La violenta usurpación
En aras de una interpretación decolonial, desde los pueblos podemos recrear una comprensión de nuestra historia de larga duración, que permita observar cómo la gesta juarista de definición territorial y política de la Nación representó para nuestros pueblos el sustento constitucional de la usurpación. Esto propicia hasta hoy obstáculos para nuestra defensa ante las pretensiones de privatización a través de megaproyectos eólicos, ferroviarios y mineros: la “cortina desarrollista” del Istmo de Tehuantepec.
De Juárez a Díaz, los liberales nacionalistas despojaron “legalmente” a los pueblos originarios
Para la historiografía del siglo XIX, un factor propiciatorio del latifundismo fue la reducción de la población por epidemias, guerras y revueltas “campesinas”, lo cual generó grandes regiones “vacías” por el incremento desmesurado de “terrenos baldíos” y/o “nacionales”, amén de aquellos confiados legalmente al proceso de desamortización de las tierras comunales de los pueblos y comunidades indígenas, así como las tierras y bienes del clero que a la postre serían sujetos de privatización latifundista. La Constitución de 1857 y las Leyes de Reforma (1855- 1863) dieron cobertura legal a la desamortización, que en términos reales implicó la usurpación de millones de hectáreas de tierras de los pueblos indios, prácticamente en todas las regiones de la República.
Para el caso de la comunicación interoceánica, la concesión otorgada por Antonio López de Santa Anna a José de Garay en 1842 contemplaba también la posibilidad de “colonizar las tierras baldías que se situaran a diez leguas de cada lado del camino”, sin considerar en lo absoluto si dichas tierras eran parte de la territorialidad de los pueblos originarios de la región, a lo largo de los más de 300 kilómetros que implicaba la construcción del camino. No obstante, al triunfo de los liberales el congreso anuló la concesión a De Garay, y las pérdidas fueron considerables. Para ese tiempo, las empresas ya se habían abierto al mercado de acciones con más de 50 millones de dólares, que implicaban pagos a los gobiernos conservadores o liberales en turno, así como la inversión en pequeñas embarcaciones y expediciones de reconocimiento en el Istmo, mismas que fueron embargadas y expulsadas al cancelarse la concesión.
Eso inauguró un ejercicio capitalista especulativo financiero entre Londres, Nueva Orleans y Nueva York, por casi diez años. Este proceso reviste importancia ya que los primeros capitalistas financieros del ferrocarril transístmico estrenaron las formas del capital transnacional, en contexto de guerra e invasión, sin importar si su origen era inglés, estadunidense o mexicano. Aún después de la derrota de los conservadores, el arribo de Arista a la presidencia de la República y la anulación por parte del nuevo gobierno de la concesión de Santa Anna, con este fin buscó el aval de España, Francia y Gran Bretaña para el reconocimiento de la ”soberanía y neutralidad” de la vía de Tehuantepec.
Los historiadores no dudan en hablar de rebeliones indias y campesinas, refriéndose más a estas últimas; el estricto sentido histórico de la legalidad en ciernes y la mentalidad liberal positivista eurocéntrica, no reconocía la existencia de los pueblos en tanto sujetos de derecho. El positivismo imperante no podía admitir que los pueblos y sus dirigentes, rebeldes o no, reclamaran la titularidad de sus tierras. Repentinamente, para lograr la restauración de la República, éstas se transformaron en terrenos baldíos y fueron puestas a la venta para que Juárez financiara sus guerras contra los conservadores, contra las rebeliones indias, contra Maximiliano y contra los invasores franceses.
En toda Abya Yala, en todo el continente, desde antes del siglo XIX, la historia de los indios ha sido marcada por el genocidio legalizado.
Así lo muestra Oswaldo Bayer desde el Wallmapu para referirse al exterminio de los mapuche con las campañas del desierto encabezadas por el racista general Roca, dejando “libres” millones de hectáreas de las pampas para que desde entonces se enseñoreen el ganado, las madereras y las empresas energéticas. Son “cortinas del desarrollo” para que los mapuche se queden en sus territorio trabajando para esas empresas y no emigren al norte; con la ligera diferencia, mutatis mutandis, de que los hermanos mapuche no quieren esas empresas en su territorio y menos trabajar en ellas o emigrar. Los Estados chileno y argentino prefieren seguir practicando el genocidio para dejar las regiones “vacías”.
En El Impacto de los ferrocarriles en el porfiriato (ERA, México, 1984) Coastworth plantea que “se miden más fácilmente las ventas de los terrenos ‘baldíos’, mientras que la influencia de las usurpaciones no oficiales y la operación de las leyes de Reforma sobre la propiedad comunal indígena está menos documentada. Sin embargo, todo el que estudia esta época llega a la conclusión de que el régimen porfiriano presidía un aumento masivo en la concentración de la propiedad de la tierra”.
La “paz porfiriana” estuvo plagada de rebeliones. Fue el caso de Mexu Chele en el Istmo. Represión, asesinatos, deportaciones y encarcelamiento de rebeldes fueron una constante de la usurpación que representó el porfiriato durante treinta años. Al surgir el magonismo y el zapatismo, darán sustento revolucionario a la comunalidad agraria, hasta nuestros días.
La mayoría de las revueltas campesinas del siglo XIX fueron indias y reclamaban la titularidad de tierras y territorios, amparadas en la legalidad colonial formulada desde los títulos primordiales de los pueblos originarios. Enfrentados al latifundismo de la usurpación liberal juarista y porfirista hasta antes de la Revolución agrarista condensada en el Constituyente de 1917 y las primeras formulaciones del Artículo 27 Constitucional.
Como bien documentara el historiador y poeta Víctor de la Cruz, en la revista Gucha’chi Reza, en el Istmo de Tehuantepec ilustran este proceso de resistencia india las rebeliones de Che Gorio Melendre (1846-1853), Mexu Chele (1882) y Che Gómez (1911-1914). Durante esta larga etapa de rebeliones, en Juchitán se registraron dos incendios enormes provocados por las tropas juaristas en 1850 y por Félix El Chato Díaz en 1870. Los tecos, como se conoce a los juchitecos, no tardaron en cobrar venganza contra El Chato, quien había sustraído a San Vicente de su Iglesia, lo que le costó una cruel venganza cuando los rebeldes lo detuvieron en Pochutla en febrero de 1872 y le desprendieron las plantas de los pies haciéndolo caminar descalzo en las salinas. Debido a su capacidad de comunicación y articulación con otros movimientos regionales, Che Gorio participó en la toma de la ciudad de Oaxaca en enero de 1852, mientras Juárez la abandonaba e iniciaba su exilio por Veracruz. Las quejas en los diarios locales fueron en extremo racistas, e interpretaron el hecho como un avance de los conservadores.
La rebelión de José Gregorio Meléndrez coincidió con el interinato de Benito Juárez en el gobierno de Oaxaca, con la invasión estadunidense y con la guerra de Reforma, lo que propició que para los liberales positivistas Che Gorio fuera considerado parte de las huestes conservadoras de Santa Anna y que sus acciones guerrilleras fueran consideradas como parte del Plan de Guadalajara o del Hospicio que, además de ignorar sus demandas agrarias y autonómicas, significó un episodio relevante para un país en guerra.
En aras de una interpretación decolonial, desde los pueblos podemos recrear una comprensión de nuestra historia de larga duración, que permita observar cómo la gesta juarista de definición territorial y política de la Nación representó para nuestros pueblos el sustento constitucional de la usurpación. Esto propicia hasta hoy obstáculos para nuestra defensa ante las pretensiones de privatización a través de megaproyectos eólicos, ferroviarios y mineros: la “cortina desarrollista” del Istmo de Tehuantepec.
Cadi nua yoo, cadi nua dxiee ne cadi nua guidxi, canzaya.
Por Carlos Manzo
Fuente: Suplemento Ojarasca