximación apropiada es no sólo transdiciplinaria sino transcientífica. Y, tratándose de lo humano, interviene inevitablemente la ética: el valor (lo bueno –o lo malo) debe conciliarse con el concepto (lo verdadero –o lo falso), el compromiso con el análisis, la responsabilidad con la justeza de las conclusiones. El “científico” no puede prescindir de la ética del “filósofo” ni del humanismo de las humanidades (por ejemplo los derechos humanos), lo que nos lleva a:
3. Rebasar el falso conflicto entre objetividad y neutralidad. Es un caso particular de la relación entre teoría y práctica, objeto y sujeto, pensamiento y acción. La objetivación puede ser fetichización (y por tanto alienación), porque el encuentro del investigador y del actor social es siempre transformador (de ambos y de la realidad observada y analizada, porque el conocimiento se construye al fragor de la lucha), puede obligar a desaprender lo aprendido y reajustar la praxis (como lo advierte la tesis IV sobre Feuerbach: “se critica teoricamente y se revoluciona prácticamente”). Efectivamente, la ciencia no se aboca solamente a interpretar el mundo sino también a transformarlo (tesis XI) o, en palabras de Wallerstein, la ciencia social “explica la realidad (…) para actuar en ella”, es decir, es una “búsqueda a la vez intelectual y política”. Investigación y acción son inseparables, y la transformación que de ello debería resultar es una opción, es decir, lo contrario de la neutralidad (aunque para los académicos de mañana, por su inclinación a perpetuar y legitimar el status quo, es decir la transformción de ayer -aun cuando ya no funcione - será otra vez objetividad y neutralidad) . La neutralidad, supuesta precaución para no pecar de subjetivividad, es en realidad un disfraz del miedo al compromiso ante la transformación de la realidad como meta de toda práctica científica.
4. Alejarse de la mecánica funcionalista para estudiar la estructura procesal de la realidad. Las disciplinas que integran la ciencia social deben adquirir una dimensión histórica: asi como la nueva historia es una historia socio-económica, así la ciencia política debe convertirse en historia de la política; la sociología y la economía, en sociología histórica y economía histórica, es decir, enfocarse en la detección de los procesos portadores de los fenómenos sociales. Cada realidad social nace, crece y muere, y sus sucesoras surgen de bifurcaciones dramáticas que son a la vez rupturas y creaciones. Procesos y fenómenos no caen del cielo, nacen y cambian por la creatividad (perturbadora o generadora) de actores sociales. Las sociedades resultan de un sujeto histórico, que el investigador debe encontrar en vivo o en los documentos. Política, sociedad y economía son gestadas por clases (peligrosas o fundadoras), o por movimientos populares, es decir por colectividades organizadas, aun cuando nacen espontáneamente.
Lo anterior descalifica la moda antropológica de los estériles “estudios de comunidad”, o sociológica de los “estudios de caso”, ambos desautorizados por su carencia procesal, por su descontextualización espacial y disciplinaria, por su falta de perspectiva histórica. Para ser relevante, un estudio de ciencia social debe construir su unidad de estudio espacio-temporal (Wallerstein) que, como mínimo, debe contemplar “la duración” adecuada (Braudel), mínimamente la del proceso social más operativo para el temario elegido.
Luego veamos lo más importante para una ciencia social de, desde, para y con abajo y agreguemos dos números más:
5. Sobre la ciencia. El investigador, en la ciencia que sea, no es un escritor (de artículos o libros, aunque no se los excluya). No se le pide papel sino búsqueda: indagar, detectar, observar, descubrir, comprender y explicar. La calidad del investigador depende de lo relevante de sus preguntas (camina preguntando como buen zapatista): las encrucijadas de abajo, no la preocupación o la frivol curiosidad del que dirige la tesis u otorga la beca (que suele no importar a muchos fuera de su rosca académica). Y como no es socialmente decente conformarse con la sóla interpretación de la realidad porque el problema que resolver es su transformación, toda ciencia, incluida la social, es un hacer (no un escribir), y no sólo un hacer del investigador sino un “hacer que se haga” más allá de él. Investigar un problema, no es sólo indagar cómo se plantea sino llegar a resolverlo. Toda investigación responsable es una investigación-acción (la que va más allá de la investigación participante cuyos integrantes asociados quedan distantes de la acción -de la resolución del problema- para no ofender la sagrada neutralidad).
Es lo que hace todo laboratorio en la ciencia que sea; el laboratorio es paradigmático de la ciencia, pero en las ciencias del hombre y de la sociedad, no se trata de un laboratorio in vitro (para estudiar y transformar cosas) sino in vivo, lo que exige una buena dosis de responsabilidad y respeto: una ciencia con conciencia (con humanismo y sensibilidad a la complejidad, se trate del cirujano en su quirófano, del ingeniero en su represa, del arquitecto para las viviendas y el urbanismo de su nueva colonia, del agrónomo para sus nuevos cultivos, del científico social en su trabajo de campo).
6. Sobre la ciencia abajo. Sin revolución de la academia (o sin prescindir de ella) es impensable otra ciencia social realizada abajo ((lo que es más amplio que el espacio necesariamente a raz del suelo del trabajo de campo), con enfoques dictados por los de abajo, trabajados y procesados con ellos y en su beneficio, no programada por la clase académica del SNI, del CONACYT u de otros burocratas intelectuales sino por actores sociales: niños de la calle, movimientos populares, campesinos, indígenas, huelguistas, peones etc., no como objetos de estudio sino como programadores de nuestros estudios. El sueño sería que el científico social llegue a ser una especie de j-am’tel o tunel del sujeto histórico, es decir (para quienes no entienden esta jerga chiapaneca), llamado por este actor colectivo a un encargo y un compromiso de dimensión social (comunitaria o intercomunitaria, sea ésta rural o urbana). Así como el mando zapatista manda obedeciendo, o como el maestro freiriano enseña aprendiendo, así el científico social de abajo investiga escuchando (u observando) y resuelve investigando.
Mientras no se realiza, este sueño abre a nuestra profesión un espacio de lucha para transformar la Universidad, acabar con la clase académica y su burocracia, y sacar de sus torres de marfil a nuestros centros de investigación.
Andrés Aubry (Unitierra-Cideci)
Redactado para el seminario post Oventic del 3 de enero 2007 en CIDECI