En medio del remolino
"Qué podemos hacer. Por lo pronto, y eso es más que urgente, abramos más y más espacios donde pensar juntos, y hablar de lo que nos ocurre. Donde compartir nuestras experiencias, desactivar el miedo, abrazarnos y borrar el desconsuelo. Busquemos hacer entendible el horizonte, las estrategias de aguante, resistencia, estudio y reflexión. Sistematicemos el estudio de los ataques que nos hacen y consideremos, juntos, cómo responderles."
La violencia rompe lo cotidiano en miles de fragmentos confusos. Nada es lo que era porque no hay signos, señales, guiños para leer lo que ocurre. Esa violencia es repentina, nos estalla en pleno rostro, su pulso es silbante cuando no es sordo. La violencia también es ese caos de confusión que se cuela por las puertas, por las pantallas de televisión, por las bocinas de los radios, que atraviesa las ventanas y hunde su puñal en el alma del día, su serpiente silenciosa en el vaho de la noche.
Hay otra forma más de la violencia que tiene otro pulso. Como no es súbito se va instalando en el ánimo y cansa y angustia hasta el agotamiento como un martillo recurrente, cual gota que cae y cae y cae y cae y cae.
Esta violencia no es la naturaleza de las cosas, y mucho menos es el sino inescapable de nuestras relaciones, como han querido verla filósofos, sicólogos y sociólogos por igual.
Estas formas de la violencia nos son impuestas desde el Estado, o por lo menos se alimentan desde ahí porque su mismo ser de horror prohija el pantano innombrable donde quieren que vivamos.
Elisa Ramírez, poeta, editora, traductora, antropóloga, lo dijo así en las redes sociales:
En este país no se pueden sembrar flores sin tocar los restos de un asesinado. En este país no se puede caminar sin escuchar el eco de miles de almas en pena que no encuentran reposo. En este país no se puede estar sin el sobresalto constante del aullido.
Y como la zorra, los culpables agregan la sorna y el cinismo al crimen. Andan sueltos, cerca, furiosos, intocables, atentos. Nos roban el país, el calor, la verdad, las ganas de estar aquí. Quiebran cuanto intentamos hacer, cuanto soñamos lograr.
Lo que entierran son más que cuerpos de asesinados. No tienen perdón —ni necesitan que los perdonemos, los condenemos. No hay consuelo, ni siquiera en saber que los sabemos, los nombramos.
En México el Estado y sus cómplices que son lo mismo tienen el empeño de imponer, establecer, eternizar la violencia para que nos corra el miedo, inmóviles, dóciles, obedientes, prudentes, frágiles y mudos.
A esa estrategia, que ejerce el horror en extremos inimaginables hay que llamarle con todas sus letras: terrorismo de Estado.
Con sus mecanismos, hilos, espacios e instrumentos, el Estado apabulla más y más órdenes de la vida. Por qué emprendió una guerra cotidiana quesque contra la delincuencia que en los hechos fortalece a unos cárteles contra los contrarios, con un aparato legal armado a su servicio.
Por qué mantiene el ejército en las calles, por qué militarizó extensas zonas del país sin que mediara el debido proceso y sin que se cumplieran las condiciones establecidas para poder hacerlo (como el Estado de excepción).
Por qué dejó que creciera y se aposentara una burocracia legal que termina esparciendo y afianzando una espesura legal, una maraña de leyes, reglamentos, normas estatutos, legajos y papeleos que dificulta los procesos, que propicia los equívocos, que hace supurar los enredos, que encona los ánimos y hace pelear a un querellante contra otro. Una espesura legal donde se borran por sistema las huellas de nuestro esfuerzo y donde no queda constancia de nuestro trámite, ni memoria alguna de nuestro alegato.
Por qué cuando apelamos al Estado existe una impermeabilidad que se convierte en mutismo absoluto, en cerrazón que nos deja fuera —con su hierático no— de las puertas de la ley como en la fábula de Kafka.
Por qué cuando responde, de inmediato nos escupe su negativa alegando no ser responsable, argumentando que nuestro asunto no es de su incumbencia, que no es de su competencia si tocamos la puerta equivocada. Que no hay caso alguno que podamos reivindicar —lo que descalifica y deshabilita nuestra identidad, nuestra condición, nuestra posibilidad de acceder a la justicia, nuestro interés, es decir, nuestro ser querellante. Apabulla así a personas y grupos de todos tamaños con un desprecio ensordecedor que hiere más que una quemadura de aceite hirviendo.
Por qué ha desmantelado todas las leyes que protegían nuestros ámbitos comunes: la tierra, el agua, el aire, el lenguaje, las semillas, los saberes de los pueblos y las comunidades, el parto, la educación y nuestros espacios de encuentro.
Por qué, al mismo tiempo, impulsa leyes que obstruyen la consecución de la justicia. Leyes que hacen imposible que alguien, apelando al sistema legal, consiga una justicia que de tan ausente es lo que más extrañamos en nuestro maldito corazón.
El Estado cierra un lado de la figura, nos expulsa del ámbito de lo legal y cuando no nos trivializa, nos criminaliza aumentando el número de conductas calificadas como delitos.
Es el Estado el cínico promotor de la violencia. A fin de cuentas, son la violencia y el horror las monedas de cambio impuestas entre toda la población mexicana.
Qué podemos hacer. Por lo pronto, y eso es más que urgente, abramos más y más espacios donde pensar juntos, y hablar de lo que nos ocurre. Donde compartir nuestras experiencias, desactivar el miedo, abrazarnos y borrar el desconsuelo. Busquemos hacer entendible el horizonte, las estrategias de aguante, resistencia, estudio y reflexión. Sistematicemos el estudio de los ataques que nos hacen y consideremos, juntos, cómo responderles.
Reinauguremos la historia como lugar de encuentro y recuperemos el presente según dijo John Berger.
No estén solos ni solas. No estemos solos. El nosotros es siempre una bendición mutua. El nosotros nos arrulla y nos pacifica lo suficiente para volver a la claridad. No estemos solos.
Ésa es una de nuestras tareas de resistencia más urgentes. Recupera tus cariños, cierra las heridas con tus compañeros, amigos y amantes. Porque el diablo anda suelto parloteando su verbo, y su verbo no tiene relación con sus acciones. Y sus acciones están desconectadas de las consecuencias. Porque el diablo anda suelto, en medio del remolino.
Ramón Vera Herrera
Fuente: Desfinformémonos