Gran Chaco: el segundo bosque más grande de Sudamérica camina hacia el colapso
El tronco recto y fuerte del quebracho colorado se tuerce y cae hasta rebotar en el suelo. El estruendo es el último golpe de una secuencia acompasada de otros golpes con los que el hacha va hiriendo la corteza del árbol hasta dejarlo sin sustento.
En la filmografía de un país hay películas que, por motivos diferentes, quedan en la memoria colectiva. En Argentina, una de ellas se titula, justamente, Quebracho. Realizada en 1974, aunque ambientada a principios del siglo XX, contaba la vida, las carencias y la explotación a la que eran sometidos los hacheros en los bosques de las provincias argentinas de Chaco y Santa Fe. También de sus luchas por modificar su presente y su destino.
Han pasado cien años de los episodios narrados en la película y, como antaño, el tronco recto y fuerte del quebracho colorado (Schinopsis balansae) se tuerce y cae, pero en lugar de la secuencia de golpes solo se oye una ráfaga, un relámpago. El corte de la topadora —conocida también como retroexcavadora— es veloz, preciso, quirúrgico. En un abrir y cerrar de ojos, 100, 200, 300 años de existencia ruedan por los suelos. La técnica ha cambiado, los problemas son otros, pero las consecuencias se parecen demasiado.
Más que un árbol, las tres variantes de quebracho —blanco, colorado chaqueño y colorado santiagueño— son una especie de sello identificador. Su presencia va trazando el mapa del Gran Chaco americano, la segunda superficie boscosa más grande del continente después de la Amazonía.
Hablamos de un territorio de alrededor de 1 140 000 km2, poseedor de una biodiversidad que, por ejemplo, en grandes mamíferos supera a la que puede encontrarse en el bosque húmedo tropical, aunque reciba mucha menos atención. “Se trata de un bosque seco y la escasez de agua le quita vistosidad. Por eso para el público no es tan llamativo y pasa inadvertido”, explica Verónica Quiroga, doctora en Ciencias Biológicas que lleva más de una década estudiando la evolución del yaguareté o jaguar (Panthera onca) y otros mamíferos en la región chaqueña.
Se distinguen tres grandes bloques: húmedo, semiárido y árido
El Gran chaco esta distribuido entre cuatro naciones —Argentina (un 60 %); Paraguay (23 %); Bolivia (13 %) y Brasil (4 %)— que albergan una amplia gama de ambientes y ecosistemas agrupados en tres grandes bloques.
La porción húmeda son dos franjas que corren de norte a sur del bioma, una en el oeste, al pie de las sierras subandinas, desde los departamentos de Chuquisaca, Santa Cruz y Tarija en Bolivia, hasta las provincias argentinas de Salta, Tucumán y Catamarca. La otra, situada al este, comprende la porción más meridional del Pantanal brasileño y atraviesa los departamentos de Boquerón, Alto Paraguay y Presidente Hayes en el país guaraní, y las provincias de Formosa, Chaco y norte de Santa Fe, en Argentina. Encerrado entre ellas, el Chaco subárido, verdadero corazón de la región; y en el sur, casi confundiéndose con el espinal y la pampa, el Chaco árido, en las provincias de Córdoba y San Luis.
Un estudio efectuado en 2015 por la Fundación Pro-Yungas para la implementación de corredores biológicos en el Chaco argentino daba cuenta del amplio abanico de ambientes que presenta la región: “Pastizales, esteros y sabanas (secas e inundables), bañados, salitrales, sierras, ríos, bosques y arbustales”. La enumeración finalizaba con una afirmación concluyente: “Esto se traduce en una alta diversidad de especies animales y vegetales que hacen del Gran Chaco un área clave para la conservación de la biodiversidad regional”.
Quiroga destaca otro aspecto, no menos importante: “La cultura e idiosincrasia de los pobladores, tanto originarios como criollos, es muy rica, interesante y distinta al resto del país”.
Según la Real Academia Española, la palabra “chaco” deriva del quechua chacu, que alude a una labor realizada antiguamente por los indios de América del Sur que iban «estrechando en círculo la caza para cobrarla”. De la definición se deriva que siempre fue una zona rica en una fauna muy apetecible para el ser humano. Tapires, pecaríes, corzuelas, charatas (una variedad de pava de monte), y especies tan emblemáticas como el yaguareté, de la que solo quedan 20 ejemplares en la región, y el tatú carreta. Todas estas especies han sido objeto de permanente búsqueda.
Deforestación y cacería. El paso de los años pudo haber cambiado motivos y metodologías, pero hoy como ayer son los más grandes y graves problemas que sufre este bioma que cada día se acerca un poco más al colapso.
Desde 2010, la organización Guyra Paraguay efectúa un monitoreo en todas las tierras del Gran Chaco que han sufrido un cambio de uso. Las cifras son elocuentes. Hasta junio de 2018 sumaban 2 925 030 hectáreas. Ese mes de junio, la pérdida de superficie boscosa alcanzó las 33 959 hectáreas, lo cual equivale a 1,7 veces el tamaño de la ciudad de Buenos Aires y más de tres veces el de Asunción.
Argentina es, con un 80 por ciento, el país que lidera la triste estadística. Las causas que motivan semejante aceleración de desmonte en el país son amplias y variadas. Matías Mastrángelo, doctor en Biología de la Conservación y especialista en el estudio del Gran Chaco, apunta a los años finales de la década del noventa y, fundamentalmente, al período 2000-2010, para entender la problemática actual. “El boom comenzó con la llegada de la soja transgénica a la Argentina”, relata, “esto provocó que en la región pampeana la agricultura desplazara a la ganadería, que fue a su vez empujada a ocupar espacios más marginales, principalmente en el Chaco semiárido”.
El cultivo de soja, motor de la transformación
La soja, que en aquellos años alcanzaría precios internacionales récord, ejerció de motor de la deforestación en buena parte de las tierras del Chaco húmedo paraguayo y argentino, que se convirtieron en áreas de cultivo. Hacia el norte y el oeste, las manchas de bosque comenzaron entonces a caer como fichas de dominó, derribadas por la invasión de productores ganaderos favorecidos por el bajo precio de la tierra y por la ausencia de regulaciones —o por una interpretación demasiado laxa de las mismas— que frenaran los desmontes.
Ni siquiera la marcada estacionalidad ni la dependencia del agua en un ecosistema en el que no llueve durante seis o siete meses al año —el nombre de Impenetrable alude a esta característica antes que a lo enmarañado de la vegetación— pudieron frenar la invasión. Los avances tecnológicos facilitaron la creación de pastizales exóticos para alimentar el ganado. Las plantas nativas fueron sustituidas. La fauna comenzó a padecer los efectos de la fragmentación del hábitat.
Yamil Di Blanco, licenciado en Ciencias Biológicas e investigador de la ecología del tatú carreta, incide en otros dos puntos a tener en cuenta. Uno es la mejora en las rutas de acceso al área: “Esto es evidentemente bueno para los habitantes, pero al mismo tiempo genera más tránsito y facilita la entrada a la zona de cazadores llegados desde provincias más alejadas. Haría falta un mayor nivel de fiscalización para conjugar y compensar ambas situaciones”. La abundante presencia de perros configura la restante amenaza directa para la fauna nativa.
Matías Mastrángelo investigó para su tesis doctoral el comportamiento de las aves como indicador de los cambios motivados por la transformación del ecosistema. Sus conclusiones no dejan lugar a dudas: “Las aves toleran hasta ciertos niveles de disminución del volumen del bosque”, dice, “pero cuando se supera cierto umbral y la pérdida cae por debajo del 30 o el 40 %, el colapso en la riqueza de especies resulta estrepitoso, cambia la composición y empiezan a aparecer especies de ambientes abiertos”.
La población rural, compuesta por descendientes de los pueblos originarios y criollos asentados en la zona y mucho más numerosa que en Bolivia o Paraguay, también ha sufrido la reconversión. Vio alteradas sus costumbres con la irrupción de alambrados que impiden el libre uso del bosque para sus cabras y vacas, cuando no fue directamente desplazada de sus casas por los nuevos dueños de la tierra. Por el contrario, el boom económico no modificó su nivel de vida. Según el Índice de Desarrollo Humano medido por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo en 2017, las provincias de Formosa, Chaco y Santiago del Estero (es decir, el núcleo del Chaco semiárido) ocupan los últimos tres lugares del país, lo cual explica la vigencia de la cacería de subsistencia, otro factor amenazante para yaguaretés, pecaríes labiados o tatús carreta.
Si algo faltaba para enturbiar aún más la situación, el cambio climático aporta su cuota. “Los ciclos de inundaciones y sequías extremas son naturales en el Chaco”, señala Verónica Quiroga, “pero antes su secuencia se medía en décadas y ahora en años. En 2013, la ausencia de precipitaciones llegó a secar el Bermejito, un río de segunda categoría; y en 2017 vivimos una inundación tan grande que el agua llegaba a la cintura en el Impenetrable”.
La Fundación Vida Silvestre Argentina, organización que impulsa la puesta en marcha de acciones urgentes y concretas, presentó recientemente una prospección de lo que puede ocurrir si nada cambia. “De continuar con la tendencia registrada entre los años 2007 y 2014, para el año 2028 se producirá una pérdida adicional de casi cuatro millones de hectáreas de bosques en la región chaqueña, unas 200 veces la superficie de la Ciudad de Buenos Aires”, resume Fernando Miñarro, su director.
El Gran Chaco, pulmón vital para el equilibrio ambiental y bioclimático del continente, camina por la cornisa del desastre. El cine argentino quizás merezca una versión moderna y actualizada de aquel viejo film de 1974, una especie de Quebracho II que ayude a sacudir conciencias para luchar por salvar lo que aún queda en pie del segundo gran bosque americano.
Fuente: Mongabay