El reverso del zapatismo
Es difícil concebir algo más insensato e irresponsable o de más serias consecuencias que autorizar el cultivo comercial de maíz transgénico. La decisión continúa una tradición irresponsable que busca eliminar la base campesina del país.
Es difícil concebir algo más insensato e irresponsable o de más serias consecuencias que autorizar el cultivo comercial de maíz transgénico.
Antonio Turrent mostró su insensatez en estas páginas (La Jornada, 11/1/13). El transgénico no elevaría la producción donde se propone emplearlo, 3 millones de hectáreas de las mejores tierras cultivadas con maíz en México. La contaminación transgénica destruiría las capacidades productivas en 5 millones de hectáreas, en las que sólo pueden prosperar razas nativas especializadas, creadas en el curso de milenios, de las que dependen millones de familias campesinas y buena parte de la comida mexicana.
La decisión continúa una tradición irresponsable que busca eliminar la base campesina del país. La Constitución de 1917 fue fórmula de compromiso. Las tendencias antiagrarias se hicieron sentir inmediatamente y culminaron en 1928. Poco después de fundar la primera encarnación del PRI, Calles anunció el fin del reparto agrario. Se fijaría un plazo breve para que los pueblos pudieran pedir tierras. Tras ese término, ni una palabra más sobre el particular. Entonces dar garantías a todo el mundo, pequeños y grandes agricultores, para que surja la iniciativa y el crédito público.
Según Calles, el reparto llevaba a los campesinos al desastre, porque les creamos pretensiones y fomentamos su holgazanería. “Si hemos de ser sinceros con nosotros mismos, tenemos la obligación de confesar, los hijos de la Revolución, que el agrarismo, tal como lo hemos entendido y practicado hasta ahora, es un fracaso (…) Hemos venido dando tierras a diestro y siniestro, sin que éstas produzcan nada sino crear a la nación un compromiso pavoroso”. Ese reparto a diestro y siniestro sólo entregó, entre 1917 y 1930, la décima parte de las tierras en poder de las haciendas y a menudo se redujo a reconocer el reparto efectuado por los propios campesinos, principalmente los zapatistas.
El anuncio de Calles no quedó sin respuesta. La Liga Nacional Campesina, que luchaba por los objetivos agrarios de la Revolución e impulsaba un enfrentamiento radical con el latifundismo, encabezó un movimiento para reconstituir las filas campesinas, el cual, en 1934, forzó un viraje de las políticas oficiales al retomar, con Cárdenas, el aliento agrarista y el respaldo a los campesinos. La revolución verde no pudo impedirlo y perduró con altibajos por varias décadas.
Lo que ahora se cocina es aún más grave que la ofensiva neoliberal desatada en 1982. De la Madrid empezó a desmantelar el aparato de apoyo a los campesinos. En 1991 Hank declaró cínicamente que su obligación como secretario de Agricultura era sacar del campo a 10 millones de campesinos. Usabiaga amplió la meta de desalojo a 20 millones apenas tomó posesión como secretario de Agricultura de Fox.
La decisión sería incluso más grave que la contrarreforma constitucional de 1992, porque los campesinos han tenido siempre la opción de conservar sus tierras. Con los transgénicos no habría opción. Nuestro maíz, en toda su riqueza, dejaría de existir; y con él, literalmente, los campesinos y el país. El lema Sin maíz no hay país, acuñado por Marco Díaz León, fue adoptado en 2003 por una campaña nacional que perdura hasta hoy. No es mero acierto formal. Define una historia y dos proyectos políticos enfrentados.
A pesar del empeño de deshacerse de los campesinos, su número es mayor que nunca. A pesar del empeño por destruir la tortilla, para sustituirla con chatarra de trigo, sigue siendo componente central de la dieta mexicana. Declararnos gente de maíz no es solamente una bella metáfora. Aquí inventamos el maíz y el maíz nos inventó. Mientras más sabemos de él mejor logramos conocernos.
Deshacerse ahora de los campesinos no sólo busca como siempre el reino de la agricultura industrial nacional y extranjera. Es ahora condición del despojo que forma parte de la ola mundial de ocupación territorial, para explotaciones salvajes que intentan rescatar al capital de su predicamento actual.
Hace 100 años los zapatistas realizaron directamente el reparto que los gobiernos emanados de la Revolución querían posponer. En 1994 los nuevos zapatistas hicieron posible que el reparto agrario llegara por fin a Chiapas, en una digna respuesta a la contrarreforma de 1992 y a la entrada en vigencia del TLCAN. Con ella se inició la etapa mundial de luchas contra la globalización neoliberal.
Lo que el gobierno intenta hoy no es sólo el reverso de esas tradiciones zapatistas. Sería dispararse al pie, porque la base campesina que quiere eliminar ha sido siempre sustento del PRI. Sería también el camino de la destrucción nacional: usar los cimientos para un techo falso. Y sería la gota que derramara el vaso: la agresión que el pueblo mexicano no podría soportar.
Por moc.liamg@avetseovatsug
Fuente: La Jornada