El abecé de los transgénicos. La comida terminator, por Carmelo Ruiz Marrero
La mayoría del público consumidor es felizmente ignorante de que ha consumido productos genéticamente modificados durante al menos ocho años, y que alrededor de 70% de los alimentos procesados que vienen de Estados Unidos contienen trazas de éstos. Sin embargo, la oposición a los alimentos genéticamente modificados, también conocidos como GM o transgénicos, está convirtiéndose en un movimiento mundial
¿A qué se debe el alboroto? Echemos un vistazo a la ciencia y la política de estos productos
La ciencia
La ingeniería genética, proceso mediante el cual se crean organismos transgénicos, se basa en las siguientes premisas científicas:
–Las criaturas vivientes transmiten sus rasgos a sus descendientes a través de genes.
–Cada gen codifica un rasgo particular: el color de los ojos, enfermedades hereditarias o la producción de una hormona.
La ingeniería genética es el proceso en el que los genes son transferidos de una especie a otra, algo imposible en el proceso natural de reproducción sexual. Se habla de transferir genes de peces a plantas, de animales a bacterias o de humanos a cualquier especie no humana.
Los biotecnólogos esperan poder transferir a los cultivos alimentarios rasgos deseables, como resistencia a plagas o valor nutricional incrementado. La biotecnología promete una variedad de productos noveles, como frutas que combaten las caries, céspedes de lento crecimiento o arroz enriquecido con vitamina A para alimentar a los hambrientos del mundo.
¿Son seguros estos productos? Depende de quién responda. El gobierno estadunidense y las compañías de biotecnología aseguran que los productos transgénicos no representan riesgos para la salud pública ni el ambiente, pero la comunidad científica no está cerca de llegar a un consenso.
En 2003, el Panel Científico Independiente (ISP, por sus siglas en inglés), un grupo de 24 expertos de varios países, publicó un informe sobre alimentos GM en el que advierten que estos productos no son seguros y que sus peligros son inherentes al proceso mismo de la ingeniería genética. Según el ISP, manejar genes puede causar la creación accidental de supervirus, secuencias transgénicas que pueden inducir cáncer o acelerar el desarrollo de bacterias resistentes a antibióticos.
Más preocupante aún, denunció también un patrón sistemático de supresión y tergiversación de datos científicos adversos a los intereses de la industria biotecnológica.
Los hallazgos del ISP fueron criticados por AgBioWorld, una página de Internet favorable a la biotecnología, la cual refutó punto por punto las conclusiones: “Hasta la fecha no hay un solo caso confirmado de enfermedad animal o humana asociado con un cultivo transgénico ni tampoco se ha atribuido un solo impacto ambiental negativo de manera creíble a las variedades mejoradas mediante biotecnología.”
AgBioWorld fue creada por Greg Conko, del Competitive Enterprise Institute, un grupo sin fines de lucro, pero alineado a la empresa privada, y por C. S. Prakash, un defensor furibundo de la biotecnología e incansable adversario de todos quienes critican esta tecnología.
Prakash es el moderador de AgBioView, un foro cibernético en el que los ambientalistas y críticos de la biotecnología son rutinariamente comparados con Hitler y con los terroristas de Al Qaeda.
La política
El ISP no se encuentra solo en sus objeciones a los alimentos transgénicos. La Unión Europea mantiene una moratoria de facto contra los productos GM y enfrenta la furia de la administración Bush, la cual ha llevado el asunto a la Organización Mundial de Comercio. Japón y Corea del Sur, importantes mercados de exportación para productos agrícolas estadunidenses, tampoco tienen mucho entusiasmo por comer transgénicos.
El panorama en los países en desarrollo no luce mejor para las compañías de biotecnología. En Brasil hay gran oposición popular a la legalización del cultivo de soya genéticamente modificado; en India y Filipinas, los campesinos han quemado campos enteros de estos cultivos, y en los países africanos al sur del Sahara se han negado a aceptar ayuda alimentaria de Estados Unidos que contenga ingredientes GM.
Además, las protestas contra los productos transgénicos forman una parte cada vez más importante del movimiento altermundista.
La oposición está creciendo en Estados Unidos también. Por lo menos 80 condados estadunidenses han aprobado resoluciones que exigen el etiquetado de alimentos GM o que se manifiestan en contra de estos cultivos, incluyendo Denver, Boston, San Francisco y Austin. El pasado mes de marzo, el electorado del condado de Mendocino, en California, aprobó en referéndum una medida contra los transgénicos.
En una encuesta de la fundación Pew Charitable Trusts, en 2001, 65% de los estadunidenses expresaron preocupación sobre la seguridad de los alimentos GM. Otros estudios de opinión han mostrado de manera consistente que la mayoría de los estadunidenses quieren que los productos genéticamente alterados sean etiquetados como tales.
En 1999 la revista Time reportó que 58% de los estadunidenses no comerían alimentos GM si tuvieran esa opción. Pero las mismas encuestas demuestran que la mayoría de los consumidores de ese país no saben que ya están comiendo transgénicos, pues consideran que tales productos son un asunto futurista. Los resultados de estas encuestas son consistentes con otras similares realizadas en otras partes del mundo.
¿Cómo es que ni los consumidores estadunidenses ni los importadores de productos agrícolas de Estados Unidos fueron informados de que estaban comiendo alimentos biotecnológicos? Porque la ley estadunidense no requiere que los productos transgénicos sean etiquetados. ¿Y la prensa? Bien, gracias. Cuando los alimentos y productos transgénicos agrícolas fueron introducidos al mercado en 1996, la prensa comercial no dijo nada. El gobierno de Estados Unidos no realizó declaración alguna sobre su impacto ambiental ni celebró audiencias públicas para recoger el sentir de la ciudadanía.
“Que la mayoría de la gente no pueda entender la ciencia detrás de los alimentos genéticamente alterados es un hecho dado”, dice Marion Nestle, profesora de nutrición de la Universidad de Nueva York, en su reciente libro Safe Food: Bacteria, Biotechnology and Bioterrorism, “pero cualquier persona, versada en ciencia o no, puede percibir si los procesos políticos democráticos están funcionando cuando se toman decisiones sobre estos alimentos”.
Nestle argumenta que la seguridad de los alimentos es un asunto tan político como científico, y que, por tanto, los problemas de seguridad alimentaria requieren de soluciones políticas. Siguiendo esa misma línea, los defensores de los derechos del consumidor sostienen que el etiquetado de productos GM les daría la última palabra a los consumidores y no a la industria.
El caso starlink
En septiembre de 2000, Genetically Engineered Food Alert, una coalición de grupos ambientalistas y de defensa del consumidor, anunció un descubrimiento: las tortillas de marca Taco Bell que se vendían en los supermercados Safeway contenían trazas de starlink, una variedad de maíz GM que la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) había considerado no apta para consumo humano.
Si estaba contraindicado para humanos, ¿por qué fue sembrado? Porque el creador del maíz starlink, la empresa europea Aventis, aseguró a las autoridades que se usaría únicamente para alimentar animales. Pero cualquier granjero pudo haber dicho que segregar el starlink –o cualquier otro tipo de maíz– del resto de la cosecha nacional era prácticamente imposible.
En palabras de Marion Nestle, “la pregunta de cómo se metió el starlink en la cadena alimentaria humana no es la pregunta que se debe hacer. La verdadera pregunta es cómo hubiera sido posible mantenerlo afuera”.
Trazas del starlink aparecieron más tarde en cientos de productos de supermercado, causando el primer retiro de un producto GM en la historia. Los oponentes de la biotecnología están seguros de que no será el último. A pesar del retiro, este maíz sigue registrándose en las exportaciones de Estados Unidos, y en 2001 Aventis admitió que el starlink había comprometido la pureza de 430 millones de bushels de maíz (Un bushel es una medida de volumen que no tiene traducción ni referente en español. Equivale a 1.2 pies cúbicos.)
Unas 40 personas presentaron reacciones alérgicas al maíz que, dicen, estaba contaminado con starlink. Pero la industria, la FDA y los centros para el control de enfermedades declararon que no había evidencia para asociar el starlink con esos casos de alergia.
Para los críticos de la biotecnología, sin embargo, la alergenicidad del starlink no es el punto principal. Ellos quieren saber por qué apareció donde no debería estar. Y si eso era prácticamente inevitable, ¿entonces por qué se sembró? Y, ¿por qué averiguamos a través de grupos activistas y no de las agencias reguladoras, que han sido encargadas por la ciudadanía a monitorear, lo que está en los anaqueles de los supermercados?
Inmigrantes ilegales de EU a México
En 2001 el maíz GM apareció también en un lugar donde no se suponía que estuviera: México. En ese año, Ignacio Chapela y David Quist, investigadores de la Universidad de California, reportaron en la revista Nature que habían encontrado maíz GM en Oaxaca. ¿Cómo llegó allá si el gobierno mexicano prohibió la siembra de transgénicos en 1998? Todas las hipótesis apuntan a la misma conclusión: no existe una verja lo suficientemente alta para mantener afuera las semillas y el polen transgénicos.
“Se trata de contaminación en el centro mismo de origen de un cultivo de importancia mayúscula en la alimentación mundial; la contaminación se puede extender no sólo a los maíces nativos y criollos, sino a sus parientes silvestres”, declaró Silvia Ribeiro, del Grupo ETC. Este flujo genético “es contaminante y degrada uno de los mayores tesoros de México”, sostuvo.
Los defensores de la biotecnología han tratado de minimizar la importancia de este desarrollo, declarando que no se trata de contaminación, que no perjudicará al maíz mexicano, y hasta han argumentado que es una aportación positiva al patrimonio genético del grano. Sin embargo, los críticos responden que tales declaraciones y argumentos son completamente insensibles.
“¿Podría la industria realmente estar diciendo que los ciudadanos no tienen derecho a decirle ‘no’ a una tecnología que ofende sus puntos de vista sobre la vida y los alimentos y, además, levanta preocupaciones sobre la calidad de vida, salud y ambiente?”
Los casos del starlink y de México son particularmente preocupantes a partir de los planes que tiene la industria de biotecnología de introducir lo que llama “pharm crops” o “biofarmacéuticos”. Estos cultivos, que incluyen maíz, soya, arroz y tabaco, producirán fármacos y químicos industriales en sus tejidos, como hormonas de crecimiento, agentes coaguladores, vacunas para humanos y para animales de granja, anticuerpos humanos, encimas industriales, anticonceptivos y hasta drogas para inducir el aborto.
¿Qué pasará si estos cultivos entran accidentalmente a la cadena alimentaria humana, como el starlink? ¿Y si el polen o las semillas de maíz biofarmacéutico acaban contaminando los centros de diversidad biológica del mundo? El Instituto Edmonds, de Estados Unidos, advierte que “las consecuencias serían aún más difíciles de detectar y medir que las asociadas a las variedades de cultivos GM que son más familiares, y podrían escalar al punto en que los problemas ahora familiares podrían comenzar a quedarse pequeños por comparación”.
La semilla terminator
Las empresas de biotecnología aseguran que podemos descansar tranquilos, pues han encontrado la manera idónea para poner fin a la contaminación genética: una tecnología para hacer que las semillas generen plantas estériles.
Pero tales semillas, conocidas por los detractores de la biotecnología como semillas suicidas o terminator, forzarán a los agricultores a comprarlas todos los años. Desde el comienzo de la historia, los agricultores han guardado e intercambiado semillas, una práctica vital para mil 400 millones de agricultores de subsistencia el Tercer Mundo. Con la industria semillera consolidándose rápidamente y bajo el control de los gigantes corporativos, como Monsanto y Dupont, los agricultores se verían sin más opción que aceptar semillas terminator.
Activistas de todo el mundo han expresado su repudio a esta tecnología. “Se trata de una tecnología inmoral, que roba a las comunidades su derecho milenario a guardar semillas y su papel de mejoradores de plantas”, dice Camila Montecinos, del Centro para Educación y Tecnología de Chile. “No existe ninguna ventaja agronómica para el campesino. El único objetivo es facilitar el control monopólico y el único beneficiado es la agroindustria. Esta es la bomba de neutrón de la agricultura”, agrega.
Aparte de las objeciones políticas y éticas, ¿qué pasará con los pájaros, insectos, hongos y bacterias que las consuman? ¿Quién podrá asegurar que tendrán las mismas propiedades nutritivas que las semillas normales? ¿Serán aptas para el consumo humano? La bióloga Martha Crouch, de la Universidad de Indiana, advierte que esta tecnología puede tener efectos ambientales desastrosos. “Estoy segura de que habrá otros problemas que nadie puede prever o imaginarse. A mi juicio, los problemas biológicos potenciales que presenta la tecnología terminator son pequeños en comparación con sus ramificaciones económicas, sociales y políticas”, dice en un informe.
Con las semillas terminator vienen también las llamadas “semillas traidoras”, que permiten la activación o desactivación de rasgos genéticos. Esta técnica hace concebible que se vendan semillas para producir plantas que morirán a menos de que reciban dosis de algún antídoto, que podría ir convenientemente mezclado con algún agrotóxico producido por la misma compañía.
En su libro El siglo ETC, el canadiense Pat Mooney advierte que “en un mundo en el que un puñado de empresas trasnacionales domina la biotecnología agrícola, en el que el terminator es la tecnología de plataforma sobre la cual se emprenden todos los experimentos de mejoramiento biotecnológico, no es difícil creer que las empresas o los gobiernos usen la tecnología para imponer su voluntad”.
Carmelo Ruiz Marrero es periodista puertorriqueño, catedrático del Instituto de Ecología Social y becario del Programa de Liderato Ambiental y la Sociedad de Periodistas Ambientales.
La Jornada, Suplemento Masiosare, México