Borrar el pasado (algunas notas en torno a un dibujo)
"Cuando la decisión es no leer las complejas experiencias de la historia, el propósito ubicuo de dichas iniciativas es borrar el pasado y reducir así todas las alternativas políticas a una sola que se despliega en un instante. Para ponerlo gráficamente, el largo texto del rostro humano es reducido a instantánea fotográfica de archivo criminal"
John Berger
Como las palabras, las apariencias pueden leerse también y, de entre las apariencias, el rostro humano constituye uno de los textos más largos.
Alexandra (ver el dibujo) visitó París por vez primera en su vida —tiene 83 años— la primavera pasada. Hasta hace un par de años practicó la medicina en Moscú. Nació en Kursk, a 800 kilómetros al sur de la capital. Gracias a dos amigos rusos nos conocimos y nos sentamos los cuatro a la mesa a cenar juntos en un jardín suburbano al sur de París.
Le pregunté que la había hecho decidirse a estudiar medicina. Los innumerables muertos y heridos durante la batalla de Kursk, me contestó. Fue esta batalla, tras la de Estalingrado, la que le abrió al Ejército Rojo una vía para avanzar hacia Berlín.
La conversación en el jardín continuó despacio. Ella se ve considerablemente más joven de lo que es, y tiene un modo de hablar que es aéreo, suelto y, al mismo tiempo, considerado. Al escucharla uno puede sentir la intuición de Heidegger que decía que “el lenguaje es la casa del Ser”; ella lo hace a uno sentirse a gusto en esta casa.
Al graduarse como médica en los años cincuenta, de inmediato la enviaron a una mina de uranio en Turkmenistán. Los mineros eran seks, prisioneros políticos del Gulag. En esa época, la Unión Soviética necesitaba uranio con urgencia para fabricar sus bombas, y así lograr una paridad nuclear con Estados Unidos que le permitiera establecer “la disuasión mutua” que perduró hasta 1989.
Como era previsible, tras unos cuantos años todos los mineros del uranio sucumbieron de cáncer. Igual que yo, dijo Alexandra. Recé y me recuperé y regresé a Moscú donde practiqué como pediatra durante cuarenta años más.
Y mientras hablaba, comía y reía en el jardín…
–Cómo explicas tu energía.
–Es la gente. Es muy simple, amo a la gente.
Conforme esto proseguía, tuve la urgencia insistente de dibujarla. La miré a los ojos y asintió.
Antes de que se levantara para irse, le pedí que escogiera entre los dos dibujos que le hice. Escogió el más débil de ambos. Pienso que fue deliberado; quería que yo me quedara con el más firme.
Al mirarlo a la mañana siguiente, me parecía que los trazos del rostro pedían trazos de palabras.
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Esa misma semana, había en la prensa internacional una foto de Bernard Kon, de 97 años de edad, un ingeniero polaco que vivía en Varsovia, quien —según una nueva ley propuesta— corría el riesgo de perder su magra pensión estatal por haber sido voluntario en las Brigadas Internacionales y haber combatido en 1937 por los republicanos en la Guerra Civil Española.
La expresión de sus ojos tiene algo en común con los ojos de Alexandra. Tal vez porque ambos vieron las mismas cosas. Lado a lado sus rostros hablan de logros personales (y de dolor) que no piden reconocimiento, porque cada uno —Bernard y Alexandra—, de modos diferentes, exudan un sentido, en parte trágico, en parte triunfal: haber elegido prestar atención a la historia, buscarla, y así, pertenecer a ella. Lo extraño es que esta pertenencia les permite tener una identidad tan nítida.
Por fortuna la nueva ley que amenazaba a Bernard Kon y a miles de otros fue declarada inconstitucional, pero la operación “barrer con el comunismo” de los espantapájaros gemelos Lech y Jaroslaw Kaczynski (presidente y primer ministro de Polonia desde el verano de 2005) continúa, y es típica de muchas iniciativas políticas de hoy.
Cuando la decisión es no leer las complejas experiencias de la historia, el propósito ubicuo de dichas iniciativas es borrar el pasado y reducir así todas las alternativas políticas a una sola que se despliega en un instante.
Para ponerlo gráficamente, el largo texto del rostro humano es reducido a instantánea fotográfica de archivo criminal.
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El dibujo de Alexandra seguía en la mesa mientras leía yo las pruebas del próximo libro de Naomi Klein: The Shock Doctrine, The Rise of Disaster Capitalism (La doctrina de la conmoción, surgimiento del capitalismo del desastre), cuya importancia es incalculable.* En éste, ella estudia la carrera del notorio economista Milton Friedman. En los cincuenta, daba clase en la Universidad de Chicago y elaboraba su teoría de libertades globales para un nuevo capitalismo sin restricciones estatales ni trabas de gobierno alguno. Un capitalismo con el cual ya soñaban las corporaciones multinacionales en expansión y los inversionistas bancarios promotores de la dislocación. En la década de los setenta Friedman se convirtió en el asesor económico de Pinochet y, al poner sus teorías en práctica, puso de cabeza la economía chilena. Después se hizo mentor y profeta visionario de Thatcher, Reagan, los dos Bush, Blair, Sarkozy…
Si no hubiéramos extraído uranio para fabricar armas nucleares, dijo Alexandra en el jardín, nos habríamos convertido en colonia estadunidense.
Visto como teórico, Friedman nos recuerda de algún modo al doctor Strangelove [la novela de Peter George, el film de Stanley Kubrick]: una historia de dogmatismo, ingenuidad, cinismo y el sueño de ser visto como salvador. (Friedman obtuvo el Premio Nobel.) Él alegaba que las economías “puras” y sin distorsiones podrían arreglarlo todo. Su rostro es el de un “tío sonrisas” al que nunca, nunca, se le ha visto en exteriores y que te lleva a la ventana para explicarte lo que es y lo que no es importante en la vida.
También fue, sin embargo, un político práctico cuyo récord es el de ser implacable. Reconoció desde el principio que su solución “pura” para los predicamentos humanos nunca sería aceptada por aquéllos a quienes se les imponía, a menos que estuvieran en un estado de dificultad alarmante.
Para que la gente acceda al desmembramiento de la asistencia social, a la abolición del salario mínimo y a cualquier control propio sobre sus condiciones laborales, a la privatización de los servicios sociales, a impuestos iguales para ricos y pobres, a la pérdida de cualquier derecho legal de protesta efectiva; para que la gente acepte este trato (polo opuesto del Nuevo Trato de Roosevelt), primero tiene que sufrir el desastre económico y ser golpeada por el pánico.
Ésta es la Doctrina de la Conmoción la cual, por algún tiempo, ha permeado y determinado las decisiones globales del G8, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, los estrategas de la CIA y, algunas veces, las Fuerzas Armadas estadunidenses (Kuwait, Irak). En ocasiones esta conmoción es diseñada totalmente (como en Chile, en 1973); algunas veces se la apropian oportunistamente (como en Rusia en 1991 o en Sudáfrica en 1996).
La inquietante revelación del libro de Klein es que quienes instigaron y abogaron por la “conmoción económica” de Friedman están asociados muy de cerca con los equipos de la CIA (ver el Manual Kubark) que trabajan con técnicas coercitivas de interrogatorio cruzado en condiciones de conmoción física: es decir, tortura de prisioneros.
Un mes antes de que fuera asesinado, mi amigo Orlando Letelier, Ministro de Defensa de Allende, hizo exactamente las mismas conexiones entre lo que ocurría en la economía chilena y lo que sufrían sus camaradas en prisión. Orlando tenía el rostro de un cantante para quien cada canción podía ser la última.
Cada uno de estos tipos de conmoción extrema son diferentes y devastan de modos diferentes. Uno es solitario y físico: el otro colectivo y ontológico. El primero es producido sin misericordia por los electrochoques (asiduamente estudiado por la CIA desde los años cincuenta) y por la privatización sensorial. El segundo es producido mediante la supervisión y el manejo por etapas de un colapso económico, un desmantelamiento de todas las infraestructuras sociales previas, la programación temporal de un periodo de pobreza y pánico abyectos, y luego, cínicamente, el ofrecimiento de salidas con falsas promesas. Ambos tipos de conmoción son aplicados con el fin de aplastar la resistencia, y esto se hace destruyendo, primero que nada, el sentido de identidad de los sujetos.
Quienes administran las sacudidas, la conmoción, —sean torturadores, economistas o espantapájaros— han aprendido, tras cincuenta años de experimentos, que la manera más efectiva de destruir el sentido de identidad de los pueblos es borrar el pasado, desmantelar y fragmentar sistemáticamente las historias que hasta el momento se han narrado entre sí acerca de sus propias vidas.
Una vez borrado el pasado, puede usarse cualquier variante del eslogan que, pese a su pretendida inocencia, es corrupto políticamente: una oportunidad impecable, un nuevo comienzo, una renovación. Tal es la demagogia del neoliberalismo.
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Alexandra se sentó en mi jardín durante la campaña presidencial a la presidencia de Francia. Lo notable del estilo de los dos principales candidatos era su rechazo a dar explicaciones. Ninguno explicaba lo que ocurre en el mundo, el impacto de dichos sucesos en Francia ni sus previsibles consecuencias y, como tal, las alternativas que podían elegirse. Ambos carecen de mapas. Y no tienen mapas porque no se atreven a hablar de la historia. Unas cuantas referencias demagógicas, un debate o dos acerca de algunas estadísticas locales recientes, pero ninguna lectura de la historia, ningún reconocimiento de los lapsos de vida históricos, ninguna conciencia de las historias que la gente se narra a sí misma para darle sentido a la lucha de vivir. Y esto, teniendo enfrente al que era, por lo menos hasta hace poco, el electorado más politizado de Europa.
Tal conspiración de silencio cambia profundamente la naturaleza de unas elecciones. El primer principio democrático es que las personas elegidas tienen que rendirle cuentas a quienes las eligen: el cómo gobiernan será evaluado por los gobernados. Para ponerlo de forma diferente: el cuestionamiento que hagan los electores tiene, en el largo plazo, un peso en el proceso de toma de decisiones. La dialéctica de la discusión reemplaza a la obediencia ciega, que no es democrática.
Si los candidatos no delinean su visión de la época que viven ni plantean una propuesta de estrategia para la supervivencia, si lo que vayan a hacer no se dice y no puede leerse, el electorado no puede cumplir su dialéctica, porque no existe un diálogo en torno a lo que es esencial. Cuando un candidato no cuenta con mapas, o finge que no los tiene, el electorado se ve reducido a ser un caballo de tiro.
En su conspiración de silencio, los candidatos parecían tener un acuerdo tácito. Cuando todo espectador es un cliente, el debate se achica a competencia de estilos, y la última encuesta de opinión cuenta más que cualquier visión compartida del futuro, además de hacer obligatoria la autopromoción.
Ambos candidatos respondieron a algunos temores, a conmociones particulares que sienten varios sectores de la nación y prometieron no olvidarlos nunca, sin que en momento alguno se refirieran al todo ni preguntaran con y junto al pueblo: qué ocurre en el mundo.
El habla de los vendedores es inconsecuente, repetitiva, reafirmativa, porque desde antes saben a dónde quieren llegar. Ambos candidatos se dirigen a la misma ganancia final: Confíen en MI y en mis promesas.
Por el contrario, lo que yo llamo una lectura de la historia implica tomar en consideración —de manera compartida— los sucesos, sus causas y sus consecuencias, una discusión acerca de los posibles márgenes de maniobra (la historia rara vez es generosa), y luego la presentación y la explicación de las políticas. Las promesas hechas sin considerar lo anterior son todas delincuentes.
Hace cincuenta años, dijo Alexandra, el valor de la vida humana era diferente.
Finalmente, ¿por qué ninguno de los candidatos se atrevió a hablar de historia? Tengo mis propias anotaciones. Madame Royal, porque no sabe qué decirle a Rosa Luxemburgo. Monsieur Sarkozy, porque tiene la doctrina de la conmoción económica oculta en la manga.
Miro de nuevo el rostro de Alexandra mientras está ahí sentada en el jardín y recuerdo una frase de Anton Chejov, que también era médico. “El papel del escritor es describir una situación con tal veracidad… que el lector ya no pueda evadirla”. Hoy, nosotros —que sabemos de nuestras propias experiencias históricas que las maquinarias políticas quieren borrar—, debemos ser a la vez ese escritor y ese lector… eso yace en el rango de nuestras posibilidades.
Traducción: Ramón Vera Herrera
* El libro de Naomi Klein será publicado en inglés por ICM Books, Nueva York, y por Actes Sud, en francés, hacia septiembre de 2007.
© John Berger
Dibujo por John Berger
Alia Alexandra, 83 años de edad.
La decisión de hacerse médica la tomó en 43 ante los muertos y heridos durante la batalla de Kursk.
A principios de los cincuenta asumió el cuidado de la población local y los prisioneros políticos que trabajaban en una mina de uranio ultra secreta.
Casi todos murieron jóvenes de cáncer, y después de 10 años ella también sucumbió.
“Sin el uranio”, argumenta, ”la Unión Soviética no habría logrado paridad nuclear con Estados Unidos y se habría convertido en otra de sus colonias.
El valor de la vida humana entonces era diferente.
Transferida a Moscú, continuó practicando como médica. Después tuvo una revelación y se hizo creyente ortodoxa y se recuperó.