Las semillas y el arca de Noe

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El 28 de febrero del 2010 se cumplirán dos años de la inauguración en pleno Círculo Polar Ártico, en la remota isla de Spitsbergen, archipiélago de Svalbard, en Noruega, del centro de almacenamiento de semillas botánicas alimenticias más grande del mundo.

Esta instalación llamada La Svalbard Global Seed Vault (Bóveda Global de Semillas de Svalbard), también bautizada como El Arca de Noé, por aquellos que se rinden ante la seducción de los mitológicos cataclismos bíblicos, se encuentra construida al final de un túnel a una profundidad de 130 metros, en una montaña congelada de piedra arenisca; sitio que los gestores y promotores principales de este proyecto, aseguran capaz de soportar perfectamente terremotos, actividades sísmicas, los efectos de las radiaciones nucleares y hasta un posible deshielo de los polos y de Groenlandia.

Allí, en tres salas o compartimientos divididos convenientemente, será posible contener un total de cuatro y medio millones de muestras, es decir, alrededor de 2 billones de semillas pertenecientes a las variedades de casi todos los cultivos alimenticios del mundo. Las cajas de semillas estarán guardadas y preservadas a una temperatura de 18 grados centígrados bajo cero, misma que fue alcanzada mediante un sistema novedoso y sofisticado de enfriamiento, puesto en práctica durante el difícil período de “Noche Polar”, a finales del año 2007.

Esta temperatura se mantendrá en este silo por la acción de un pequeño compresor eléctrico de 10 kilovatios, que de fallar, se prevé que sea socorrido por el permafrost ártico, que junto a la nieve y el hielo que durante gran parte del año cubren la montaña, deberán servir, ante esta posible eventualidad, para garantizar en la bóveda refrigerada una temperatura de 4 grados centígrados bajo cero, durante un largo tiempo.
No hay duda que por su impresionante y avanzada complejidad técnica, su esplendorosa belleza estética, sus medidas de contingencia y de seguridad y su objetivo de garantizar hasta por miles de años, la conservación de la diversidad cultivada del mundo, la Bóveda Global de Semillas debiese despertar en todos, en este su segundo aniversario, un sentimiento de seguridad alimenticia y de justificada felicidad universal.

Para los apasionados defensores de este proyecto, ahora los seres humanos podemos dormir más tranquilos, sabiendo que ante un desastre colosal en la producción mundial de alimentos, estaremos en condiciones virtualmente de recomenzar. “Al menos la humanidad ahora tiene un Plan B”, afirmó exageradamente hace algún tiempo, Caryl Fowler, director ejecutivo de esta obra y del Global Crop Diversity Fund (Fondo Mundial para la Diversidad de Cultivos), entidad de carácter privado fuertemente financiada por las grandes transnacionales de las semillas y los plaguicidas, y que junto al Ministerio de Agricultura y Alimentación de Noruega y el Banco Genético Nórdico, constituyen los responsables principales de las políticas y las decisiones que se adopten, con relación a las muestras depositadas en esta bóveda.

De este modo, los depósitos de arroz, maíz, papa, lechuga, berenjena, sorgo, trigo, cebada, zanahoria, tomate, cebolla y otras especies alimenticias, provenientes en su mayor parte de muestras ya alojadas en los quince centros que conforman el Grupo Consultivo para la Investigación Agrícola Internacional (CGIAR), quedan al final, en virtud de las normas establecidas para acceder a las colecciones de Svalbard, a merced de los fitomejoradores comerciales y científicos ligados directamente a los bancos de genes de los países del Norte y a las grandes corporaciones de semillas del mundo.

En realidad este proyecto que nace evidentemente inspirado en el modelo de producción agroindustrial y en la privatización de las semillas, está muy lejos de representar el “plan B” de la Humanidad para salvaguardar las bases fundamentales de la agricultura a nivel global. Es más bien, el principal o el único camino que conocen los que, plegados a una visión estática y reduccionista de la agricultura y de la conservación de las semillas, y seguidores incondicionales de la tecnología de altos insumos en la producción de alimentos, se valen de ello para reforzar los procesos de apropiación corporativa de los recursos fitogenéticos mundiales.

La conservación ex situ de las semillas, con independencia del lujo y sofisticación de las instalaciones que puedan disponerse, como ocurre en el caso de la llamada bóveda del “Arca de Noé”, no sólo se realiza al margen del hábitat original de donde proceden las mismas, lo que evidentemente las priva de la indispensable coevolución, adaptación e interacciones que en su medio natural debieran experimentar, sino que se hace despreciando el importantísimo papel que las comunidades campesinas e indígenas, han desempeñado casi desde los orígenes mismos de la agricultura, en la identificación, recolección y mejoramiento de la diversidad vegetal.

En un mundo donde se estima que la erosión genética a la diversidad cultivada mundial, marcha a un ritmo que está superando el 2% anual y que según la FAO, en ese mismo período desaparecen un total de 50 mil variedades, no parece ni sensato ni prudente confiar excesivamente en la conservación ex situ de las semillas, como forma de proteger a los principales cultivos alimenticios en los que se sustenta toda la vida en la Tierra. Además, ya existen suficientes evidencias que demuestran que esta estrategia tiene dificultades en sus procesos de regeneración de las muestras, en la información disponible sobre ellas, en la seguridad de los bancos de genes, en la duplicación de los materiales genéticos, en el acceso a las colecciones y en la definición cabal de los verdaderos beneficiarios.

De allí que más allá de una maliciosa y tendenciosa acusación, como podría parecerle a algunos, estamos profundamente convencidos que dicho método es totalmente contrario a los intereses de los más de 1,400 millones de campesinos, que guardan sus semillas para las siembras siguientes y que para las poderosas corporaciones que lucran con ellas, sólo representan un sector estupendo para hacer negocios, es decir, para imponer sus cultivos transgénicos, la siembra masiva de plantas para producir etanol para automóviles y su sistema inhumano y perverso de propiedad intelectual.

Naturalmente que toda medida o toda acción dirigida a frenar realmente la erosión genética de los recursos vegetales, proceso que empezó a acentuarse en la década del 50 junto con la llegada de la Revolución Verde, debe recibir nuestro respaldo y estímulo sincero. No obstante, para alcanzar resultados verdaderamente alentadores en la protección y conservación de los recursos genéticos, es preciso que le concedamos a la conservación in situ, es decir, al mantenimiento de la diversidad en los propios campos y parcelas de los campesinos y pueblos indígenas, el lugar preponderante y esencial que se merece y urge.

La estrategia más eficaz es, entonces, la que fortalezca, promueva y respete los mecanismos de producción, intercambio y mejora de las semillas locales o tradicionales; la que asigne un valor significativo a los bancos comunitarios de genes; la que apoye las prácticas agrícolas campesinas e indígenas y fomente su mejoramiento; la que respete no sólo el conocimiento tradicional asociado a los cultivos, sino la que extienda un puente sólido para reencontrarnos con todo el fecundo saber agrícola, que atesoran las comunidades campesinas e indígenas. En fin, se trata de renunciar a los modelos que insisten en afianzar el monocultivo y la industrialización de la agricultura, verdaderos responsables de la erosión genética, para establecer como norte y guía irrenunciable, que nuestra diversidad vegetal es una herencia colectiva de toda la humanidad, y así debe seguir siendo.

Pedro Rivera Ramos

Temas: Semillas

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