La nueva medida de todas las cosas: el carbono
La devastación ambiental que caracteriza nuestro tiempo no tiene precedente en la historia del planeta ni las culturas. Han habido civilizaciones que han provocado desastres ambientales, pero nunca antes se habían mundializado, desequilibrando los propios flujos y sistemas naturales que sostienen la vida en el planeta.
El capitalismo y su civilización petrolera, el modelo de producción y consumo industrial y basado en combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón) provocó este desastre en poco tiempo, acelerado en las últimas décadas.
Los problemas ambientales son graves, con fuertes y desiguales impactos sociales y el cambio climático es uno de los principales. Pero no son causados por toda la humanidad. Más que la era del antropoceno, como algunos la llaman, vivimos la era de la plutocracia, donde todo se define para que los muy pocos ricos y poderosos del mundo puedan mantener y aumentar sus ganancias, a costa de todo y todos los demás. Esta absurda injusticia social, económica, ambiental, política, requiere de muchas armas para mantenerse y una de ellas es la guerra conceptual. Inventar conceptos que oculten las causas y características de la realidad, que desvíen la atención de la necesidad de cambios reales y profundos y mejor aún, que sirvan para hacer nuevos negocios a partir de las crisis.
En este contexto, el ensayo La métrica del carbono: ¿el CO2 como medida de todas las cosas?, de Camila Moreno, Daniel Speich y Lili Fuhr, editado recientemente por la Fundación Heinrich Böll, es un aporte importante. ( aquí)
Muestra cómo ante la convergencia de graves crisis ambientales locales, regionales y globales, junto a las crisis económicas y financieras, se echa un fuerte foco de luz sobre el cambio climático –que Nicholas Stern llamó la mayor falla de mercado que el mundo ha atestiguado, al tiempo que se posiciona las unidades de CO2 (dióxido de carbono) como medida para definir tanto la gravedad del problema. Así, otros temas quedan en la oscuridad del contraste de ese rayo de luz y todo se reduce a contar emisiones de CO2 a la atmósfera. Las autoras no dejan duda de que el cambio climático es real y grave, pero cuestionan ¿Es más importante y más urgente que la pérdida de biodiversidad, la degradación del suelo cultivable, el agotamiento del agua dulce? ¿Acaso es posible considerar cada uno de estos fenómenos como algo independiente y separado de los otros?
La manera en que describimos y enmarcamos un problema, determina en gran medida el tipo de soluciones y respuestas que podemos considerar, plantean.
Justamente debido a la gravedad de la crisis ambiental, tenemos que evitar el epistemicidio ecológico en curso que reduce la óptica, elimina conocimientos y destruye alternativas.
Aunque se sabe bien cuáles son las causas del cambio climático, y los principales rubros industriales que lo provocan: alrededor de 80 por ciento se debe a la explotación y generación de energía, al sistema alimentario agroindustrial y al crecimiento urbano (construcción, transporte), basados en el uso y quema de petróleo, gas y carbón. Todo esto emite CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI) como metano y óxido nitroso.
Se sabe también que lo necesario son reducciones reales, en su fuente y en la demanda, de todos esos gases y cambiar lo que las originan. Y se sabe que existen alternativas reales, diversas, descentralizadas y viables; quizá el ejemplo más fuerte es que 70 por ciento de la humanidad se alimenta de agricultura campesina y agreocológica, pescadores artesanales y huertas urbanas, que no son los que emiten gases de efecto invernadero.
Pero las propuestas dominantes –de instituciones y gobiernos– no son éstas, sino otras principalmente basadas en mercados de carbono y altas tecnologías que permitirían supuestamente seguir emitiendo GEI como siempre, pero compensarlos absorbiendo el carbono emitido y almacenándolo en fondos geológicos, es decir, formas de geoingeniería.
La propuesta de compensación (offset en inglés) se viene desarrollando hace años, asociada a los esquemas de pagos por servicios ambientales, por biodiversidad, etcétera, componentes esenciales de la llamada economía verde. Se trata de justificar la destrucción en un lugar, mientras en otro otros se supone la compensan con algún pago, como si fuera lo mismo dejar sin bosques o agua a un pueblo entero en un país o región, porque hay una comunidad que los cuida y en otro. Esos pagos generan bonos, instrumentos financieros especulativos que son comerciados en mercados secundarios.
Ahora, para que todo pueda ser medido en unidades de CO2, todos los gases se traducen a la abstracción de “CO2 equivalente”, sin considerar si se trata de gases emitidos por una trasnacional minera que devasta ecosistemas y pueblos, por la quema de un bosque o el estiércol de algunos animales de un pastor. El concepto de que lo necesario son cero emisiones netas, no reales sino compensadas, completa esta operación ( aquí). De esta forma, la economía del carbono podría englobar todos los rubros anteriores, para convertirse en la nueva moneda de cambio, que justifica la contaminación y produce ganancias para quienes la causan.
No solamente se pierden de vista las causas del cambio climático, también de esta forma se simplifica burdamente la consideración de los otros graves problemas ambientales y las interacciones entre todos ellos y se eliminan del campo de análisis y acción los impactos sociales, el sistema que los provoca y las verdaderas soluciones.
Por Silvia Ribeiro - Investigadora del Grupo ETC
Fuente: La Jornada