El hombre de hierro
"En la modernidad –tanto la capitalista como la socialista– el sistema científico tecnológico se vuelve el alma de un progreso cuyo motor es la expansión desbocada de las fuerzas productivas. En el origen estuvo el afán de lucro, sí, pero conforme el capitalismo va encarnando en un autómata urbano-industrial, la productividad pasa de ser un medio para mantener e incrementar las ganancias a ser un fin en sí misma."
¡Queridos hermanos: no olviden nunca, cuando oigan elogiar el progreso de las luces,
que la mejor astucia del diablo consiste en persuadirnos de que no existe!
Charles Baudelaire
Así como el diablo trata de convencernos de su inexistencia, así el orden capitalista busca persuadirnos de que la ciencia y la técnica son asépticas y neutrales. Pero el demonio del gran dinero está también ahí: en la tecnociencia que el mercantilismo absoluto ha desarrollado y de la que se sirve.
Y está sobre todo ahí. No hay perversión mayor que la dictadura del “hombre de hierro” sobre el hombre de carne y sangre. No puede concebirse malignidad más diabólica que la alienación de nuestras potencialidades físicas e intelectuales. Fuerzas vitales que por obra de la codicia vuelta sistema se nos oponen, nos hostigan, nos encadenan.
El hombre siempre ha potenciado mente y cuerpo mediante artefactos toscos o sutiles. Artilugios que en las sociedades antagónicas y jerárquicas que hemos padecido fueron vueltos en su contra. Ya en el pasado la técnica fue empleada para hostigar al hombre, pero eran siempre unos hombres los que la dirigían contra otros.
En el capitalismo las cosas son diferentes. Así como el mercado irrestricto hizo de la economía un autómata que se impone sobre la sociedad, así el productivismo compulsivo volvió autocrático al sistema tecnológico.
“En todo el transcurso de la historia sin excepción –escribe Jacques Ellul– la técnica ha pertenecido a una civilización; ella era un elemento más entre otros, comprendía una variedad de actividades no técnicas. Ahora la técnica ha englobado a la civilización entera”. Y concluye: “la técnica se desarrolla de manera independiente y al margen de todo control humano. En su sueño prometeico, el hombre moderno creía poder domesticar a la naturaleza, pero no logró más que crear un medio artificial aún más apremiante”.
La tecnociencia, quienes la diseñan y los ámbitos donde se desempeñan no son entidades esotéricas sino terrenales: conocimientos, científicos e instituciones que hoy responden a políticas públicas, financiamientos privados, criterios de rentabilidad y también –aunque no siempre se reconozca– a enfoques ideológicos. La tecnociencia lleva la huella de su tiempo: la marca de las relaciones socioeconómicas donde se desarrolla y que le insuflan objetivos, significados y valores.
Pero en la modernidad –tanto la capitalista como la socialista– el sistema científico tecnológico se vuelve el alma de un progreso cuyo motor es la expansión desbocada de las fuerzas productivas. En el origen estuvo el afán de lucro, sí, pero conforme el capitalismo va encarnando en un autómata urbano-industrial, la productividad pasa de ser un medio para mantener e incrementar las ganancias a ser un fin en sí misma. En el capitalismo maduro la ambición de los empresarios individuales ya no es sustantiva sino instrumental y el verdadero sentido de la producción es el incremento de la misma producción.
Para justificar la pobreza de los muchos ya no se alega el legítimo derecho de los pocos a enriquecerse, ahora el argumento es que la expansión de la producción y el crecimiento de la economía exigen sacrificios.
En estas condiciones combatir la desigualdad no basta. El hipotético reparto equitativo del trabajo y de sus productos no sería liberador si no rompemos también otras cadenas: las que nos uncen al autócrata económico que acumula insaciablemente riquezas abstractas y al autómata tecnológico que expande sin medida capacidades productivas ciegas. No habrá real emancipación si no nos deshacemos de la concepción de la historia que nos condena al progreso.
Esta contradicción del capitalismo, que hoy nos tiene al borde del abismo, no se le escapó al más filoso crítico del gran dinero. “En el autómata y en la maquinaria movida por él –escribió Carlos Marx hace siglo y medio– el trabajo pasado se muestra como activo por sí mismo, independientemente del trabajo vivo, subordinándolo y no subordinado a él: el hombre de hierro contra el hombre de carne y hueso. La subsunción de su trabajo al capital se le presenta aquí como un factum tecnológico”.
Pensando en la incipiente gran industria inglesa que prefiguraba la magna máquina de producir y de consumir en que se ha convertido la sociedad planetaria, Marx devela la alienación al mundo tecnológico: “maquinaria global cuyas partes componentes son máquinas. Aquí el ser humano: mero accesorio viviente, apéndice consciente de la maquinaria carente de conciencia pero dotada de una efectividad uniforme…”.
Y cierra el razonamiento reconociendo la importancia de la lucha contra el capital vuelto tecnología, la lucha contra la máquina animada: “Es también con la maquinaria cuando el trabajador combate, por primera vez directamente, la fuerza productiva desarrollada por el capital considerándola un principio antagónico respecto de él mismo como trabajo vivo”.
Los campesinos sobrevivieron a la expropiación violenta de sus mejores tierras, a las labores forzadas imperantes en las economías de plantación, a la inmisericorde explotación asalariada de su trabajo, a la exacción de su excedente económico a través del mercado. Pero estos correosos sobrevivientes están en peligro de sucumbir al gran dinero cuando éste se les presenta travestido en tecnología.
Y es que el seductor discurso de los expertos que Jacques Ellul ha llamado “bluff tecnológico”, es un enemigo silencioso y solapado más difícil de resistir que los ataques frontales. Así, el campesino que de grado o por fuerza trabajaba para el gran dinero, termina no sólo derrengándose en beneficio del capital sino también trabajando como el capital: empleando una tecnología que si en manos del agronegocio es ecocida pero por un tiempo rentable, al ser adoptada por la economía doméstica se muestra técnicamente insostenible, económicamente ruinosa, socialmente disruptiva y culturalmente aberrante.
Un pequeño productor cuyas ancestrales estrategias diversificadas le permiten aprovechar al máximo sus recursos naturales, económicos y laborales al tiempo que le generan ingresos en especie y en dinero, plurales por su naturaleza y virtuosamente distribuidos a lo largo del año. Un agricultor acostumbrado a preservar su entorno natural y restituir la fertilidad del suelo mediante prácticas adecuadas y policultivos. Un labrador idiosincrático que elige sus siembras en función de gustos culturalmente determinados. Un campesino comunero cuyas formas de cooperación y división social del trabajo se basan en la solidaridad y reciprocidad. Un habitante de territorios rústicos identitarios cuya producción material es inseparable de su producción simbólica. Un practicante, en fin, de la más ancestral oiconomía, se ve de pronto uncido a las tecnologías uniformes, especializadas y agresivas hechas a imagen y semejanza de una empresa desalmada y predadora cuyo único afán es el lucro.
Pero también en el ámbito tecnológico los campesinos resisten, dan la batalla. No sólo preservan prácticas productivas añejas, igualmente desarrollan otras nuevas combinando los aportes valiosos de la ciencia occidental con saberes ancestrales.
Otro mundo posible está surgiendo a contrapelo y en los intersticios del capital. Y el componente científico y tecnológico de este utopismo rústico es fundamental, pues el altermundismo auténtico es impensable sin la ciencia y la tecnología otras que ahí se prefiguran.
Fuente: La Jornada del Campo