Las consecuencias del capitalismo. La utopía tecno de salvarse solo
El planeta está en problemas. Aumento de la temperatura global, extinción acelerada de especies, desertificación. ¿Hay solución? Sí, dicen algunos. La tecnología, la informática, el big data y los algoritmos salvarán nuestras vidas. Pero alcanza con escarbar un poco para descubrir que algo huele mal en Silicon Valley. Hay tecnoutopistas que se preparan para el colapso ambiental: construyen bunkers, guardan comida, armas y municiones. ¿Se puede armar un santuario en un mundo contaminado? ¿Se puede estar seguro en el capitalismo?
Por Esteban Magnani
Hollywood nos crió con una idea: pase lo que pase, en el último segundo aparecerá alguien, un héroe, para evitar el desastre inminente. Por estos días, los “malos de las películas” atacan el planeta provocando aumento de la temperatura global, desprendimiento de grandes bloques de hielo, acidificación en los océanos (que, entre otras cosas, mata los arrecifes de coral), extinción acelerada de especies, desertificación, y varios etcéteras. Frente a tantos males se ha construido cierto imaginario de que el héroe hollywoodense será la ¿revolución? tecnológica: la informática, los microprocesadores, su prole de Big Data y los algoritmos. Estos elementos serían los encargados de resolver todos los problemas, desde la distribución del conocimiento, hasta el mejor aprovechamiento de la energía, pasando por la educación y la política. Los tecnoutopistas se han entregado a lo que el investigador Evgeny Morozov llama “Solucionismo tecnológico“: allí donde haya una necesidad habrá un nuevo gadget.
Sin embargo, alcanza con escarbar un poco la superficie para descubrir que algo huele a podrido en Silicon Valley. Un extenso reporte de The New Yorker reúne información sobre el plan B de los tecnoutopistas, que no es detener la nave antes de la colisión. Por el contrario, algunos de los súper-ricos de los EE.UU. acumulan todo lo posible para estar listos, “por si acaso”, frente a un colapso ambiental y/o social general. Pero vayamos por partes.
Destruir la casa
“La gravedad de la situación en realidad no la traza solo el efecto invernadero, que es el más conocido, sino la suma integral de varios indicadores globales fuertes”, explica Walter Pengue, ingeniero agrónomo y magíster en Políticas Ambientales y Territoriales (UBA). “El cambio climático es uno de ellos. Pero a eso le tenés que sumar otros indicadores globales que hicieron saltar los termómetros del planeta como la cascada de nitrógeno o de fósforo a causa del modelo agrícola que tenemos a escala global y regional. La cantidad de nitrógeno que se vuelca en el campo en fertilizantes y fijación simbiótica de la soja, por ejemplo, está generando efectos importantes y esto se puede medir a escala planetaria. También la pérdida de biodiversidad es catastrófica: ahí directamente rompimos el termómetro”. El listado sigue con más indicadores: en el hemisferio norte la última llegada de temperaturas típicas de la primavera se adelantaron 27 días. “Las aves migratorias no saben qué hacer, las floraciones se adelantan; la naturaleza está confundida”, sintetiza Pengue quien dicta el posgrado en Política y Agroecología de una decena de universidades nacionales y extranjeras. “Los científicos ya advertimos hace mucho tiempo lo que está pasando. Solo nos falta atarnos desnudos al Obelisco”.
No importa cuánto haya mejorado la vida material en los últimos siglos, parecemos condenados (¿programados? ¿empujados?) a querer más aunque eso destruya el planeta. En algún momento se necesitó el fuego para ahuyentar a los predadores y el arado para garantizar suministros estables de comida. Más tarde vendrían la imprenta o la música orquestal para darle más sentido a la vida. ¿Cómo llegamos desde allí a los autos, la depilación láser, las zapatillas que cambian de color o los secadores de lechuga? Hace tres o cuatro generaciones los inmigrantes llegaban a países como Argentina con la esperanza de dos comidas diarias. Hoy una parte de su descendencia tiene eso y mucho más: ¿debería conformarse? Difícil imaginarlo en un sistema capitalista donde se valora más aquello que nos diferencia del resto. Para peor, detrás de esos privilegiados viene una larga fila personas que ni siquiera come dos veces al día.
A esta altura ya ha quedado claro que el problema no se resuelve solo con paneles solares, el Rainbow Warrior de Greenpeace o una supuesta nueva “mentalidad”. Como explica la investigadora canadiense Naomi Klein en su libro “Esto cambia todo” el principal culpable es el sistema capitalista, sobre todo en su modo neoliberal: es necesario cambiar la sociedad en su conjunto, sobre todo las políticas que favorecen una creciente desigualdad que hace imposible a cualquier político hablar de un decrecimiento para llegar a niveles compatibles con la supervivencia de la especie humana en este planeta. Como dice el economista Thomas Piketty “la tasa de retorno del capital es superior a la tasa de crecimiento económico“. Traducido al criollo: el crecimiento, cuando ocurre, va a parar a manos de pocos y los pobres siguen más o menos igual.
Atrapados en esta paradoja, los políticos prometen crecimiento para brindar a todos un nivel de consumo similar al de un estadounidense promedio, algo materialmente imposible en el sistema solar ya que requeriría los recursos de cinco planetas como el nuestro. Por decirlo de otra manera, sin el gran desarrollo productivo alcanzado desde la revolución industrial hace dos siglos, los niveles actuales de desigualdad no serían posibles: si en la Edad Media el 1% de la población hubiera acaparado la misma riqueza que el otro 99%, estos últimos hubieran muerto de hambre. Solo el enorme desarrollo del capitalismo permite que semejante desigualdad sea materialmente posible, aunque falta saber por cuánto tiempo.
La respuesta contra Klein y otros que ven el problema como un combo ambiental, político, económico y social fue dura: se los acusa de ser rojos disfrazados bajo una piel verde. Por ejemplo, el nuevo presidente de los EE.UU., Donald Trump, (quien ocupa uno de los cargos de mayor poder en el mundo, al menos mientras no contradiga a algunos poderes fácticos) desmiente la existencia del calentamiento global.
Sálvese quien pueda comprar un bunker
Si la salida a la crisis debe ser radical y sistémica, el signo de los tiempos parece invitar a otra cosa. Mientras los pobres están más preocupados por comer cada día que por perpetuar la especie en el planeta, los ultra ricos piensan en la salida individual. En el mencionado artículo de The New Yorker no faltan ejemplos: Steve Huffman, CEO del popular sitio Reddit, tiene todo listo para huir en caso de desastre. En un lugar secreto guarda suficiente comida, armas y municiones como para desensillar hasta que aclare. Marvin Liao, ex-ejecutivo de Yahoo y socio de la inversora 500 Startups, contaba que, como no le gustan las armas de fuego, está aprendiendo tiro al arco para defender el agua y la comida almacenada para su familia. Antonio García Martínez, ex ejecutivo de Facebook, compró algunas hectáreas en una isla del pacífico y llevó generadores eléctricos, paneles solares y muchas municiones aunque es consciente de que resulta difícil sobrevivir solo: “Vas a necesitar alguna forma de milicia local”, le aclara al periodista de The New Yorker.
Este tipo de previsión se ha extendido entre numerosos ejecutivos de empresas tecnológicas, financieras y otros miembros del selecto 1%. ¿Por qué no distraer unos millones para adquirir una isla en el Pacífico, un lago en la Patagonia o tierras en Nueva Zelanda? En este último país los extranjeros compraron más de 3 millones de hectáreas (unas 147 ciudades de Buenos Aires) en los primeros diez meses de 2016. Una isla remota, poco poblada y autosustentable con un sistema político consolidado puede ser el refugio ideal. En Argentina las compras de los Tompkins, Turner y Lewis pueden ser una buena inversión para vacaciones pero, ¿quién sabe si el día de mañana no resultarán un buen lugar para esperar a que pase la tormenta? La lista de estos personajes sigue y, a juzgar por los sitios donde se discute sobre survivalism (algo así como “sobrevivencia”) no están solos.
Por supuesto, toda crisis es también una oportunidad para el mercado, capaz de hacer negocios incluso con la seguridad post apocalíptica. En el Estado de Kansas se ofrecen habitaciones en el “Proyecto Condominio de Supervivencia“, un edificio de departamentos de lujo construido sobre un silo donde se guardaban cabezas nucleares en los años sesenta. En caso de que sea necesario, ese sótano puede albergar a setenta y cinco personas durante cinco años. Para evitar la depresión de vivir bajo tierra se ubicaron pantallas de LED a manera de ventanas con vista a una verde pradera. El condominio está preparado para todo, también un apocalipsis en modo guerra civil: guardias armados permiten relajarse mientras los niños juegan en el parque subterráneo. Uno de los bunkers más grandes está en Alemania y ofrece toda la parafernalia de la industria hotelera. En algunos de ellos el sueño de la familia perfecta, a juzgar por la publicidad, es posible aun en un planeta en ruinas. ¿Será realmente posible cumplir la ilusión de seguridad? ¿Se puede depender de la tecnología de supervivencia sin un agrónomo para la huerta o un piloto para el avión para la huida? ¿Cómo sostener la lealtad de un guardia armado si el poder del dinero se desvanece junto con el resto de los lazos sociales?
Para todos todo
Los millonarios conducen el Titanic (si alguien aún lo hace) hacia el iceberg sin dejar de acelerar; en lugar de intentar cambiar el rumbo, acaparan los recursos previendo el naufragio. “Es una mirada de ricos, individualista, que piensan que se pueden comprar un bote. El problema es que ese bote es de oro y se hunde,” grafica Pengue. “Es muy difícil que se pueda generar un santuario con un mundo contaminado. Uno no puede escapar al funcionamiento de la naturaleza con diez mil años de especie sedentaria, doscientos de capitalismo y unas décadas de desarrollo científico acelerado contra una naturaleza que lleva millones de años funcionando”. Para bien o para mal, estamos todos en el mismo barco.
En su libro “Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen“, el divulgador Jarred Diamond explica cómo algunas civilizaciones del pasado desaparecieron en tanto otras lograron cambiar el rumbo a tiempo. ¿Cómo fue que los pobladores de la isla de Pascua no se detuvieron antes de talar el último árbol? ¿Por qué las sociedades no logran resolver sus problemas? Una de las conclusiones del libro de Diamond, desarrollada también en un TED, indica que “si hay un conflicto entre el interés de corto plazo de las elites gobernantes y el interés de largo plazo del conjunto de la sociedad […] hay un riesgo real de que las elites hagan desaparecer al conjunto de la sociedad en el largo plazo”. La otra conclusión es que resulta muy difícil cambiar el rumbo cuando este implica contradecir valores instalados en la sociedad. ¿Podría la parte más hiperprivilegiada e incluso, la privilegiada (como probablemente sea el lector de este artículo) resignar confort, no ya para hacer más justo al planeta si no, siquiera, para hacerlo viable? Resulta difícil imaginar semejante salto cualitativo. Por eso, como dice Slavoj Zizek, “resulta más fácil para nosotros imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo“.
La humanidad lleva décadas administrándose dosis insostenibles de consumo. Algunos disfrutan mientras la mayoría apenas ve la fiesta desde afuera. Todos juntos pagarán la factura cuando termine. En el medio algunas organizaciones como Vía Campesina y el Movimiento Nacional Campesino Indígena o incluso Asambleas Ciudadanas, enfrentadas directamente con las lógicas más rapaces del extractivismo, advierten que medio ambiente, política y economía no pueden discutirse por separado.
Cualquier cambio real del sistema no podrá ser solo ecológico: deberá ir a la raíz de la política, la economía y de las subjetividades sobre las que se apoya todo el andamiaje social. Para evitar el impacto de lleno y salvar a todos los pasajeros es necesario frenar en seco y cambiar el rumbo antes de que empiece la huida hacia los botes.
Fuente: Revista Anfibia