La incertidumbre y la certeza

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El orden es siempre vulnerable y frágil. Por eso no le gusta que nada se le mueva. Se esfuerza mucho en que la permanencia y si es posible la homogeneidad sean su norma. Suprimir o desaparecer, incurrir en innombrables violencias, engaños y vilezas a quienes transgreden esa inmovilidad y ese universo de aparentes certezas, es sólo un movimiento más en su angustiado juego de reacomodos necesarios para que todo fluya por los acotados senderos del orden implantado.

A quienes imponen un orden les molesta que alguien busque o encuentre otro de los infinitos modos del orden. Porque el orden, si lo hallamos, se abre a ser un transitorio paso a otros muchos órdenes más, entrelazados y volvemos a empezar: todo el tiempo nada el tiempo. Eso que encontramos depende de cómo midamos, de cómo lo pensemos. La mirada de largo plazo nos abre avenidas a entendimientos que desfasan lo que miramos de sus más inmediatas implicaciones. La estabilidad (el largo plazo de los procesos) puede ser cuestionada si miramos los procesos en mayor detalle, si nos asomamos al diseño interior de los flujos y tejidos de relaciones y encuentros, a los contrapuntos micro entre acciones y movimientos).

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Uno de los más lúcidos científicos del siglo XX, Werner Heisenberg, dijo alguna vez: “los átomos o las partículas elementales no son reales en sí mismas; forman ellas un mundo de potencialidades o posibilidades, y no tanto un mundo de cosas o de hechos o datos”.

La postura de Heisenberg resultó puntal de un conjunto de aproximaciones sensibles para indagar cómo conocemos. En el fondo, lo propuesto por Heisenberg y otros muchos auténticos científicos y pensadores es que la complejidad del mundo es tan vasta que rebasa con mucho lo que puede ocurrir en un laboratorio. Que lo que ahí se regula y hasta se norma para establecer las condiciones de la “experimentación”, puede arrojar resultados repetibles pero que no necesariamente se corresponden con la enormidad de procesos en su interacción vastísima fuera del laboratorio. Y tendríamos que tener una postura nada arrogante (o desinteresada) para admitir que hay efectos potenciales, no determinados, potencialmente nocivos o de plano catastróficos de nuestros procedimientos experimentales.

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El investigador argentino Andrés Carrasco, que estudió los efectos del glifosato y su nocividad extrema en las más diversas condiciones dijo poco antes de su fallecimiento: “El anacronismo de la genética en que se basan los transgénicos exige que se destruyan las matrices complejas (como las de las comunidades campesinas o los pueblos originarios)”. Y es por eso, afirmaba, “que no les importa destruir el tramado ancestral de semillas nativas, sumergido en toda la complejidad de la vida, en ese flujo de conversaciones y potencialidades” (siguiendo a Heisenberg).

Carrasco continuaba: “Hay una integralidad de los procesos que los hace únicos a una historia y a un conjunto de circunstancias puntuales. Un fenómeno es indivisible y entraña incertidumbre dialéctica. El laboratorio no puede abarcar la complejidad de la vida. Cuando mucho refleja una metáfora circunscrita de lo que ocurre afuera”.

Carrasco salía al paso de una particular corriente de la ciencia, hoy etiquetada como “tecno-ciencia”, que con su visión positivista pretende establecer, implantar, procedimientos controlados de laboratorio donde los pasos metodológicos arrojan resultados “representativos” de una universalidad que subsume toda situación, los tiempos y los espacios todos.
Esta corriente —de grandes credenciales, enorme financiamiento y aplicaciones tecnológicas redituables y presumibles—, niega la vastedad y la complejidad que nos circundan.

Carrasco concluía: “Como la metáfora entraña mecanismos activos en producir aplicaciones y una gama enorme de productos, se convence de ser una tecnología, y de que ya con eso se iguala a la ciencia. Entonces asume que sus logros son universales”. Estos llamados logros universales (tan sólo porque cuantificando lo empírico homologan, emparejan, ordenan y pueden producir “objetos idénticos”), les hace creer que hay que promover soluciones idénticas que sirvan como fórmulas generales, “ignorando las condiciones locales específicas, las leyes de la heterogeneidad natural” los entornos complejos de la vida real, que no son tan fáciles de descifrar.

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“Pero los campesinos trabajan con lo que nunca es totalmente predecible, con lo emergente”, dice John Berger en “The ideal palace”. Los campesinos entienden muy bien sus propias dimensiones y alcances, y como tal, saben que, incluso cuando son agentes de una transformación, siempre tienen que lidiar con algo “mucho más allá de ellos”, con algo “mucho mayor que ellos”. Sobre todo, están conscientes, saben que, aun siendo mayor que ellos, aun cuando los rebase, en realidad ellos mismos “están inmersos en ese proceso que buscan entender”.

Y esto es lo crucial. La enajenación de la ciencia moderna comienza por suponer que su reflexión y su propia manipulación están fuera de los procesos. Que pueden situarse en una torre de control desde donde la mugre no hiede y la incertidumbre no pesa.

En cambio, en su integralidad, en su modestia, la visión campesina retornará siempre a lo asequible. No buscan desterrar lo invisible, sino arroparlo. ”Los campesinos no creen que el progreso reduzca las fronteras de los desconocido”, dice Berger, “porque no aceptan el diagrama estratégico que implica tal aseveración. En su experiencia lo desconocido es constante y central: el conocimiento lo rodea pero nunca lo eliminará”.

Asumiendo plenamente el misterio y la incertidumbre que entraña, los pueblos originarios, herederos de tradiciones campesinas del cuidado, arroparán el mundo como un cuerpo vital, al que hay que cuidar porque es nuestro propio cuerpo distendido hasta los resquicios más recónditos del universo. Y esos cuidados, tarde o temprano, son indispensables para que la vida siga su curso.

Por Ramón Vera-Herrera

Fuente: Desinformémonos

Temas: Agricultura campesina y prácticas tradicionales, Ciencia y conocimiento crítico

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