La agricultura y la religión precolombina
"Es preciso devolverle a la agricultura, la sacralidad de la que fue despojada por el modelo de agricultura industrial. Es preciso también, retomar el modelo de agricultura tradicional fundado en el uso de abonos e insecticidas naturales, controles biológicos y rotación de cultivos."
Con la aparición de la agricultura, hace más de 12 mil años atrás, se inició una transformación decisiva y trascendental en el desarrollo ulterior de toda la Humanidad. Este profundo cambio cultural que la agricultura representa y trajo, vendría a marcar, a partir de ese momento, todas las expresiones concernientes a la vida de todos los seres humanos. Del misterio y seguramente fascinación, que nuestros antepasados más lejanos le profesaron al sol, a las lluvias y al crecimiento y reproducción de los animales y las plantas; se fue pasando poco a poco, a una adecuación e interacción inevitable con el medio natural.
De allí que la agricultura debió, sin duda alguna, influir poderosamente entonces, en la génesis, desarrollo y justificación, de todas las nociones mágicas-religiosas que los pueblos precolombinos fueron forjando y transmitiendo de generación a generación, a lo largo de todo el esplendor que tuvieron sus civilizaciones. Por tanto, la agricultura no se limitó a ser la base fundamental para cubrir las necesidades básicas relacionadas con la alimentación, la provisión de medicinas, combustibles, ornamentos y materiales de construcción; sino que y en virtud de ese extraordinario y decisivo rol que simbolizaba en sus vidas, se valieron de ella para fundamentar una hermosa, rica y maravillosa cosmovisión religiosa.
De ese modo, las civilizaciones indígenas precolombinas que ocupaban las zonas de los Andes y Mesoamérica principalmente, forjaron tanto en la agricultura como en la religión, a dos de sus más importantes legados culturales. La agricultura, que hizo posible adelantar explicaciones elementales de los misterios de la muerte y el sentido y conservación de la vida, asuntos tan apasionados como preocupantes entre los grupos indígenas, influyó decisivamente en la formación y cohesión de las comunidades pre-hispánicas, alrededor de creencias y valores fundamentados en mayor medida, en concepciones animistas y naturalistas.
Así, un conjunto de ceremonias, fiestas y prácticas de orden mágico, invocaban y evocaban a todo lo largo del continente, a dioses que representaban al sol, la lluvia, la tierra, la fertilidad, los vientos y las cosechas. Pacha mama, Inti, Viracocha, Ixtoh, Tlaloc, Quetzalcóalt y Chac, son sólo algunos nombres que incas, mayas y aztecas, veneraban con asombrosa devoción, por su fe inalterable en que de ellos dependía enteramente el desenvolvimiento de sus actividades agrícolas.
Eso explica porque la impresionante ciudadela de Teotihuacán, el lugar de los dioses, según la lengua azteca y que llegó a tener un gran esplendor en el siglo VII, contara con un hermoso templo dedicado a la agricultura; del mismo modo que en la concepción muy particular que poseían los mayas sobre el mundo, apareciera en el centro del universo una gigantesca planta de maíz. Tal vez esta gran interdependencia entre agricultura y religión precolombina, permitió que las observaciones del escultor Robert Morris en una de las figuras trazadas entre los siglos VI y XVI en la llanura de Nazca, en Perú, fuera interpretada como “un ritual relacionado con las lluvias, las estaciones del año y las cosechas”.
Muchas plantas indoamericanas como ciruela, aguacate, maíz y cacao, entre otras, fueron consideradas como de origen divino por los aborígenes precolombinos. De allí nació la extraordinaria importancia que desempeñó el cacao como alimento y como moneda entre toltecas, chichimecas y mayas, luego que fuera entregado por el dios blanco Quetzalcóalt. Mientras que el maíz llegó a tener un carácter tan sagrado y monumental para el maya quiché, que aparece en la propia gestación de los primeros hombres sobre la tierra. "........De maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas del hombre. Únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres, los cuatro hombres que fueron creados." (Popol Vuh).
Sin embargo, toda esta cosmovisión religiosa que nació y se amparó en armónica relación y sustento con las prácticas y fines de la agricultura indígena, en épocas más recientes, ha ido gradualmente desapareciendo y en su lugar se ha venido imponiendo, una agricultura que no necesita invocar ningún dios, mas que el del mercado, para privatizar las semillas, los animales y las cosechas; para destruir los recursos y las bases fundamentales que hacen posible la actividad agrícola; para satisfacer primeramente exigencias comerciales y lucrativas, antes que las necesidades humanas más perentorias.
En efecto, la agricultura que hoy impera en nuestro planeta se encuentra en franco conflicto con los mismos recursos de los que depende para su existencia. Ésta renunció a la visión holística que fue decisiva para los pueblos originarios, que no veían ninguna separación entre el mundo natural y lo humano, para asumir la interacción hombre-naturaleza como una rivalidad siempre permanente. Los procesos agrícolas, lejos de abordarse entonces, desde la óptica de su complejidad intrínseca, fueron reducidos a una uniformidad y a una homogenización sin ninguna justificación válida, más allá de la que proporciona el lucro desmedido.
De allí que las prácticas agrícolas prevalecientes se constituyeran en las responsables directas de la profunda crisis ecológica y social en que se sustenta el actual modelo, basado principalmente en monocultivos, agroquímicos, semillas de altos insumos, erosión genética, mecanización de los procesos e irrigación intensiva. A esto ahora hay que sumarle sus cultivos transgénicos, tecnología Terminator, Zombie, y el patentamiento de plantas, animales y conocimiento tradicional.
Es preciso devolverle cuanto antes a la agricultura, la sacralidad de la que fue despojada por el modelo de agricultura industrial, incapaz de resolver el hambre que padecen más de mil millones de hambrientos y cuyas prácticas han degradado más del 25% de las tierras agrícolas y causado daños irreparables por salinización y alcalinización, al 10% de las tierras irrigadas en el mundo.
Es preciso también, retomar el modelo de agricultura tradicional fundado en el uso de los abonos e insecticidas naturales, los controles biológicos y la rotación de cultivos. Estamos en definitiva, en el instante en que nos vemos obligados a revalorizar nuestros conceptos y procedimientos agrícolas, en que debemos restablecer nuestros respetos a la Gran Madre de los antiguos o a la Pacha mama de nuestros antepasados indígenas.
Pedro Rivera Ramos
moc.liamtoh@85AREVIRORDEP