El valor de la vida
La meta de un buen Gobierno es darle más valor a la vida; el de un mal gobierno, restarle valor. Podemos permitirnos que el ferrocarril y todos los bienes materiales pierdan algo de su valor, porque eso sólo nos obligaría a vivir con mayor sobriedad y economía, pero ¡supongan que el valor de la propia vida se devaluara! ¿Cómo vamos a bajar nuestras miras respecto del ser humano y la naturaleza, cómo vamos a vivir economizando más en términos de la virtud y todas las nobles cualidades? Henry David Thoreau, La esclavitud en Massachusetts
Aristóteles, que ya intuía el valor y sus implicaciones, insistía en reforzar la idea común del oikos, de la casa, como el lugar o centro de donde se expandía la existencia. Era la infraestructura de la familia ampliada, el ámbito común que nos permitía resolver por medios propios lo que más nos importaba, la subsistencia, el descanso, nuestra propia reproducción. La economía era entonces el cuidado de la propia casa.
Al igual que para Thoreau, lo ético, la meta de un buen gobierno, era darle más valor a la vida y el bienestar de esa casa, ámbito común, que resolvía con labores y saberes propios, la subsistencia.
Hace unos años, Sigmar Groeneveld, Lee Honaicki e Iván Illich, nos propusieron algo parecido al afirmar, en la Declaración del Suelo o de Hebenshausen, que la virtud era remitirnos a las acciones vinculadas con lugares (ámbitos comunes) concretos; acciones que abrevaban de la tradición, asumidas “dentro del alcance de quienes actúan”, “prácticas reconocidas mutuamente como buenas dentro de una cultura local compartida, que enfatiza las memorias de ese lugar”.
Qué cercano ese retrato vivo. Son un cúmulo de comunidades campesinas originarias y mestizas en América Latina y México que reivindican la comunalidad (ese impulso por reconocernos en las demás personas con las que compartimos espacios significativos, de búsqueda común, la intención mutua de cuidados y pertinencia, equilibrios reinaugurados a cada instante).
Con mayor o menor grado de logro en su intento de equilibrio y cuidado, aunque existieran violencia, privaciones, corrupción, conflictos y hasta crisis, así funcionaban también las comunidades campesinas pre-capitalistas casi que en todo el mundo. Comunidades que, como dice Jorge Veraza, ahí iban resolviendo lo que les importaba y tal vez algunas derivaron a sociedades más verticales, pero en términos generales se autorregulaban.
Pero al capitalismo le era crucial romper esa suerte de equilibrio recobrado vez tras vez, de más o menos autorregulación, esa solvencia mínima para comer de lo que cada colectivo mismo producía en las familias y la comunidad que las acuerpaba.
Y la historia no es de risa. No fue un paso natural. Yasha Levine, editor de The eXiled, nos dice: “enfrentados a un campesinado que no estaba como para jugar el papel de esclavos, hubo filósofos, economistas, políticos, moralistas y personajes prominentes de los negocios que comenzaron a promover acciones gubernamentales. A lo largo del tiempo, promulgaron una serie de leyes y medidas diseñadas para empujar a los campesinos hacia un nuevo arreglo, destruyendo sus medios tradicionales de sustento propio”. Levine invoca un libro indispensable para repensar lo que tal vez sea la mayor devastación en la historia de las relaciones humanas (en aras de someternos y hacernos trabajar para otros sin consideraciones): el arrancamiento, la deshabilitación de nuestras más diversas, creativas y vastas capacidades, estrategias, imaginaciones, memorias, sentidos prácticos, recursos al pasado y a lo desconocido, y sobre todo nuestra socialidad tendida hacia las personas con quienes compartimos la vida como para idear lo que sigue.
El libro es The Invention of Capitalism, de un heterodoxo historiador de la economía, Michael Perelman, según nos dice Levine, “exiliado a una universidad de la California rural por su falta de simpatía hacia el libre comercio”.
Sí. Leer a Perelman nos sumerge a los detalles de cómo se empeñó el capitalismo en romper la sustentabilidad de las comunidades campesinas, y así disponer de ellos como masas esclavizadas sin posibilidades de replicar, rebelarse o establecer ningún término en la relación.
Dice Joan Thirsk, citada por Perelman: “Los campos de cultivo y los pastizales comunes mantenían vivo un espíritu cooperativo en la comunidad; los confinamientos hambrearon este espíritu”. Todo lo que resolvían y planeaban en común era su regalo más grande. La resolución de muchos de sus conflictos y problemas, y el remontar muchos obstáculos sólo era posible en comunidad. Al llegar los confinamientos, el aislamiento fue brutal, y la sustentabilidad se desplomó. “Ésta fue una revolución en la vida de la gente, mayor que todos los cambios económicos que siguieron al confinamiento”, afirma Thirsk, y tengamos en cuenta que no se refiere a comunidades campesinas originarias, comunalistas, sino a comunidades británicas, inglesas, escocesas, irlandesas de finales del siglo xvii y xviii.
Perelman nos dice: “El brutal proceso de separar a la gente de los medios para proveerse a sí misma, conocida como la acumulación originaria” [diríamos en términos más actuales: el origen de toda acumulación), “ocasionó penurias enormes para la gente común”. Y esa precarización extrema, ese “desvalor” —explicado en detalle por Iván Illich y Jean Robert—, es exactamente lo que permite imponer una economía de la escasez que perpetra lo que temía con justa razón Henri David Thoreau: aplastar el valor de la vida.
El capitalismo está empeñado en extremar a individuos y colectivos hasta el límite de la esperanza. Lo ocurrido en París se lee como el miedo cerval ante el espejo de las movilizaciones que ocurrirán en unos días más. En ese escenario, y cuando la Asociación Transpacífica se impone en todos los órdenes, recuperar ámbitos de lo común y resolver por medios propios lo más crucial y pertinente para nosotros, es un asunto político impostergable.
Ramón Vera Herrera
Fuente: Desinformémonos