Argentina: Mi amigo invisible
Dónde está el sujeto / Momo entrega / Soja working class - La Revolución de las Pampas llegó al poder y el sector de los agronegocios atraviesa un invierno en el que florecerán millones de brotes de soja. Pero en el corazón de su sistema productivo yace el secreto mejor guardado: 60 mil células dormidas que quizá, sólo quizá, algún día despierten. Quiénes son los operarios rurales que siembran y levantan las cosechas que son ajenas.
H ay muchas leyendas. Una dice que fueron reemplazados por máquinas, allá en la posguerra; otra, que fueron expulsados por los agroquímicos y nuevas maquinarias en los noventa; ahora se los habrían comido las computadoras y los drones. Los trabajadores manuales de la agricultura vendrían a ser una especie en extinción en el desierto verde. Y en parte es cierto.
Cuando comenzó a gestarse el agronegocio argentino, allá por los años setenta, la soja casi no existía y crear un quintal de maíz demandaba una hora. Hoy, con el nuevo paquete tecnológico, hacer lo mismo lleva solo tres minutos y la mitad de puestos de laburo. La cosecha de maíz se triplicó y, sumando todos los cultivos, la Argentina produce cuatro veces más granos. La ciencia parece haberlo hecho y el futuro ya llegó: CEO's, managers, inversores, ingenieros, productores-empresarios, contratistas en red y científicos del palo manejarían los hilos desde oficinas y laboratorios. El atávico sueño burgués de la fábrica sin trabajadores sería al fin una realidad en las pampas argentinas.
Pero no. Hay por lo menos 60 mil tipos difíciles sin los cuales la cosa no anda y se cae toda la parafernalia del agronegocio. Alguien tiene que apretar el botón, enchufar la manguera, bajar la palanca, mirar la pantalla, llenarse de polvo y calibrar engranajes o poleas. En fin, lidiar con la inevitable materialidad de la producción capitalista. Son los operarios de maquinaria agrícola, una peculiar subespecie de la clase obrera rural a cargo de ejecutar el 80 por ciento de la siembra y la cosecha de los granos argentinos. Son muchos menos que antes y están doblemente invisibilizados: por sus condiciones de laburo y por el discurso dominante del agronegocio. Pero en términos relativos su importancia ha crecido doblemente. Por un lado, porque las maquinarias y los agroquímicos no funcionan solos ni crean valor por sí mismos, aunque multipliquen la productividad del trabajo. Y, por otro, porque fruto de la concentración económica y la polarización social, estos proletarios desposeídos se diferencian nítidamente de los chacareros, contratistas, campesinos o agricultores familiares. Lejos de prescindir de ellos, el capitalismo agrario descansa cada vez más sobre las espaldas de los trabajadores asalariados.
Esta raza de operarios está hecha de personajes algo opacos de buen humor, mansos pero impredecibles, que viven a churrasco, puchos y mate, y a quienes el trabajo entre los fierros y la tierra ha premiado con unas manos enormes y eternamente llenas de mugre. Poco que ver con las pantallas táctiles y las probetas, hacen girar la rueda maestra de un negocio multimillonario. Parados en ese lugar estratégico, su explotación y disciplinamiento es el secreto mejor guardado de la cúpula burguesa-terrateniente argentina, cuyo top 20 embolsa alrededor de 10 mil millones de dólares anuales sólo en concepto de renta. Estos obreros les levantaron la cosecha salvaje de 2008 por un sueldo y no se quedaron con más del 1,5 por ciento de la facturación. Y a la hora de distribuir ingresos netos, por cada peso que quedó en los bolsillos proletarios fueron a parar 24 para el 10 por ciento de firmas que comercializan el 80 por ciento de la soja. Al final, a la hora del reparto no todos eran “el campo”.
Si no hay derrame, hay milagro
En diciembre de 2015, el combo de devaluación y quita de retenciones retransfirió a la burguesía agraria alrededor de 3.700 millones de dólares. De un saque, el macrismo aumentó un 118 por ciento los ingresos a los productores de girasol, un 88 por ciento a los de trigo, un 81 por ciento los de maíz y un 30 por ciento a los sojeros. Pero el convenio salarial de noviembre no se movió un milímetro de los 12.403 pesos para los operarios de maquinaria. Así, al resignar su cuota de renta y mantener los salarios en ese nivel, el gobierno aumentó la desigualdad en la distribución del ingreso sectorial y bajó en términos relativos sus costos laborales.
Nada de eso se nota demasiado tranqueras adentro: “acá estamos cosechando lo más bien”, tranquiliza Chuca sin largar el volante de la cosechadora. “En otras zonas no, están mal por el agua. Pero acá está seco y estamos yendo al 10 por ciento nosotros. Nada que ver con el año pasado”. Chuca cobra a destajo 100 pesos por hectárea. Laburando a este ritmo puede llegar a levantar 72 mil pesos en tres meses. Serán 6 mil mensuales repartidos en el año, sumados a los 7.680 que recibirá por la categoría mínima oficial en la contraestación, junto a otro plus de la siembra y alguna otra changa que consiga. Sus compañeros temporarios sufrirán más cuando termine la temporada. Pero, mal que mal, están contentos con el gobierno que votaron. Si en su zona no llovió tanto o escurrió el agua, muerden parte de los beneficios al sector con dos o tres puntos más de destajo. Y aunque en definitiva volvieron a perder terreno en la carrera, nadie compara cuánto cobra en relación a lo que se llevan los empresarios: lo confrontan con sus propios ingresos y gastos cotidianos. Con tarifas que hace mucho les llegaban sin subsidios, sin usar transporte público, ni obligados a pagar Ganancias, la inflación les pelea con algunos jugadores menos y este semestre le pueden ganar algún round con esa mejora relativa del destajo. Ahora o nunca.
Además, otro pequeño gran truco patronal, que consiste en medir el tiempo de trabajo en días o meses, los induce a percibir su paga mejor de lo que es. Una mala costumbre consagrada por el Régimen de Trabajo Agrario impuesto por la última dictadura (que rigió hasta 2011). Según ese criterio, laburantes como Chuca ganarían alrededor de “25 mil pesos mensuales”. El doble que el convenio, gracias al beneplácito patronal: el crimen perfecto. Pero con el reloj en la mano la cosa cambia. Los obreros agrícolas se la pasan subidos a las máquinas no menos de 8 horas diarias en otoño-invierno y hasta 16 en verano. Antes y después, les toma una o dos horas más preparar los fierros a la mañana y dejarlos diez puntos al final del día. Además, casi todos los grupos de operarios pasan las noches en pequeñas casillas donde se encuentren trabajando, manteniéndose bajo la supervisión del patrón hasta cuando están durmiendo. De modo que, sumando el tiempo de trabajo activo y el pasivo, su jornada es triple. Y peor en la siembra, cuando en vez de descansar es común que pasen la noche manejando, como cuenta Rafael: “llegué a pasar 48 horas trabajando sin dormir, arriba del tractor. Otras veces 24 o 36 horas, que fue el patrón y él mismo hasta me bajó.”
Volviendo a los relojes: los tres meses en que Chuca levanta sus 72 mil mangos están hechos de 2.160 horas de trabajo activo y pasivo que se le pagan a 33 pesos cada una. Es decir, debajo de los 77 pesos por hora que prevé el convenio oficial por ocho horas de trabajo cinco días a la semana, y todo lo contrario de lo que propone el espejismo patronal que compara aquellos 12.403 pesos oficiales contra los “25 mil mensuales” que ofrecen con el destajo. No hay milagros en la “Segunda Revolución de las Pampas”.
El sujeto amarillo
Los operarios de maquinaria se acostumbraron a trabajar, aguantar, manejarse o protestar de manera bastante individual. Su sindicato no los estimula a otra cosa. Liderado por Gerónimo Venegas, el inefable “Momo”, es el principal support obrero del PRO en el interior bonaerense. Famoso por ser el gremio de más afiliados del país, pero el que firma los salarios más bajos. Curioso pero consecuente: un verdadero sindicato amarillo.
Volviendo al campo, si bien los operarios de maquinaria son el 70 por ciento de la mano de obra agrícola, se encuentran fragmentados en pequeños grupos de entre dos y seis personas, dispersos en millones de hectáreas. En ciertos casos, hasta trabajan totalmente solos. En otros, obreros permanentes y eventuales no llegan a estrechar lazos de confianza duradera en una temporada. Se trata de un sector de trabajadores atravesados por la dispersión y el aislamiento objetivo y subjetivo: entre sí, respecto de otros como ellos, y en relación al conjunto del movimiento obrero.
La mayoría son empleados por pequeños y medianos contratistas. Es decir, propietarios de maquinarias que organizan el trabajo al servicio de otras explotaciones a cambio de una tarifa. Estos personajes funcionan como intermediarios laborales, que además de reclutar a pequeños grupos de obreros para realizar el trabajo agrícola, aportan sus maquinarias y su know-how. Con este esquema, Los Grobo S.A. llegó a explotar casi 300 mil hectáreas en el Cono Sur y facturar alrededor de 900 millones de dólares anuales. Lo hizo sin más que 180 empleados directos de cuello blanco. El resto de los 1.200 obreros rurales que trabajaron para la empresa lo hicieron solo indirectamente a través de estos dichosos contratistas. Algo similar a lo que ocurre con las grandes marcas de ropa y la pequeña industria textil en Buenos Aires. Sólo que, en vez de ocultarse en casas tapiadas en la ciudad, aquí escapan a la visibilidad pública al aire libre, por la lejanía en que realizan sus quehaceres y por su permanente movilidad en el territorio: pueden pasar hasta seis u ocho meses cosechando a medida que maduran los granos desde Jujuy o Chaco hasta Bahía Blanca, sin descartar pasarse a Paraguay, Brasil, Bolivia o Uruguay. En fin, la célebre “República de la Soja”. Andá a encontrarlos.
Este régimen de tercerización funcionó como un dispositivo de disciplinamiento en sí mismo, que dificultó la emergencia de liderazgos o experiencias de organización alternativas de su parte. En definitiva, ahora su trabajo no los nuclea, sino que los separa. Y no solo en el espacio o el tiempo, sino también socialmente: reduce al mínimo su cooperación colectiva en el proceso productivo y evita la reunión de un gran número de ellos bajo el mando y la paga de un mismo empleador, aunque todos ellos trabajen —indirectamente— para un mismo capitalista.
Además de dispersar entre sí a los asalariados, este sistema los acercó socialmente a sus patrones directos, con quienes pudieron tejer una relación personal sin necesidad de mediaciones gremiales o burocráticas, y hasta compartir parte del trabajo manual. Con la tercerización laboral, entonces, la concentración del capital agrario conjuró la concentración de los trabajadores; y a pesar de agudizar la explotación económica, relajó la tensión política del vínculo salarial. Malas noticias para los fundamentalistas del “desarrollo de las fuerzas productivas como aproximación al socialismo”. Sin sujeto va a ser complicado.
Es un cuadro raro: los obreros se encuentran dispersos en vez de congregados; por momentos más cerca de sus empleadores directos que de la mayoría de sus pares; desorganizados y arrastrando décadas sin experiencias colectivas significativas. Es decir, un sector de la clase trabajadora sin ninguno de esos atributos a los que se la suele asociar. Salvo —nada más y nada menos— que por la desposesión, el vínculo de explotación y subordinación propio del trabajo asalariado. Esta última instancia de la condición proletaria crea y recrea permanentemente en los trabajadores, aquí o allá, el impulso a resistirse sin manuales.
Una chispa en el desierto verde
Cuando nos conocimos con Chuca, hace cinco años, vivía prometiéndose a sí mismo organizar reuniones que nunca salían para reclamar el “blanqueo”. Puro instinto: “nos sentamos a tomar una cerveza y lo he hablado con dos o tres muchachos de otro contratista. Les digo: juntarnos entre todos y decirles a los dueños… a los contratistas que… viste, para que nos blanqueen. No nos juntamos nunca. Pero la idea la tenemos”. Luego de empujar durante años algunas artesanales negociaciones pueblerinas, esta será la primera temporada en que le pagarán en blanco parte de su salario. Lo lograron: un pequeño paso para el movimiento obrero; un gran paso para él y sus compañeros.
En San Vicente ya estaban para más en 2003. En la “capital nacional del contratismo”, una seccional rebelde del gremio aportó su experiencia y sus fueros para reclamar que el blanqueo abarcara todo el dinero que recibían con el destajo y todos los días en que realmente trabajaban. Pero la respuesta patronal fue también contundente: despidos para crear el terror económico y reemplazar a muchos de sus operarios con obreros de Tucumán y Salta, a donde viajaban a cosechar. La dirección nacional del sindicato también “colaboró” desplazando de su seccional al extraño líder del reclamo. Se terminó todo: paz, trabajo y libertad en la Argentina verde.
Más abajo, en Mercedes, un productor sigue horrorizado porque los trabajadores quiebran la dispersión física y se mandan mensajitos mientras conducen las maquinarias, a decenas de kilómetros unos de otros, para acordar reclamos: “me quedé congelado, se llaman entre empleados de un patrón a otro. Y capaz que se te arma un pequeño gremio casero, de diez personas, viste. No tienen éxito. Pero es probable que a futuro haya problemas, que sea algo de moda como, no sé, esos que te cierran una fábrica, que te arman un piquete en la puerta. No ha llegado eso, pero todo llega.” Ojalá.
Estas expresiones colectivas se suceden permanentemente. No dejan otro registro que rumores y recuerdos. Y se suman a todo otro repertorio de formas de contestación más pequeñas, inconexas, y sobre todo, individuales. Es el caso de los obreros que se pudren de los maltratos y le abandonan el campamento al contratista en el medio de la temporada, a cientos de kilómetros de casa y sin que pueda conseguir un reemplazo. O los que le rompen a escondidas algún costoso mecanismo de la maquinaria o se afanan herramientas e insumos para revender. Revanchas de clase. Hay peores, como la del peón que mató de un escopetazo a su patrón en González Chávez en 2011. Y también más civilizadas, como las decenas de juicios que atesoran los tribunales de Pergamino, con demandas por despidos sin indemnización, accidentes horrendos, maltratos, salarios impagos o mal remunerados, esposas de peones laburando gratis para la explotación, problemas de encuadre, trastornos psiquiátricos, golpizas, o muertes evitables. Un testimonio cabal de esa gran familia que es el campo argentino como reserva moral de la Nación.
Ojo con lo del “desierto verde”. Está Chuca cosechando, conforme con un aumento que es y que no es. Están otros lidiando con el destajo y la lluvia que no los dejó trabajar tanto. Está Rafael que volvió a sembrar y dejó de dormir. Están los otros locos de los mensajitos que alarman a los patrones de su localidad. En fin, están los que mueven todo el circo en silencio y cuando creen que lo necesitan resisten con lo que tienen cerca. Nadie está tan conforme como para no querer otra cosa. Tal vez harían mucho más integrados a un movimiento de trabajadores rurales que hoy no existe y nadie ha demostrado demasiada voluntad práctica de construir. No lo sabemos. Pero ahí están. Son los amigos invisibles de un proyecto de cambio, ahí en el medio de la pampa, donde quizá más nos hagan falta.
Por Juan Manuel Villulla
Fotografía: Martín Acosta
6 de Julio de 2016
Crisis #25
Fuente: Revista Crisis