El sueño de la polinización
Articulo de Revista Biodiversidad, sustento y culturas #120
Concurso de cuentos infantiles Girándula
En este número de Biodiversidad, sustento y culturas, presentamos dos cuentos extraídos de un concurso de cuentos infantiles (hubiéramos querido publicar más) organizado por Girándula, Asociación Ecuatoriana del Libro Infantil y Juvenil, Filial del IBBY (International Board on Books for Young People) en el Ecuador, “el referente más importante que tiene la literatura infantil y juvenil en el país”, una organización formada por escritores, ilustradores, mediadores de lectura, docentes, bibliotecarios, editoriales y librerías.
El corazón de la propuesta fue elaborar cuentos sobre la importancia del rol de los polinizadores para la vida del planeta y de la especie humana. El peligro de extinción al que se hallan expuestos por la tala de bosques, el cambio climático y el uso indiscriminado de insecticidas. Ser un aporte, desde su especificidad literaria, para que los niños, las niñas y los jóvenes conozcan a los animales polinizadores, desarrollen una conciencia de amor y cuidado hacia los insectos, que dejen de temerles y destruirlos. Estar destinados a niños y niñas entre los 8 y los 12 años de edad.
El veredicto se dio a conocer el 18 de marzo de 2024 y fueron 10 cuentos los que se escogieron; aquí incluimos el primer lugar y el tercero. El segundo lugar, lo publicaremos en el número de julio de nuestra revista.
Estos textos se publican con autorización de quienes son autoras o autores de los mismos, y de la asociación Girándula
Sólo una mujer
Liset Lantigua
La señora Dulce llegó a la ciudad un martes de septiembre. La vieron desobedecer a los semáforos, ignorar a los policías, a los oficinistas apurados y a las estudiantes que se abalanzaban para auxiliarla, porque Dulce parecía un pajarito perdido, un ser de otro mundo, una aparición entre Avenida Acqua Central y los alrededores de la universidad.
Iba como guiada por el instinto, sin comprender los olores, pero orientada por esa lógica simple —quizá hasta obvia— de lo urbano.
Seguro le advirtieron: Dé mil pasos en sentido norte, gire hacia el oeste, bordee la quebrada sin agua que separa las dos alas de la ciudad y siga hasta ver el sol a tal altura… ¿Quién podría saberlo? Lo cierto es que Dulce caminaba con la mirada fija en esa nada gris —gris-asfalto, gris-esmog, gris-tempestad—, aunque no fuera a llover, porque ése también era un septiembre de sequía. Lo era desde quién sabe cuándo… y a tal punto que, para compensar, la ciudad se fue llenando de lugares cuyos nombres tenían la palabra «agua» o algo que la evocara: Cafetería El aguacero; Casino El azar lluvioso; Taller de parabrisas Lluviasmil… y nombres tan desatinados como el de la fábrica de alfombras La inundación; el hostal Río vago o el Banco Nacional La sed. Como si el nombre —o más bien su recuerdo— pudiese devolverles lo perdido.
Y es que, en efecto, había ido dejando de llover y nadie quería olvidar que, apenas un siglo antes, el cielo esparcía una suerte de polen llamado llovizna que alimentaba la vida invisible, profunda y repleta de vida del mundo.
Dulce llegó al edificio Torre Lunar cuando el sol estaba a la altura de las antenas. Puso a su lado sus pertenencias envueltas en un mantelito pequeño; suficiente para envolver lo de alguien que había necesitado, para vivir, tan sólo cosas que no se pueden llevar a ninguna parte. Llamó a la puerta y le extendió al portero una nota que decía:
La portadora de la presente es la mujer del bosque. Va a habitar el cuarto de la azotea. Es lo que le daremos por su cabaña. Deberá firmar los papeles de la propiedad.
El señor era un hombre que parecía pedir perdón al mirar, y a ella la miró con pena. Se dijo: Huele a bosque. Luego se detuvo en el pelo de Dulce y vio que lo traía tejido como se tejen naturalmente los brotes más delgados de las plantas trepadoras. Su cabello era un follaje espeso con matices grises y verdosos, un enredo perfectamente acomodado entre su nuca y su espalda, en un enorme moño. También observó la manera que tenía Dulce de mirar como con la nariz, no con los ojos, y pensó que tenía ante sí a una mujer capaz de reconocer el aire de lluvia, el olor a eclipse, a parto, a temporal, a crecida de río… Y tenía razón. Y también reparó en que la ciudad olía a todo y a nada; una mezcla de olores opacos, espesos, capaces de confundir al olfato más entrenado...
En sólo unos instantes, un hombre capaz de mirar como él pudo ver tantas cosas en Dulce, y enseguida le dijo: Bienvenida, señora. Debe firmar aquí. Le acercó unos papeles y guio su mano para que dibujara un garabato. Y luego la acompañó al ascensor. Dulce no dijo ni una palabra. Se encogió en una esquina de la caja rectangular que los elevaría hasta la azotea del edificio de 34 pisos donde empezaría a vivir desde ese martes. La puerta se abrió y aparecieron en una superficie llena de antenas y tanques.
Al menos hay aire libre, al menos verá las nubes, al menos… Dulce no entendía esos al menos que estaban en la cabeza del portero. Respiraba con un esfuerzo enorme pese a la amplitud.
Cuando los hombres ingresaron al bosque con las sierras, la maquinaria y los permisos, ella entendió el valor de la palabra «sólo» y lamentó ser sólo una mujer; sólo una anciana, sólo ella en su cabaña del bosque y no una osa o una loba o una serpiente peligrosísima. Se abrazó a la raíz de un ceibo milenario y desde allí vivió la caída del bosque, el desconcierto y el extravío de sus animales, el dolor de la sabia que brotaba de aquellos muñones. También vino la prensa y entonces la rodearon como a un animalito. De pronto, Dulce fue objeto de debates nacionales e internacionales.
La mujer del bosque
La reina de las ardillas
La señora de las mariposas azules
El espíritu de las lianas y la corriente del río…
Su cabaña de musgo y yerbas medicinales se quedó sin el cobijo de las frondas, dejó de ser bebedero del bosque y hogar de las crisálidas. Y a ella la adormecieron para poder sacarla cuando llegó la maquinaria hasta el ceibo.
De modo que viajó dormida hasta la ciudad y la soltaron allí, con las indicaciones necesarias para que el mundo viera que Dulce no estaría desamparada, que no era un desalojo, que «sólo» reemplazarían su cabaña y su bosque por un apartamento de ciudad, un penthouse exquisito con vista privilegiada. Lo que no decían, porque no lo sabían, es que Dulce quiso empezar a morir dentro de su cabaña y no le fue posible porque estaba alimentada por raíces que alargan la vida.
Una mañana, cuando ya Dulce era sólo la anciana de la cabaña de otro bosque extinto instalada allí, en una habitación pensada para la supervivencia de un roedor, no de una persona, vieron descender una mancha compacta frente a las ventanas de los apartamentos, y al abrirlas y al estirar los cuellos, los vecinos contemplaron los colores, las formas, el brillo y la luz de un enjambre de mariposas y polillas que acababan de nacer en esa fronda agradecida que era la cabellera de Dulce.
No faltó quien propusiera fumigar, pero el portero puso el ascensor en mantenimiento y las vecinas se empezaron a alegrar con unas plantitas diminutas que brotaron en el borde de los aleros del edificio; en el cemento, sí. Y también hubo un verdor repentino en la base de la quebrada, y alguien aseguró haber sentido un rumor de agua.
Con el tiempo, de la azotea de Dulce bajaron enredaderas con flores que llamaban a los colibríes, a las hormigas y a los insectos... Hubo toda clase de protestas y celebraciones por eso, y hasta cayó un aguacero, de pronto, en abril, cuando la gente empezaba a olvidar la palabra «lluvia» pese a los nombres de los lugares; lo cierto es que nadie pudo detener el nacimiento de las mariposas.
Ahora la ciudad sabe que un bosque primero es eso: un aleteo diminuto que esparce polen y vida sobre la vida del mundo. Y Dulce quizá sonría al recordar que una vez lamentó ser sólo una mujer.
Liset Lantigua es bibliotecaria, editora, poeta y narradora cubano-ecuatoriana. Su obra ha recibido reconocimientos como Lista de Honor IBBY 2009 por su novela. Y si viene la guerra (Grupo Editorial Norma, 2006, LuaBooks, 2018), y el Premio Nacional de Novela Darío Guevara Mayorga, de Ecuador, por Contigo en la Luna (Grupo Editorial Norma, 2009) y por Me llamo trece (Alfaguara, 2013).
Florecer
Armín Alfonso Soler
La abuela floreció en el jardín. Cuando ella murió, el abuelo sembró magnolias para recordarla. Sus pétalos, fuertes y delicados, la evocaban.
La misma mañana en que abrió el primer botón, el abuelo enfermó. Matías fue a verlo y apenas le pudo murmurar:
–El jardín.
Matías comprendió el pedido; sabía lo importante que era. Muchas veces había ayudado a recoger hojarasca, trasplantar pos- turas y cortar yemas para hacer injertos. Se sentía preparado.
Podó los setos dándoles formas de animales, delimitó algunas áreas con piedras redondas del río, trasplantó las margaritas, agrupándolas por colores...
Sólo la magnolia no se atrevía a tocar; el arbusto cambiaba sus hojas por pétalos blancos.
El día que sacaron al abuelo en camilla para llevarlo al hospital, pudo ver lo arreglado que estaba el jardín.
–Díganle a mi nieto que me encantan los setos con formas de animales... y que cuide mucho el arbolito de magnolias.
La responsabilidad quería pesar sobre los hombros del niño. Pero se dijo que no tenía nada diferente que hacer de lo que el abuelo le había enseñado.
Una tarde, al volver de la escuela, Matías notó algo tremendo en las plantas favoritas: ¡se habían llenado de escarabajos! Exa- minó con cuidado las flores y comprobó que aún no habían causado daño. Respiró aliviado. Buscó un gran frasco y recolectó uno a uno todos los bichos. Luego los llevó bien lejos, cerca del río, y los soltó entre la hierba.
Pero su tranquilidad no duró. Al cabo de pocos días comenzó a notar que las flores se marchitaban y caían. En vano buscó los efectos de algún otro insecto, orugas o arañas.
Preocupado, fue a consultar al vecino del vivero donde compran posturas y obtuvo este consejo:
–Háblales. Las plantas son seres vivos.
Matías les habló de sus amigos, de sus padres, que llegaban tarde a casa, hasta les confesó su amor secreto por... [es secreto]; pero nada lograba.
Entonces les contó de su abu Magnolia que siempre reía con él. Y de cómo el abue Luis se puso muy triste cuando ella murió y
lloraba escondido, y él se metía debajo de su cama y lloraba también, calladito. Pero las flores seguían cayendo.
«Si el entorno es bello» —decía la abuela–, «las personas son más felices», y Matías pensó que con las plantas pasaría igual. Entonces colgó rehiletes en el jardín, muy graciosos, con forma de ciclistas y abejorros. Puso sonajeros de caracolas que al batir el viento tintineaban suavecito. Instaló bebederos para atraer colibríes... Pero el esfuerzo seguía sin dar frutos.
La tristeza de Matías comenzó a ser notable. La maestra de ciencias lo encontró un mediodía cabizbajo en el patio de la escuela y lo abordó:
–¿Estás así por tu abuelo?
–Me pidió cuidar las magnolias y se están muriendo. Ya lo he intentado todo.
–Tengo un buen libro de botánica. ¿Quieres consultarlo?
Leyeron juntos. La maestra le permitió recostar la cabeza en su hombro mientras pasaba las páginas.
En una ilustración colorida destacaba una colmena.
–¡Eso es! —gritó Matías—. Necesito abejas que lleven el polen de flor en flor: así las plantas revivirán.
El padre le dijo que ya revoloteaban bastantes abejas por el jardín; pero Matías las consideró insuficientes y lo convenció para instalar panales artificiales. Crearon uno inmenso y atrajeron hacia él un enjambre. Aun así, las magnolias no mejoraron.
Desde que las flores comenzaron a caerse, Matías había distanciado sus visitas al abuelo. No le gustaba mentir cuando le pre- guntaba por las flores. Tantos días pasaron que comenzó a extrañarlo mucho. Debía decirle que había fallado en cuidar las magno- lias. Pero es muy difícil reconocer cuando fallamos.
La maestra citó a la madre y le dijo que tenían que hacer algo porque Matías se estaba marchitando de tanta tristeza.
–¡Eso es! —Matías saltó del asiento—. ¡Corre, mamá!, tenemos que ir al hospital.
Las dos mujeres se miraron.
A pesar de que no era día de visitas, la enfermera logró hacerlos pasar.
–Abue, tengo que contarte algo —comenzó el niño—: las magnolias se están marchitando porque te extrañan.
–¿Cómo marchitando? —susurró el anciano.
–Sí, porque te extrañan mucho, como yo. Pero si regresas se van a mejorar. Luis sonrió:
–¡Qué malcriadas esas magnolias! Y a ver, cuéntame qué has hecho para salvarlas.
Matías le habló de la ayuda del señor del vivero y de la maestra y de la instalación del panal... Le contó de los rehiletes y sona-
jeros, de las conversaciones y de la plaga de escarabajos...
–¡Un momento, jovencito! —lo interrumpió el abuelo—. ¿Cómo que plaga?
–Sí, abue. Un día atacó una plaga de escarabajos verdes y tuve que sacárselos uno por uno y llevarlos lejos.
–¡Ése es el problema!
–No, abue, no. Me los llevé bien lejos y te prometo que no han vuelto a molestar.
–Los escarabajos —explicó Luis entre pausas— polinizan a las magnolias.
–¿No son las abejas?
–Las magnolias son flores muy antiguas, anteriores a las abejas. En aquellos tiempos de la naturaleza los escarabajos eran los
mejores polinizadores. Y hasta nuestros días siguen siendo aliados de las magnolias.
Matías pensó durante pocos segundos, en silencio... y comenzó a llorar.
–Pero ¿por qué lloras?
–¡Porque fui yo quien dañó a las flores cuando me llevé los escarabajos!
–No tenías cómo saberlo. Ya ves que no lo supo el dueño del vivero y no estaba tampoco en el libro de botánica. Hiciste lo que creíste mejor. Lo del panal fue una excelente idea, no sé cómo no se me había ocurrido. Hay que ayudar a las abejas porque poli- nizan a casi todas las flores.
–Menos a las magnolias.
–Así es.
–Abue, ¡yo sé dónde hay escarabajos! —saltó Matías—. Todavía puedo salvar las flores.
–Me hace feliz ver cuánto has aprendido sobre las plantas. Ya sé que me puedo ir y el jardín quedará en buenas manos.
–No digas esas cosas, abue.
–Así es la vida, mi niño. Pronto no voy a estar, y espero que la tristeza no te marchite. Matías se enjugó la cara con la manga de la camisa.
–¿Y qué flor te gustaría que te sembrara?
–No lo he pensado aún. ¡Buganvilias!
Matías lo abrazó dulcemente. Sabía que el abuelo había elegido una planta con la cual se pueden moldear muchos setos de animales.
Armín Alfonso Soler es escritor y mediador de lectura cubano-ecuatoriano, máster en Escritura Creativa, con diplomados en Literatura Infantil y Juvenil. Ha publicado en Cuba, Ecuador, Colombia, Estados Unidos y España. Escribe y conduce dos programas
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