Catamarca: tierra en pocas manos, 600 mil hectáreas menos en producción y la agroecología que crece
Solo el doce por ciento del territorio provincial se destina al agro y, en la última década, 600 mil hectáreas dejaron de cultivarse. Entre la megaminería, el avance inmobiliario y el agronegocio, con la soja como punta de lanza, también existen experiencias agroecológicas, orgánicas y biodinámicas que muestran que otra forma de producción es posible y rentable.
En sus 102.602 kilómetros cuadrados, la provincia de Catamarca alberga múltiples climas y paisajes, desde la agreste puna y territorios de montaña en el oeste, valles, quebradas y bolsones en el centro, hasta el llano y piedemonte en la región oriental. Diversos como sus suelos, temperaturas y disponibilidad de agua son, obviamente, los cultivos que allí se producen.
Según el último Censo Nacional Agropecuario, realizado en 2018 y publicado en detalle en 2021, Catamarca es la tercera provincia con menor superficie porcentual dedicada a la producción agropecuaria. Se destinan para esta actividad 1.178.338 hectáreas, poco menos del 12 por ciento del territorio provincial. Apenas una década atrás, en 2008, el censo había arrojado que las explotaciones agropecuarias ocupaban una superficie notablemente mayor: 1.801.011 hectáreas. Es decir, el agro perdió más de 600 mil hectáreas en solo diez años.
Según explica Ornella Castro, ingeniera agrónoma, docente e investigadora de la Universidad Nacional de Catamarca e integrante del equipo de Ecología Política del Sur, este descenso de superficie destinada a la actividad agropecuaria “se debe en parte al cambio de uso de suelo producto del crecimiento urbano, que genera múltiples efectos a nivel territorial y social, provocando el desplazamiento de las actividades agropecuarias y perturbando la posibilidad de producción de alimentos, ya que ocupan suelos de alto valor productivo ubicado en las áreas de proximidad de las ciudades”.
En términos económicos, la producción agropecuaria representa alrededor del seis por ciento de la composición del Producto Bruto Geográfico (PBG) provincial, muy por debajo del 30 por ciento que aporta la explotación de minas y canteras. Sin embargo, los números se revierten cuando se leen otros parámetros importantes: en 2018 l a actividad agrícola ganadera generó el 10,6 por ciento de puestos de trabajo formal en el sector privado, mientras que la actividad minera registró, en el mismo período, sólo el 1,6 por ciento.
Si a esto se suma que la industria manufacturera “aporta el 16,3 por ciento (al PBI provincial), e involucra más del 20 por ciento del empleo privado formal” —apunta Castro—y que en este rubro “tiene relevancia la elaboración de productos alimenticios y bebidas, particularmente la vinculada a la cadena olivícola (con la elaboración de aceitunas de mesa y extracción de aceite de oliva) y la producción de vinos y mostos”, los números terminan por mostrar la importancia de la producción agrícola ganadera en una provincia que suele postularse, desde ciertos discursos políticos, como netamente minera.
Posesión de la tierra en Catamarca
Aunque disminuye la superficie dedicada a la actividad, aumenta la cantidad de explotaciones agropecuarias (unidades organizadas con superficies no menores a los 500 metros cuadrados, que producen bienes agrícolas, pecuarios o forestales destinados al mercado), que pasaron de 9012 en 2008 a 10.112 en 2018, según los censos agropecuarios.
Al mismo tiempo, se observa una tendencia a la concentración de la tierra: son cada vez menos las manos (ya sea personas físicas o empresas) en extensiones cada vez mayores. El 79 por ciento (poco más de 928 mil hectáreas) de la superficie total dedicada a esta actividad económica se distribuye en 166 unidades productivas de más de 1000 hectáreas. El porcentaje restante se distribuye en 342 unidades de entre 200 y 1000 hectáreas (14 por ciento, unas 167 mil hectáreas) y en 7310 explotaciones de menos de 200 hectáreas (sólo el 7 por ciento de la superficie total, que equivale a 82.833 hectáreas). De este último grupo, el 72 por ciento de las unidades productivas tiene menos de cinco hectáreas.
El avance de la soja
La soja es el cultivo predominante en Catamarca: ocupa el 100 por ciento de la superficie destinada a la producción de oleaginosas: 46.592,6 hectáreas. Le siguen el trigo y el maíz, con superficies de 35.715,8 y 21.324,9 hectáreas, respectivamente. Para la investigadora Ornella Castro, estos datos permiten apreciar “una reconfiguración del perfil productivo, dado que dentro de la disminución de la superficie implantada en casi la totalidad de los rubros que la integran, se destaca un incremento diferencial en un rubro en particular”.
Se refiere al grupo de los cultivos anuales que, en el periodo intercensal 2008-2018, registra un incremento del 30, 32 y 73 por ciento, para la soja, el trigo y el maíz, respectivamente.
Esta reconfiguración productiva está relacionada, por un lado, con “condiciones ambientales y climáticas favorables para la producción en secano de cultivos extensivos” y, por el otro, “con precios elevados a nivel internacional de estos productos, y a la expansión de la frontera agropecuaria”, explica Castro.
Esta expansión territorial, a su vez, se da por varios factores: “La disponibilidad de tierras aptas, en zonas extra pampeanas, que se podían adquirir a precios menores, otra fracción de superficies agrícolas que estuvieron sometidas a modificaciones en su perfil productivo y una fracción que provino de desmontes de áreas naturales”.
Con respecto a esto último, según datos oficiales, en Catamarca se perdieron casi 40.000 hectáreas de flora nativa, desde la sanción de la Ley de Bosques (en 2007). Justamente, la zona con más desmonte se localiza en la región este, donde predomina el cultivo de soja, trigo y maíz.
Asimismo, el nuevo perfil productivo trajo aparejadas “nuevas formas de organización y la aparición de nuevos actores”, afirma Castro y especifica que “en la mayoría de los casos, los nuevos propietarios de la superficie con cultivos de maíz, soja o trigo son foráneos” y no “tienen su actividad principal vinculada al agro”. Así, el capital —que proviene de otras actividades— se invierte a través de empresas que llevan adelante el proceso productivo y luego reparten las ganancias. Además, producen bajo la forma de arrendamiento, por lo tanto, si el terreno se agota, se alquila otro. Esta modalidad tiene su costo para la tierra porque, explica Castro, se focaliza en “obtener el mayor rédito económico y no se considera el valor ambiental de los recursos naturales”.
En contraste con al avance de estos cultivos, otros rubros evidencian un retroceso. Es notable la disminución del cultivo de frutales, principalmente citrus, pistacho y olivo, situación que se explica por la finalización de los beneficios otorgados a empresas agropecuarias que ingresaron al régimen de promoción fiscal, que en el periodo intercensal 1998-2002 tuvo su máximo auge y fue el principal factor de transformación en la configuración agraria provincial.
Este régimen, afirma la investigadora, potenció el proceso de capitalización reinante a nivel global, donde se instauró una agricultura altamente dependiente de insumos externos, mercantilista, regida por la productividad y rentabilidad, y donde primaban los sistemas de monocultivo.
También hubo un descenso marcado del cultivo de forrajeras perennes, como la alfalfa, que en la última década perdió un 87 por ciento de la superficie de cultivo. Este dato cobra mayor relevancia si se considera que, entre 1988 y 2002, la producción de forrajeras perennes había evidenciado “un crecimiento superior al 1000 por ciento”, según apunta Horacio Machado Aráoz, investigador y también integrante del equipo Ecología Política del Sur.
Familia y agroecología
Frente a un modelo de producción que postula la ganancia económica por sobre cualquier otro aspecto, que provoca “el desplazamiento de polos de siembra a áreas no tradicionales”, fomenta el monocultivo, agota los suelos y ocasiona “la desaparición o marginalidad de productores familiares que no ingresaron al círculo de capitalización”, enumera Castro, se postula otro modelo posible: el de la agroecología, una disciplina científica que aplica conocimientos de diversas áreas con una óptica holística y sistémica, y con un fuerte componente ético. Según el último censo, en la provincia existen 155 explotaciones agropecuarias practican la agroecología; 180 de agricultura orgánica y 58 de biodinámica.
Las explotaciones de tipo familiar parecen ser los espacios más receptivos para producciones más sustentables. Su importancia en un modelo de desarrollo agropecuario es vital, ya que las familias agricultoras suelen producir alimento, en calidad y diversidad, frenan el desarraigo y contribuyen a la preservación de las identidades locales. En esta línea trabajan, desde hace años, Melina Zocchi y Juan Guerrero, técnica y técnico de terreno de la Secretaría de Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (Safci), delegación Andalgalá.
“La agricultura familiar es cultural —explica Zocchi— son familias que vienen viviendo y produciendo en esos mismos lugares, generación tras generación”. Las prácticas culturales se replican así, desde el trabajo con la tierra hasta la elaboración de comestibles y artesanías. “Y todo eso hace a la identidad”, resaltan.
Al principio, según narran, algunos funcionarios políticos hacían campaña otorgándoles a las y los productores insumos agroquímicos de banda roja (la más nociva en la escala). “Eso mataba todo, incluyendo enemigos naturales y generando desequilibrios, con la irresponsabilidad que, además, significa darles ese tipo de cosas, porque la gente vive en los lugares donde produce”, señalan. Sin embargo, el trabajo constante, que incluye un cuidado integral del proceso, el monitoreo de plagas, el preparado de productos agroecológicos o, en su defecto, el uso de productos lo menos tóxicos posibles, y la reserva de semillas nativas y criollas, está dando sus frutos.
Zocchi destaca que los cuatro millones de kilos de membrillos que salieron el año pasado desde Andalgalá fueron el resultado de un manejo agroecológico. Pensar el agro desde esta mirada no sólo es sustentable, sino también rentable, sostienen, porque la producción crece y, a la vez, aumenta la calidad. “Cada vez es más valorado lo sano y esto permite pelear un mejor precio para el productor”, afirma.
Experimentar la agroecología en Catamarca
La búsqueda de modos de producir alimentos sanos y sustentables, respetuosos de la naturaleza, llevó al emprendimiento productivo Moliendas del Ambato, situado en el valle central, y a la Asociación Campesinos del Abaucán (Acampa), de Tinogasta, en el oeste provincial, a encontrarse con la agroecología. El conocimiento de esta perspectiva productiva es aún más profunda, porque conlleva modos de habitar y cuidar el territorio, preservando prácticas culturales, según coinciden Nancy Alcaraz (de Moliendas del Ambato) y Manuel Aguirre (productor, integrante de Acampa y técnico de la organización Be.Pe.).
Moliendas del Ambato produce harinas y tostados para infusión a partir de frutos nativos (como chañar, tusca y algarroba) y granos de producción local y agroecológica. Sus productos abastecen a las familias emprendedoras, pero también se comercializan a nivel provincial y nacional, a través de redes de consumidores y de “comercios justos”, explica Alcaraz.
Hace ocho años este emprendimiento era poco más que una idea, nacida de la necesidad de comer saludable y una ironía: estaban comprando en Buenos Aires alimentos que produce el monte nativo. Esta reflexión llevó a tres familias a organizarse y así compraron el primer molino eléctrico que derivó en lo que es hoy un emprendimiento sustentable y rentable que, además, genera nuevas fuentes de trabajo.
“En este momento estamos dando un salto porque estamos haciendo una unión con productores del valle de Miraflores, donde por primera vez están sembrando trigo en forma agroecológica para nosotros”, cuenta Alcaraz.
En el otro extremo del mapa catamarqueño, Acampa trabaja en la misma línea, con productores locales. La idea, explica Aguirre, es demostrar a quienes producen que “se pueden hacer cosas sin veneno, sin introducir agroquímicos”, respetando el ciclo de producción. Señala que el trabajo con la tierra “es un círculo que va girando”: semilla, siembra, cultivo, cosecha, compostación y otra vez semilla.
Nucleados en Acampa, los productores aportan una variedad de alimentos agroecológicos: tomate, maíz, choclo, zapallo, uva, membrillo, ciruelo, damasco y los derivados (como salsa de tomate y vinos agroecológicos), además de alfalfa y pastos. Una mención especial merece la selección de semillas, que permite continuar el ciclo, preservando especies y variedades nativas y criollas.
Alcaraz y Aguirre coinciden en que existe un despertar de la conciencia sobre la alimentación saludable y esto apuntala la rentabilidad de la producción agroecológica, pero “no para obtener ganancias exorbitantes, sino justas”, señala Alcaraz. De hecho, el emprendimiento del que ella forma parte ha crecido “exponencialmente” en estos últimos años. Sostiene que la agroecología no solo es rentable: “Creemos que es posible, creemos también que es esperanzador para una nueva sociedad que busca generar alimento sano y que no queden concentradas las ganancias y la producción en pocas manos sino que se pueda distribuir”. Y agrega un factor más: la visibilización de quienes producen, de los pequeños productores, con su trabajo y con el alimento que abastece a la población. Todo esto englobado en el cuidado de la naturaleza y sus ciclos, entendiendo que “el alimento que tiene venenos no es alimento”.
Extractivismo o agroecología
La producción agropecuaria es una cuestión política. De las decisiones, en este nivel, se fomenta un modelo o se ahoga otro. “En la actualidad, a pesar de que hay estrategias de incursionar en otros modos de producir alimento, considerando y valorando los mecanismos propios de la naturaleza, perduran o tienen más fuerza aquellas actividades relacionadas a la producción agropecuaria con el fin mercantilista, sin considerar los costos o externalidades ambientales ni mucho menos sociales y culturales”, sostiene la investigadora Ornella Castro.
En la apuesta hacia modelos más sustentables, Castro opina que no sirve aplicar recetas exógenas. Propone tratar de entender y comprender las relaciones entre los recursos naturales y el ambiente que se generan en cada región, y adecuar o desarrollar un sistema de producción de alimentos que sea acorde a la ecología del lugar.
Melina Zocchi afirma que, más allá de la letra de leyes y organismos públicos encargados, se necesitan presupuestos acordes y decisión política. Apunta que también es necesaria una discusión de fondo sobre el modelo productivo que se quiere para el país: o es extractivista o es sustentable. No pueden coexistir, dice. Y puntualiza: “Agroecología no es una finca con un preparado de laurel, mientras alrededor están dinamitando el cerro, están chupando el agua o están desmontando para la soja”.
La discusión está en la mesa.
Fuente: Agencia Tierra Viva