Argentina: ¿Qué está pasando con los pueblos originarios?
Diariamente recibimos noticias de reclamos y conflictos relacionados con los Pueblos Originarios en todo el país. Los más generalizados son los que tienen relación con la propiedad o el manejo de la tierra y sus recursos. Diariamente también nos enteramos de la represión, generalmente violenta, con que se quiere acallar estos reclamos –que ya ha costado muertos y heridos, uno de los más recientes el asesinato de Chocobar en Chuschagasta, Tucumán, el pasado 12 de octubre-.
Y cotidianamente también, de la protesta que algunos políticos, comunicadores o simples ciudadanos lanzan contra los argumentos de las comunidades y organizaciones indígenas. Es decir, la protesta contra la protesta, que generalmente se hace en nombre de un supuesto conocimiento “experto” que en la mayoría de los casos no es tal, y que parece lógico sólo en función de un conjunto de errores y falacias con los que la escuela nos ha educado muy mal, acompañada por la historiografía y la etnología clásica y los mismos medios de difusión, que han tenido su cuota de responsabilidad.
Ante todo esto, en mi carácter de investigadora de estas cuestiones, y con el sincero objetivo de contribuir a esclarecer algunos puntos y especialmente apaciguar temores infundados, me dirijo a los lectores de este diario con lo que espero que constituya un aporte. La explosión de conflictos en todo el país en relación al uso y posesión de la tierra que reclaman los pueblos originarios tiene varios orígenes.
Uno inmediato, que es la agresividad de la expansión de la frontera forestal y agrícola, a partir del uso de tecnologías transgénicas que permite cultivar para el mercado en tierras que antes no eran utilizadas, sino para la subsistencia, o para otras clases de producción. El llamado “modelo sojero” es el mejor ejemplo, aunque no el único. De la misma manera, la expansión de la explotación minera e hidrocarburífera, que al igual que la soja y el monocultivo forestal, implica grandes perjuicios para las poblaciones a las que les toca vivir en las cercanías, produce el aumento de estos conflictos territoriales. El avance de la explotación turística, que combina su faz de extrema amabilidad hacia el visitante con una cara muy diferente para el habitante local, complementa este factor que es responsable en gran medida de los problemas que hoy atraviesan no sólo los Pueblos Originarios sino también grupos campesinos no indígenas, que ven seriamente amenazada su subsistencia, y, aunque no parece haber gran conciencia de ello, también los habitantes de las ciudades en tanto y en cuanto se modifica el espacio y el ambiente habitual.
El origen mediato de la problemática, en cambio, remite al que puede considerarse como el “pecado original” de la República Argentina, que es la construcción de un orden legal que no sólo desconoció a los pueblos indígenas con los que esa sociedad republicana en ciernes convivía, sino que se constituyó a partir de la desaparición, la muerte y la miseria de aquellos. No son otra cosa las llamadas Campañas al Desierto, Campañas al Chaco, Campañas de los Andes y otras, que se extendieron por cien años, desde el gobierno de Martín Rodríguez en Buenos Aires, hasta el de Roque Sáenz Peña en el nivel nacional. El detalle de las diferencias entre esta clase de avanzada territorial y otras políticas previas y simultáneas requeriría un espacio que no pretendo apropiar, pero es necesario dejar en claro que al menos hasta 1870, los encuentros violentos eran matizados con una gran cantidad de intercambios comerciales, sociales y políticos pacíficos a lo largo de toda la frontera interior, y que fue el estado argentino en formación el que decidió, coincidiendo con un cambio ideológico feroz al interior de la elite ilustrada, borrar unilateralmente con el codo la experiencia de conocimiento y trato mutuo, los acuerdos que se habían firmado con las naciones indias, y las prioridades que su gobierno se daba para llegara a ser una “sociedad civilizada”. A partir de allí, todo cambiaría, y los sobrevivientes y descendientes de aquellos pueblos autónomos conocieron la esclavitud, la trata de blancas, los fusilamientos masivos, las torturas (entre muchos otros procedimientos que habían sido prohibidos por la Asamblea de 1813 y por la Constitución de 1853, y que como denunciaban pública y cotidianamente la prensa, la Iglesia y el Congreso Nacional, fueron “resucitados” para los indígenas); y especialmente la expropiación de sus territorios. Cualquier persona puede acercarse a los archivos y verificar esto; los documentos no son difíciles de hallar. Sin embargo, el trabajo eficaz de una serie de intelectuales orgánicos, secundados por décadas de educación oficial, se encargó de tergiversar los conceptos para llegar a un esquema de pensamiento bastante común, que consiste en ignorar estos hechos o en juzgarlos como un “mal menor” frente al “peligro” representado por los indígenas.
¿Son originarios los mapuche?
La situación de los mapuche no es diferente a la de los otros Pueblos Originarios del territorio que hoy es argentino. Sin embargo, me interesa encararla un poco más centralmente debido a la región particular en la que este Diario tiene mayor influencia.
En el conjunto de los Pueblos Originarios que hoy habitan el territorio argentino, los mapuche sufren, al igual que otros pueblos, la agresión y la prepotencia de empresas y particulares que aprovechan la vulnerabilidad que provoca el vacío legal para hacer con sus vecinos originarios lo que tal vez no harían con otros vecinos. Sin embargo, se da una situación especial en relación a la imagen que muchos argentinos se forman acerca de la relación entre los mapuches y la argentinidad.
El último Censo Nacional de Población realizado en 2001, a través de la Encuesta Complementaria de Población Indígena (ECPI) , permite verificar que un 3,7 % de las personas mapuches censadas en el país han nacido fuera del territorio argentino, mientras que un 96,3% de los mapuche son considerados argentinos por haber nacido dentro de las fronteras de la Argentina. El 89 % de los mapuche, además, ha nacido en la misma provincia en la que fueron censados. Esto nos dice que a pesar de que muchas personas -algunas de buena fe y otras no-, argumentan que los mapuche son “esencialmente” chilenos, la realidad es otra muy diferente: el 96 % de ellos no es chileno, y más aun, casi todos viven y permanecen en el pago donde han nacido.
Estos porcentajes de “natividad” son mayores que los de otros pueblos, según la misma ECPI. Sin embargo, mientras no es común que se crea que se puede ser Qom (mal llamados tobas) o Wichi (mal llamados matacos) y no ser argentinos, en la misma proporción muchos compatriotas sostendrían que la condición de mapuche implica automáticamente la de chileno, es decir, extranjero.
¿A qué se debe este error?
Antes que nada debemos advertir que desde el punto de vista de la ciencia antropológica más rigurosa, es un sinsentido pretender hacer coincidir variables de pertenencia étnica y de nacionalidad en sentido moderno, dado que son conceptos colectivos de diferente tipo, que no se afirman ni se niegan mutuamente. En otras palabras, ser mapuche no contradice ni impide el ser argentino o el ser chileno, como tampoco lo obliga, ya que son pertenencias de distinto orden.
Por otra parte, desde el punto de vista histórico, pensar que ser mapuche es ser chileno es un anacronismo, es decir un grave error científico, dado que los sentidos de pertenencia indígena se remontan a una antigüedad mayor a la del trazado de las fronteras internacionales. Esto es, los individuos que hoy son considerados chilenos o argentinos según hayan nacido más allá ó más acá de la Cordillera, tienen como familia un origen enraizado en alguna de las pertenencias antiguas (pehuenche, guluche, puelche, huilliche, moluche, picunche, waizufche, chaziche, lafkenche, furilofche,wenteche, nagche, mahuidache, etc.) que hoy componen en conjunto la ancestralidad mapuche y que antes de la consolidación de las fronteras estatales eran soberanas en un territorio compartido bajo sus propias reglas. Ningún investigador que trabaje con fuentes antiguas puede negar la presencia de estas pertenencias en el territorio pampeano y patagónico desde varios siglos atrás. No hay dudas de la preexistencia al Estado nacional, por ejemplo, de los pehuenche o de los huilliche, nombrados en infinidad de documentos virreinales, crónicas de viajeros, etc., desde tiempos coloniales. Más aun, como demuestra la historiadora Florencia Roulet, fue la presencia ancestral de los Pehuenches en lo que hoy son las provincias cuyanas y el Neuquén lo que decidió la pertenencia de esta región a la égida del Río de la Plata y no de Chile, en el siglo XVIII, ya que los mismos tenían mayores relaciones económicas y políticas con Buenos Aires que con Santiago . Y sin embargo, cuando hoy los dirigentes agrupados en los Consejos Zonales Pehuenche o Huilliche, que a veces hasta portan los mismos apellidos que esos antiguos habitantes, toman la palabra, nunca falta el que pone en duda su derecho al reclamo con el argumento de que son “extranjeros”.
El panorama etnohistórico de Pampa y Patagonia es muy complejo, y no puede reducirse al esquema binario mapuches (o araucanos) / tehuelches (o gününa kena, o aoniken, etc.) con el que ciertos “expertos” simplificaron la cuestión para consumo popular. A la alta movilidad de las sociedades prehispánicas y a su modalidad particular de uso compartido del territorio, no siempre bien comprendida, debe agregarse una larga historia de variaciones en los etnónimos –es decir en los nombres que los grupos se dan a sí mismos, o los que otros les dan.
Las variaciones a través del tiempo en los nombres de los pueblos no necesariamente significan cambios en su identidad. En todo caso, son índice de nuevas formas de relacionarse con los otros grupos, resultado del contexto histórico concreto. Por ejemplo, es obvio que para 1810 no existía una sociedad que se presentara a sí misma con el nombre de “República Argentina”, aun cuando en 1602 Del Barco Centenera había publicado su poema “La Argentina” para referirse a la región que se extendía entre el Río de la Plata (que llamó “Argentino”), y el Pacífico. A comienzos del siglo XIX lo “argentino” se reducía a la Ciudad de Buenos Aires. Los patriotas de mayo lucharon en nombre de las Provincias Unidas del Río de la Plata y declararon la Independencia en nombre de las Provincias Unidas de Sud América, no de la Argentina. Y sin embargo, para 2010 nos preparamos a celebrar el Bicentenario del “nacimiento de la patria”, sin poner en duda que el cambio de denominación no impide que nos reconozcamos como herederos de aquéllos. Más aún, aquellas Provincias Unidas ni siquiera estaban constituidas por todos los pueblos (hoy provincias) que siguiendo a diferentes caudillos, sucesivamente se aliaban o se enfrentaban. En la firma de la Constitución de 1853 no participaron los distritos más poblados de la actual República. Y sin embargo, a la hora del festejo no hilamos tan fino como para destacar quién “era parte” y quién no lo era, de aquellos acuerdos que permitieron la evolución social y política hacia lo que hoy somos. El nombre “Argentina”, derivado de la lectura poética de un español acerca de la lucha colonial, no es inmemorial ni esencial sino contingente, como todos los etnónimos, y ello no afecta ni la “identidad” ni el sentimiento nacional.
En efecto, una de las premisas básicas del conocimiento etnológico es la de que las identidades viven en proceso de cambio, con nuevas agregaciones y desagregaciones que cambian sus ejes de alineación, y que las identidades cambiantes no son menos reales ni más espurias que si permanecieran inmutables, como a veces pareciera que se les demanda... a los otros. Estas premisas son básicas e irrefutables, como sabe cualquier antropólogo o sociólogo profesional, por lo menos desde la década de 1970, con la publicación de los imprescindibles ensayos de Fredrik Barth y Roberto Cardoso de Oliveira .
Volviendo al panorama etnohistórico del sur argentino, su complejidad resulta también de la escasez de fuentes claras, en las que la mención de etnónimos sea confiable, producto del conocimiento real y objetivo de los grupos en cuestión. Por otra parte, todos estos pueblos se mezclaban permanentemente, por medio de la circulación de personas y de productos comercializables, de alianzas militares y de matrimonios mixtos, hasta llegado un punto en que resulta artificial y alejado de la realidad intentar analizarlos por separado.
El investigador Miguel Angel Palermo demostró, sobre la base de documentos coloniales, cómo en un mismo individuo podían converger, por vía del parentesco, varias líneas étnicas. Hemos tomado de sus estudios los ejemplos que siguen: En 1750, por ejemplo, el cacique “Bravo” o Cacapol, tehuelche septentrional “serrano” (de las sierras del sur de la actual provincia de Buenos Aires), tenía por pariente “muy cercano” al cacique Ayalep, jefe de un grupo conocido como picunche o pampa de los llanos de Córdoba y el sur de Cuyo; poco después se tiene noticias de sus planes matrimoniales con una mujer tehuelche meridional de una tribu de la zona del golfo de San Julián. Otro buen ejemplo es el del cacique “Negro” o Chanel, del río Colorado, que hacia 1780 tenía una esposa auca, y un primo cacique en el golfo de San Julián, territorio tehuelche meridional. En 1783, el cacique tehuelche septentrional Chulilaquin tenía un yerno emparentado con los aucas del lago Huechulafquen, y diez años después se lo registra con una esposa araucana. Un paso más avanzado al respecto es la formación de grupos étnicamente mixtos. Su forma más elemental fue la asociación temporaria de partidas o tribus de gente de distinta raíz étnica para un fin determinado: guerra, arreo de ganado, etc, situación frecuentemente reflejada por las fuertes del siglo XVIIII. Pero en una segunda instancia algunas de estas asociaciones tendían a hacerse estables bajo la forma de confederaciones como la de los pampas bonaerenses con algunos caciques “serranos” de habla y vestimenta araucana en 1745, o la de los pampas del oeste o picunches con los “araucanos” instalados en sus territorios hacia 1750. Las alianzas políticas, comerciales y matrimoniales involucraban movimiento de personas hacia uno y otro lado de la cordillera, en ambas direcciones.
Uno de los indicadores más inmediatos de este permanente flujo de personas y grupos por el territorio es el lingüístico: hay evidencias acerca del manejo de distintas lenguas en un mismo grupo, a partir del siglo XVII y adquiriendo máximo vigor en el XIX, con casos de individuos que hablaban hasta cuatro lenguas –incluido el castellano-, como el referido para la zona de Carmen de Patagones por el viajero D´Orbigny en 1829, o las tribus trilingües –tehuelche meridional y septentrional, y araucano- registradas por el viajero Cox en 1863, en el Neuquén.
¿Quiénes son los Araucanos?
Cuando Alonso de Ercilla escribió su poema “La Araucana”, a mediados del siglo XVI, para describir la guerra de conquista en el centro-sur de Chile, no habrá estimado los efectos políticos que tendría el mismo. Como Del Barco Centenera, eligió un nombre poético para la región circundante a la Plaza de Arauco, que extendió a sus habitantes. Ercilla no pretendía que todos los grupos emparentados con aquellos a quienes bautizó “araucanos” en español –sin averiguar cómo se nombraban a sí mismos- fueran también araucanos. Simplemente estaba describiendo los acontecimientos históricos en una fracción del territorio. Mucho menos estaba en condiciones de afirmar que los habitantes de las regiones al este de la cordillera, que desde tiempos inmemoriales compartían lengua, costumbres –con variaciones regionales- y tenían redes parentales y comerciales con los transcordilleranos, tuvieran que ser denominados “araucanos”. Sencillamente, no se ocupó de ellos. Pero los pueblos asentados a uno y otro lado de los Andes, como consta en muchos documentos coloniales, reivindicaban identidades locales que los diferenciaban al interior de este conjunto, y a la vez, sostenían una identidad común en virtud de aquellas características compartidas.
A partir del siglo XVI se produce un cambio en esta situación, cuando aumenta el movimiento de personas y familias que desde el oeste de los Andes se trasladan y se instalan al este de los mismos, produciéndose también un aumento en la influencia de sus pautas culturales sobre las de los grupos receptores. Aquellas prácticas tradicionales de asociaciones temporarias y matrimonios interétnicos son las que permitieron la penetración cultural “araucana”, ya que no hubo acciones de conquista militar ni de imposición cultural forzada .
Este fenómeno fue advertido y documentado por cronistas, exploradores, militares y misioneros, que enfatizaron el carácter “araucano” de la nueva configuración por sobre los demás elementos existentes. Sin embargo, la imagen de lo “araucano” –trátese de emigrados o de grupos locales influidos por su cultura- no se equiparó a “peligro extranjero” hasta mucho después. El interés por atribuir una u otra nacionalidad a los indígenas patagónicos, surgió a fines del siglo XIX como parte del movimiento ideológico que derivó en la consolidación de ambos Estados. Es decir, lo que cambió abruptamente a fines del siglo XIX, coincidiendo con nuestra “Generación del 80”, no fue tanto la realidad de los grupos indígenas, como la perspectiva de los observadores.
La conformación del Estado nacional, a fines del siglo XIX, coincidió con un tipo de discurso autoritario que luchaba por hegemonizar el cuerpo de discursos sobre la población. En 1878 Estanislao S. Zeballos, promotor e “intelectual orgánico” del roquismo, escribió por encargo y pagado por el Ministerio de Guerra, y para acompañar el proyecto que se convirtió en Ley 947 /1878 de establecimiento de la frontera interior en el Río Negro, un alegato titulado “La conquista de quince mil leguas”. Esta obra, donde Zeballos describió a su conveniencia un territorio y una población que no conocía, presentó varios postulados que fueron puestos en cuestión por otros expertos de la época como Lucio V. Mansilla y Nicolás Calvo, pero que confluyeron en la justificación ideológica de las campañas militares. Entre ellos, que las “quince mil leguas” eran un territorio valioso para el Estado en formación y que valía la pena intentar su apropiación antes de que lo hiciera el Estado chileno; que los pobladores indígenas de dicho territorio representaban la “barbarie” que amenazaba a la nación “civilizada”; que la subsistencia independiente de los indígenas de la región representaba un perjuicio para la economía “nacional” tanto por las “depredaciones” que sufrían las estancias como por el “tributo” (las raciones) que el gobierno se había obligado a pagar a algunos de ellos; y, como frutilla del postre, que el origen (y el destino) de estos indígenas eternamente “belicosos” estaba en Chile. Al crear un enemigo “extranjero”, el Ministerio de guerra lograba así debilitar la oposición que desde muchos sectores se hacía a la política expansionista de Avellaneda y Roca. Contrariamente a lo que algunos sostienen, la política de Roca no era un deseo generalizado ni era la única política posible, sino que muchas voces que no pueden ser tachadas de sensibleras, como Sarmiento y Mitre, acusaban al gobierno de cometer “crímenes de lesa humanidad” en perjuicio de habitantes pacíficos y le reprochaban que no utilizara los recursos que la legalidad le proveía. Por ello, a partir de allí, en sus obras posteriores, Zeballos argumentará cada vez con mayor énfasis en la supuesta raíz chilena de los indígenas de la Pampa y la Patagonia; idea que será rescatada por la etnología política nacionalista a partir de 1920 y difundida como verdad “científica”, aunque la raíz de su argumento no estuvo nunca en el ámbito de la ciencia, sino de la política parlamentaria y militar, y el éxito en la difusión del error no se debe a sus virtudes etnohistóricas sino a sus conotaciones políticas.
De hecho, en Chile, las tesis formuladas en la década del '20 por Ricardo Latcham y Francisco A. Encina, que atribuyen a los araucanos un origen pampeano prehistórico (“argentino”), emparentado con los guaraníes, fueron apropiadas rápidamente, por idénticos motivos, por el discurso hegemónico y pasaran a dominio público a través de los textos escolares de Historia, de manera que también en Chile los araucanos se convirtieron en “extranjeros”.
Se sabe que en los años contemporáneos e inmediatamente posteriores a las campañas militares en la Patagonia –sólo por dar una fecha, recordemos que el combate de Apeleg (Río Senguerr), se produjo en 1883- numerosas familias huyeron hacia Chile, donde algunas de ellas se establecieron definitivamente, pero otras regresaron al oriente de los Andes, de donde eran originarias, cuando las condiciones fueron propicias. Este origen “argentino” de algunas familias mapuches aparentemente “chilenas”, está documentado en fuentes militares de la época y en numerosos registros de historia oral .
El territorio original de los actuales pueblos patagónicos se extendía a ambos lados de lo que hoy es la frontera internacional. Son falaces las afirmaciones que pretenden asignar origen trasandino a los mapuche o araucanos dado que las migraciones, intercambios matrimoniales y el nomadismo tradicional hacen imposible verificar una fijación territorial a uno ni a otro lado de la cordillera; tanto como las afirmaciones acerca de un origen “argentino” de los tehuelche.
Las migraciones afectaron a la totalidad de los pueblos originarios. Ni los Mbya Guaraní pueblan hoy el mismo territorio que en tiempos previos a la Conquista ni los Ava-Guaraní, Chiriguanos ni Chané , ni los Wichi , ni siquiera los pueblos reconocidamente sedentarios y agricultores del NOA, que por situaciones de emergencia relacionadas con el Incanato primero y con el dominio español y republicano después, modificaron drástica y repetidamente sus espacios de establecimiento . Sin embargo, todos los pueblos mencionados son originarios y preexistentes, pero no porque sean “originarios” de un territorio totalmente incluido en lo que hoy es territorio argentino y hayan permanecido estáticamente dentro de sus fronteras, sino porque en su carácter de Pueblo preexistente al Estado argentino, son originarios de un territorio que también es preexistente al trazado de las fronteras internacionales, y es en ese carácter de preexistentes que se hacen merecedores de derechos constitucionales específicos.
Pretender negar esta clase de preexistencia es no sólo ignorar los procesos ancestrales de poblamiento nómade, sino eludir la responsabilidad del propio Estado nacional, que luego de las campañas militares escindió a la totalidad de la población originaria de sus territorios ancestrales para confinarlos en otros, en función de políticas que no tuvieron nada que ver con las preferencias o propuestas autóctonas. La única salida ética para esta historia es entonces reconocer las responsabilidades históricas, disponernos a encontrar formas de reparación que, si bien nunca podrán retrotraernos a tiempos pasados, al menos intenten cierta justicia, y empezar para ello reconociendo la pertenencia de las familias originarias, independientemente de su ser mapuche o tehuelche, a un territorio ancestral sobre el cual se instaló el Estado argentino, pero que fue mapuche y tehuelche antes de ser argentino.
En cuanto a la tan debatida antigüedad del término mapuche, Francisco P. Moreno verificó en 1876 su utilización –bajo la forma mapunche- para denominar a algunos de los participantes de un Parlamento reunido tiempo atrás en el área de influencia de Sayhueque . Manuel Olascoaga también lo mencionó en algunos de sus escritos. Con el tiempo este término se fue extendiendo para abarcar al conjunto de subgrupos que comparten una cultura, y especialmente una lengua (el mapudungun), aun con variaciones dialectales. En esta acepción extendida –lengua “mapuche” para aplicar a todo este conjunto de gente- lo recogieron los sacerdotes en dos catecismos escritos a fines del siglo XIX, tal como lo demostraron la historiadora María Andrea Nicoletti y la etnolingüista Marisa Malvestitti.
¿Qué pasó entre mapuches y tehuelches?
El otro argumento que Zeballos propuso en 1878 es el de la “natural” diferencia entre los indígenas que residían en la Pampa –objetivo de la Ley 947-, a los que señalaba como extranjeros y bárbaros, de los “originarios del país” que habitaban al sur del Río Negro, donde la incorporación de sus territorios al Estado aún no se presentaba como un proyecto inmediato, y por lo tanto no debían ser (por el momento) atacados. Afirmaba también que estos pobladores, a los que denominaba tehuelches por ignorar sus etnónimos propios, “derramarían su sangre en defensa de la colonización del Chubut y de Carmen de Patagones”. Es decir, que la clasificación propuesta por Zeballos entre tehuelches (civilizables) y araucanos (no civilizables) tenía como corolario la propuesta de integración provisoria de los indios “más civilizables” para emplearlos en combatir a los “no civilizables”. Más aún, a lo largo de la obra, Zeballos señalaba las vías previstas para la efectivización de esta integración estratégica de los tehuelche, que consistían en el “fomento de sus vicios”. Así, acompañando este cinismo político, se originó la línea de pensamiento que insiste en una supuesta “amistad” entre el estado argentino y los tehuelche que habría sido arruinada por la intromisión de los araucanos/mapuches, que habrían provocado la extinción de los primeros, ya sea involuntariamente (por la araucanización) o adrede (por genocidio).
Si bien es cierto que en tiempos históricos hubo enfrentamientos militares entre tehuelches y mapuches, ello no significa que unos defendieran y otros invadieran una soberanía “nacional” que no existía, sino que la presión de la frontera criolla que avanzaba potenció la competencia por el control de un recurso cada vez más escaso. Y aun así, eran más usuales los encuentros pacíficos, ya fuera para el comercio y los matrimonios, como ya mencionamos, como para la acción política, como lo manifiesta la larga tradición de Füta Trawün (Parlamentos Generales) en los que interactuaban tehuelches y mapuches desde por lo menos el siglo XVIII, cuestión documentada entre otros por Moreno, Musters y Onelli.
Será el Ejército Argentino –y no los mapuche o araucanos- el que acabe con la libertad y la vitalidad de la nación tehuelche, muy pocos años después, cuando sus prioridades territoriales se modifiquen. El Combate de Apeleg fue decisivo para la derrota definitiva de mapuches y tehuelches -que lucharon aliados- a la vez.
Los principales jefes tehuelche Inacayal, Foyel y Orkeke sufrieron el ostracismo y la muerte bajo la égida republicana. Orkeke, paseado por la Ciudad de Buenos Aires como curiosidad viviente, poco después de su derrota, murió en ella en septiembre de 1883 y sus restos fueron expuestos al público en el Hospital Militar. Inacayal vivió varios años prisionero y reducido a la servidumbre en el Museo de La Plata hasta su muerte, y sus restos corporales fueron ignominiosamente desguazados y repartidos por diferentes depósitos. Toda su familia, así como la familia de Foyel, sufrió la misma suerte. Esta barbarie no provino del “desierto” ni de los araucanos, sino de la sociedad “civilizada”.
Hasta muy recientemente, los tehuelche abandonaban sus pautas culturales en pro de la adopción de la cultura “blanca”, mucho más que a favor de la mapuche. La extinción de las lenguas del extremo sur patagónico –aonikenk, günuna kena, tchonek, selknam, etc.- se produce cuando, cansados de la persecución y la discriminación, sus hablantes se pasan al castellano, no al mapudungun. Quiero decir, que la responsabilidad decisiva en el etnocidio y el genocidio de los tehuelche le cabe indudablemente al Estado nacional y a los particulares que a su sombra no tuvieron reparos en acabar con ellos.
Lo que suceda de ahora en adelante tendrá que ver con las decisiones que como ciudadanos tomemos, manteniendo por default discursos y políticas generados en tiempos de injusticia, o buscando una nueva ética que comience a reparar los daños, sobre la base del conocimiento informado y objetivo de nuestra historia. En esto, todos somos responsables.
Por Dra. Diana Lenton