Colombia: la guerra es un programa de desarrollo
Buscando soluciones a la crisis alimentaria que tiene maltrecho al mundo entero, a fines de agosto, en Manizales y en Bogotá, se reunieron unos mil representantes o comuneros de los principales pueblos indígenas y afrodescendientes de Colombia que, por los avatares de la guerra que tiene tomado al país por el pescuezo, no se habían podido juntar por lo menos en diez años.
Pueblos tan portentosos como los wambianos y los nasa del Cauca, los emberá (binacionales con Panamá), los zenúes de Antioquia, los awá de Nariño, pero también los kankuamos, arhuacos, paeces y otros pueblos que siguen “empeñados en tener esperanza en el futuro”, como decía un participante zenú, pese a que la guerra en Colombia pretende implantarse (por decreto y negocio) como único lenguaje —uno acartonado, corrupto, mala madre, ambiguo, vociferante, institucional, con su gramática del horror, sus reiteraciones, sus palabras vacías y sus insultos a la dignidad más sagrada de gente.
Ya en un informe de acnur de 2003 (Pueblos indígenas de Colombia, derechos, políticas, desafíos), se reconocía la precariedad de la existencia cotidiana de la gente y que cerca de “75 por ciento del país se encuentra bajo algún tipo de conflicto armado”. Los pueblos sufren bombardeos, ametrallamientos, fumigaciones con glifosato, emboscadas, desapariciones, asesinatos y violaciones, incendios en casas, bodegas y cultivos, asaltos a mano armada, robo de cosechas, estados de sitio, desplazamiento. Los campos están plagados de minas antipersonales (acnur calcula que en 2002 había “al menos 100 mil minas quiebrapatas”). La gente tiene que fluir en un extraño entrevero: el gobierno con su ejército, el narco latifundismo y sus sicarios, los paramilitares, la guerrilla. Vivir presa del fuego y el encono cruzado de todos estos grupos de poder para los que no hay miramientos, para los que los pueblos y sus comunidades (llamadas allá veredas) son mera carne de cañón, ganado de donde predar combatientes, mano de obra esclavizada, gente a la cual robarle su tierra y sus recursos. La guerra aquí es metodología de los programas de desarrollo.
Según datos de Mauricio García, de la agencia Swissaid, 2 por ciento posee el 70 por ciento de la tierra. Hay más de 3 millones de desplazados. Para García: “El pueblo colombiano es obligado al destierro por la minería, las refinerías, las agroindustrias, la siembra y tráfico de ilícitos, y por la guerra”.
Ahora el esquema más común de desplazamiento es la promoción a mansalva de la palma africana para agrocombustibles (cínicamente llamada palma sustentable): echar a grupos de paramilitares a expulsar a sangre y fuego a los pobladores de un territorio. Siempre al servicio de las agroindustrias y del gobierno, los paramilitares lo convierten en monocultivo de palma y se asumen como agricultores “legalizados” de “carburante” de palma. El esquema implica tener entonces un campo armado, con combatientes al servicio de las transnacionales.
“Además volvieron delito el intento de recuperar sus tierras, sembrar las propias semillas. Con el Estatuto Rural intentan legalizar las tierras mal habidas por los señores de la guerra”, dice García.
“El Estatuto de Desarrollo Rural, derivado de la Ley 1152, es el fin de nuestras comunidades. Es el acabe. Este paísito se hizo un país de leyes que no defienden los derechos”, dice un representante emberá de Lizaralda. “Antes éramos libres. Éramos nómadas. Viajábamos de ida y vuelta a lo que hoy es Panamá. Íbamos sembrando una línea aquí, otra por allá, para no abrir de plano la montaña, y en otros terrenos sembrábamos otros cultivos. Y cuando regresábamos ahí estaban nuestras plantas. Sembrar nuestra comida, a eso le llamamos autonomía alimentaria. Al gobierno le conviene darnos programitas que se disfrazan de acción social pero casi todo ese dinero se va para la guerra. No les conviene que seamos autosuficientes. Siempre nos piden hacer un ‘proyecto’, pero a la hora de la hora lo cambian, lo vienen ligando o sustentando a esos nuevos proyectos de agrocombustibles”.
Con todo en contra, los pueblos indígenas de Colombia van por la autonomía en los hechos, el “derecho mayor” o propio y sienten que es indigno comprar comida cuando ellos mismos la pueden cultivar (como un acto de creación inigualable). Un representante zenú lo puso así: “En nuestro pueblo intentamos fortalecer la ley de origen, nuestras autoridades. Defender nuestro territorio es entrar en resistencia, es defender nuestro propio gobierno. Tenemos ese reto. Queremos que el país y el mundo conozca nuestras propuestas. Quitarnos el territorio es dejar de lado la historia. Pero hoy cuando recuperamos historia y semillas, nos hacen una reforma agraria con la que nos quieren acabar. Ahora nos ponen delito penal por intercambiar, transportar o comercializar nuestras semillas nativas. Las empresas se apropian de los canales veredales porque se quieren quedar con toda el agua. Carrefour se está apoderando de todos los mercados intermedios. El gobierno habla mucho de las personalidades que ha secuestrado la guerrilla. Pero no dice nada de que a los pueblos el gobierno nos tienen secuestrados, nos tienen secuestrado el territorio, nos tienen secuestradas las semillas”.
Y la criminalización de todos los opositores es real. Ahora los perros se tienden contra Héctor Mondragón, un luchador social con años de trabajo pacífico y abierto al que le inventan tener vínculos con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y que, para sorpresa del régimen, ha recibido un masivo e interminable respaldo internacional de organizaciones civiles pacíficas, fundaciones, ong, círculos académicos y medios impresos y electrónicos porque su trayectoria es intachable. En su carta de defensa, Mondragón le dice a los colombianos y al mundo: “No se trata de un cambio de gobierno para que la corrupción de la derecha sea reemplazada por otra. No se trata de un cambio de roscas, para que nuestros amigos gobiernen en vez de nuestros enemigos, demostrando ‘gobernabilidad’, pero sin tomar medidas esenciales a favor del 80 por ciento más pobre. Colombia necesita cambios de fondo, en primer lugar en cuanto se refiere a la tierra y a las relaciones con las transnacionales. Y el único camino para lograrlos es desplegar la más amplia resistencia civil, la construcción de alternativas desde la base y la movilización civil masiva y decidida.
Fuente: La Jornada