Indiana Jones y la transición ecológica

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La tragedia es que, mientras confundimos transición ecológica con paneles solares y coches eléctricos, seguimos sin tener un debate abierto y profundo sobre nuestro destino. De acuerdo, ponemos en marcha el tren de la transición ecológica: ¿adónde nos dirigimos? ¿A un decrecimiento ordenado que sea capaz de evitar el colapso? ¿A una economía del Estado estacionario? ¿A un nuevo capitalismo verde, igual de voraz pero mejor maquillado y con certificación ecológica? ¿A un ecosocialismo heredero de las utopías del siglo XIX? ¿A seguir haciendo equilibrismos -económicos, ecosistémicos y termodinámicos- esperando que no se nos desmorone el tinglado?

Transición ecológica es el término de moda en el ecologismo y entre quienes quieren dárselas de preocupados por el medio ambiente, como antes lo fue sostenibilidad. La pasarela que, de repente, aparece justo debajo de nosotros para salvarnos del precipicio, como la que permite a Indiana Jones alcanzar el  Santo Grial tras tres pruebas. Sólo se requiere una cosa para pasar: un salto de fe. Y en ello estamos, parece.

Tras asumir que nos hemos extralimitado en el uso de los recursos naturales y la energía que había acumulado nuestro planeta durante eones (primera prueba: sólo el penitente pasará), y perfeccionar el arte del malabarismo formal y conceptual con el campo semántico de ‘lo verde’ (segunda prueba: la palabra de Dios), ahora queda la última prueba: la de obtener la fuente de la eterna juventud económica y ecológica, en ese orden.

De entre toda la terminología que revolotea alrededor de la era postsostenibilidad, transición ecológica ha adquirido un estatus totémico, que combina con el don del polimorfismo y una glotonería desmesurada, diríase que de agujero negro, por engullir cualquier expresión que orbite a su alrededor. Con tantas aristas como tiene el término, cada uno ve lo que quiere ver; también las sombras adoptan formas distintas según se sitúe el observador.

Para muchos, el concepto mismo de transición ecológica ha devenido sinónimo de otra transición, la energética, en un ejercicio de tecnoreduccionismo que excluye las implicaciones más profundas del término, aquellas que hacen referencia a nuestra relación con el territorio y nuestros semejantes.

¿Es transición energética seguir haciendo lo de siempre, pero con un enchufe limpio de emisiones? ¿Se transmuta entonces en sostenible el extractivismo en zonas rurales o en países en vías de desarrollo, la planificación de infraestructuras sin atender a quien vive y cultiva esa tierra, la deforestación con motosierras eléctricas? ¿Da lo mismo continuar bajo el yugo de un oligopolio energético -por muy renovable que sea en unos pocos años- que democratizar la generación y consumo de energía desde la justicia social? Por supuesto que no.

La transición ecológica ha devorado también a sus congéneres en lo económico: ni «crecimiento verde» ni «economía circular» se han salvado de ser digeridas por su estómago polisémico, y ahora sólo pueden concebirse como un apéndice, más o menos inflamado, del término raíz. El Green New Deal ha sido, por el momento, capaz de escapar de su voracidad, a fuerza de presencia mediática y agenda política. Sin embargo, lo que no ha logrado es desligarse: al fin y al cabo, este nuevo pacto verde es una herramienta para la tan deseada transición.

Aunque… un momento: ¿para qué vale la transición ecológica? ¿Acaso nos lo hemos preguntado?

Quizás la mayor confusión existente al respecto de la transición ecológica sea la que la asimila a un objetivo en sí mismo, cuando es, como la pasarela de Indiana Jones en el templo del Cañón de la Media Luna, un medio para llegar a la meta. O, como diría Joe McMillan en Halt and Catch Fire, «The thing that gets you to the thing», es decir: la cosa que te lleva a la cosa que de verdad importa.

La tragedia es que, mientras confundimos transición ecológica con paneles solares y coches eléctricos, seguimos sin tener un debate abierto y profundo sobre nuestro destino. De acuerdo, ponemos en marcha el tren de la transición ecológica: ¿adónde nos dirigimos? ¿A un  decrecimiento ordenado que sea capaz de evitar el colapso? ¿A una economía del Estado estacionario? ¿A un nuevo capitalismo verde, igual de voraz pero mejor maquillado y con certificación ecológica? ¿A un ecosocialismo heredero de las utopías del siglo XIX? ¿A seguir haciendo equilibrismos -económicos, ecosistémicos y termodinámicos- esperando que no se nos desmorone el tinglado?

Lamentablemente, parece que hemos escogido esta última opción. Cegados por el brillo de las promesas de tecnologías salvadoras y la esperanza de que todo cambie para que nada cambie, no nos damos cuenta de que hemos vuelto a orientar nuestros pasos sin pensar antes hacia dónde los dirigimos. De que los términos pueden tornarse banales tanto por el vaciado de su contenido profundo como por la multiplicidad de significados: si algo pasa a significarlo todo, es que ya no quiere decir nada.

Cuando llega a la habitación en la que se guarda el Santo Grial, oculto entre decenas de otros cálices, Harrison Ford escoge una copa sencilla, sin adornos. «Esa es la copa de un carpintero», proclama. Y es que lo que importa, lo que siempre ha importado, no es el continente: es el contenido. No sorbamos promesas vacuas en una copa reluciente, por tentadora que sea; aún estamos a tiempo de no dejarnos deslumbrar y escoger sabiamente.

Fuente: Climática

Temas: Agroecología

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