Alimentos: “un nuevo acuerdo popular entre el campo y la ciudad”
Pobreza en aumento, pandemia y crisis alimentaria. El rol de los gobiernos, las empresas y las organizaciones sociales. El derecho a la tierra, la agricultura familiar y la soberanía alimentaria. Son algunos de los aspectos que aborda el libro “Post, cómo luchamos (y a veces perdimos) por nuestros derechos en pandemia”, del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS).
Cuando comenzó 2020 la alimentación ya tenía un lugar central en la agenda pública nacional. Diferentes áreas del Gobierno, destacadas y con recursos, y organizaciones sociales articulaban esfuerzos en el Plan Argentina contra el Hambre, que tuvo a la Tarjeta Alimentar como una de sus medidas prioritarias. El problema principal era la falta de acceso a comida suficiente por parte de los crecientes sectores empobrecidos tras los ciclos de ajuste social y económico.
Durante ese verano, las noticias de la pandemia pasaron de las secciones de internacionales a los principales títulos de emergencia nacionales. En marzo el Covid-19 ya se expandía por la región metropolitana de Buenos Aires. La pandemia y las medidas de aislamiento provocaron una parálisis en el trabajo que se vivió drásticamente en los barrios populares. El volumen del problema se había magnificado en semanas y las soluciones que se requerían también. El enfoque se trastocó. El asunto principal y urgente pasó a ser cómo garantizar una provisión masiva y directa de alimentos a una población mucho más grande que la destinataria de las políticas que se habían diseñado pocos meses o semanas antes, pasó de cómo transferir recursos a los hogares más castigados a cómo adquirir y distribuir alimentos a gran escala. De todos modos, la transferencia de ingresos continuó y la Tarjeta Alimentar se complementó meses después con el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) de 10.000 pesos para trabajadores informales y monotributistas de las primeras categorías durante una cantidad limitada de meses.
Así el eje se corrió de la capacidad de acceso individual a los alimentos a la capacidad estatal y social de garantizarlos. Esta reformulación del problema iluminó con más claridad las limitaciones que tiene el modelo concentrado de producción y distribución argentino para proveer alimentos a la población. Un episodio fue especialmente significativo: a inicios de abril de 2020, el Ministerio de Desarrollo de la Nación tuvo que explicar por qué había comprado alimentos no perecederos a precios hasta un 50 por ciento más altos que los de referencia fijados por el Estado para los minoristas. La explicación exhibió limitaciones estructurales: quienes tienen capacidad para proveer esa cantidad en tiempos justos son un grupo reducido de “bolseros de larga data en el Estado”, que en un momento de altísima demanda y precios en alza “se le plantaron” al Ministerio para hacer de la emergencia una oportunidad económica.
Además, como el Estado puede demorar tres meses en pagar, los empresarios subieron los precios adelantándose a la suba por venir. Ante la necesidad de responder al aumento exponencial de la demanda en comedores –que, según explicaron, en pocas semanas había pasado de ocho a once millones de personas–, el Estado adujo no haber tenido más opción que ceder a los valores cartelizados de los proveedores de siempre.
Con la salud en el centro de la agenda pública, también se puso en discusión la calidad de los alimentos que se incorporan a los planes estatales.
La agricultura familiar, productora de alimentos saludables, apareció entonces como un actor fundamental: frente a productos de baja calidad nutricional fabricados por grandes corporaciones alimentarias, les productores locales ofrecen alimentos que no son multiprocesados, no contienen aditivos y por lo general están libres de agrotóxicos. La demanda de productos de la agricultura familiar creció de forma inédita y sostuvo sus precios durante los meses de aislamiento. El sector de la economía popular fue protagonista de diferentes circuitos de provisión de alimentos y ganó una visibilidad pública y una legitimidad social inéditas hasta esta crisis.
La organización frente al hambre
Cuando el país entró en cuarentena, en un municipio del tercer cordón bonaerense, allí donde la ciudad se funde con el campo, la escasez de alimentos se volvió tan urgente o más que la prevención de los contagios. El primer mes de aislamiento fue el más duro. Cuando las escuelas cerraron para evitar la circulación del virus, miles de niñes se quedaron sin el plato de comida diario. Cuando reabrieron solo para entregar viandas, ya no eran solo niñes sino hombres adultos quienes buscaban alimentos. Todes les funcionaries se transformaron en “entregadores de comida”. Andrés trabaja en un área de derechos humanos y recuerda que el 24 de marzo, en lugar de las actividades de aniversario del Golpe, se dedicaron a entregar bolsones desde un galpón municipal.
El Municipio distribuye alimentos a domicilio cada quince días, asiste a siete comedores inscriptos en el Registro Nacional de Comedores Comunitarios (Renacom), a otros 120 con los que empezó a colaborar y a 90 ollas populares en articulación con organizaciones sociales. Muchos de esos comedores y ollas cocinan con leña porque no pueden afrontar el costo de las garrafas. A los almuerzos sumaron cenas y alimentación especial para el número creciente de personas con bajo peso.
La provisión de alimentos en este municipio encontró tres puntos críticos: la adquisición, la calidad y la distribución. Para hacerse del inmenso volumen que supone atender a miles de hogares, el Municipio combina el aporte de la Provincia (un camión mensual), los fondos del gobierno nacional utilizados para comprar a través de un proveedor estatal, las donaciones de una empresa industrial de alimentos ubicada en el municipio y los aportes de las organizaciones sociales que producen en la zona.
Con todo, llenar los bolsones con una provisión básica en ocasiones no fue posible. La mayor parte de lo que consiguen son alimentos secos y a veces enlatados, aunque esto último es demasiado caro. Les funcionaries toman en cuenta el IFE como aporte nacional a la situación local, sin el cual consideran que las condiciones se hubieran vuelto insostenibles. Al comienzo de la pandemia recibieron una donación grande de alimentos de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT), que tiene productores en el municipio. Eso elevó mucho la calidad de los alimentos con aporte de vegetales y proteínas de origen animal. Sin embargo, la rigidez del sistema de compra del Municipio y las trabas que imponen las propias empresas que le venden al Estado generan obstáculos para la adquisición a productores de la economía popular. En cuanto a la distribución, el municipio no cuenta con la logística necesaria para hacer frente al desafío actual, los bolsones se distribuyen en las pocas camionetas que tiene, en los vehículos particulares de les funcionaries y hasta en ambulancias. Si llueve, no pueden completar la distribución ya que varias zonas se tornan inaccesibles.
Otro punto de vista sobre las respuestas al hambre es el de las organizaciones sociales y, en particular, el de las mujeres que están en la primera línea de acción en los barrios populares. Silvia integra el Frente Popular Darío Santillán y es la responsable de un comedor en la Villa 21-24 de la ciudad de Buenos Aires. Desde que comenzó la pandemia, la fila a la intemperie, de día y de noche, no afloja. Las viandas del gobierno de la ciudad no alcanzan y las panaderías, verdulerías y carnicerías cercanas donan alimentos para completarlas.
Cuando llegaron al punto de armar listas de espera, abrieron nuevos comedores, ofrecieron meriendas y cenas y acercaron la comida a las casas de las personas aisladas por Covid. Cuando se flexibilizaron las medidas del ASPO, la demanda de comida no decayó: quienes empiezan a recuperar algo de sus ingresos los destinan a pagar las deudas acumuladas durante estos meses. En el comedor de Silvia preparan 3000 platos por día, sobre todo guiso de arroz o fideos, al que le agregan algo de carne. Frente a la crisis alimentaria son, una vez más, las mujeres cis y trans quienes sostienen las respuestas comunitarias, trabajan en los comedores barriales, atienden las demandas de vecines que, de hecho, no son solo alimentarias y ejercen el rol de cuidadoras de las familias y también en los barrios. Esta marca de género en los trabajos de cuidado y alimentación barriales ganó cierta visibilidad en la pandemia por Ramona Medina, una integrante de La Poderosa que trabajaba en un comedor popular de la Villa 31 y murió por Covid mientras el suministro de agua estuvo cortado por más de diez días.
Dinamización de la agricultura campesina en la pandemia
Pablo vive en la región de Traslasierra y es integrante del Movimiento Campesino de Córdoba (MCC), que, a nivel nacional, forma parte del Movimiento Nacional Campesino Indígena Somos Tierra (MNCI-ST).
El Movimiento activó redes de distribución de alimentos en plena pandemia para llegar a las barriadas de Mendoza, Córdoba, Neuquén y Buenos Aires. Junto con distintas organizaciones de la Argentina, el MNCI-ST es parte de la lucha internacional de la Vía Campesina por la soberanía alimentaria y la defensa del territorio. El eje de su programa ha sido el derecho de los pueblos a su tierra y a definir qué alimentos ingerir y cómo producirlos. Desde mucho antes de las disputas más recientes, la soberanía alimentaria ha sido su reivindicación frente al avance del capital trasnacional en el campo, la instalación del agronegocio, los alimentos transgénicos y los agrotóxicos.
Pablo cuenta que en Córdoba decidieron no especular con el aumento de la demanda y pudieron mantener los precios porque no dependen de insumos importados. Esta posición en el mercado contradijo el estereotipo generalizado sobre los orgánicos como un consumo caro y de élite. Algunos desafíos del aumento de la demanda se suplieron con organización: articularon entre distintas cooperativas para ofrecer bolsones de alimentos con productos de diferente origen. Otros obstáculos requieren una solución estatal. Las exigencias sanitarias e impositivas operan como un límite. Están pensadas para las grandes empresas y para riesgos sanitarios implicados en otra escala de producción y circuitos de distribución que no son los de las cooperativas, que buscan vender en mercados cercanos. El crecimiento de este sector de producción de alimentos requiere políticas específicas de acompañamiento, capaces de potenciar la tendencia en aumento de una “vuelta al campo” y apoyar a les jóvenes que retornan a su tierra después de estudiar en las ciudades.
La UTT tiene gran peso entre les pequeñes productores del periurbano bonaerense, incrementó su organización en los últimos años ofreciendo alimentos sanos y de calidad a precios accesibles, para una demanda creciente que en parte contribuyeron a consolidar. Mediante acciones colectivas novedosas como “los verdurazos” –un formato de protesta que comenzó en 2016 y consistió en la entrega gratuita de frutas y verduras en Plaza de Mayo y otros puntos clave–, mostraron el encuentro entre productores que reciben un precio irrisorio por sus productos y amplios sectores de la población que no pueden pagarlos en los supermercados.
La imagen de larguísimas filas a la espera de algunos alimentos frescos gratuitos fue la postal más clara de la irracionalidad social y económica del modelo de producción y comercialización en un contexto en que el hambre crecía como problema social. Ante la crisis alimentaria también articularon con otras organizaciones sociales para acompañar a los comedores y ollas populares en los barrios y con los municipios para complementar los aportes estatales.
La UTT sostuvo durante la pandemia el desafío de proveer alimentos de calidad y mantener los precios, y el 24 de marzo, apenas iniciada la cuarentena, asumió la presidencia del Mercado Central, el engranaje clave de articulación entre la producción agroganadera de diferente escala y la distribución hacia los puntos de venta urbanos. Fue un actor central para el lanzamiento del Compromiso Social de Abastecimiento junto con la Secretaría de Comercio de la Nación y operadoras y operadores mayoristas. Se trató de un acuerdo voluntario de precios sobre un conjunto de productos frutihortícolas para hacer frente a la especulación acelerada de los grandes supermercados durante la cuarentena obligatoria.
En ese primer mes de la pandemia, les productores nucleades en la UTT se vieron expuestes a las limitaciones para circular y al cierre de los puntos de venta. Sin poder acceder a una logística de distribución habilitada en el contexto del ASPO, colocaron sus productos en los mercados más cercanos y en pequeñas cantidades. Gran parte de la producción se perdió por no poder llegar a las ciudades.
Sin embargo, en los meses siguientes hubo transformaciones en la demanda y en la organización de la oferta. Aumentaron las compras de “alimentos sanos” y accesibles y la medida de aislamiento trajo cambios en las modalidades de consumo: dio tiempo para encargar con anticipación los pedidos y para organizar compras compartidas entre vecines. En los meses de aislamiento y distanciamiento, estas experiencias de comercialización incrementaron cuatro veces sus ventas, no solo en los barrios populares: un importante sector de la clase media empezó a incorporar este modelo de compra. Muchas personas pasaron a estar más horas en sus casas, lo cual facilitó la logística de las entregas a domicilio y el acceso a nodos de distribución barriales. El esquema de venta y distribución se canalizó mediante redes sociales y con entregas puerta a puerta.
Parte de este nuevo esquema de nodos de distribución fue una alternativa para trabajadores que habían perdido sus ingresos. Con una demanda que en la actualidad supera la capacidad productiva, estos canales de comercialización implicaron nuevos cuellos de botella: resultan costosos para les productores, requieren un gasto elevado en combustible y tiempo. Otra limitación deriva de que las formas no industriales de producción agraria son más vulnerables a las variables estacionales y a la falta de semillas que no se producen en el país.
Otros alimentos, otro modelo
La producción de alimentos concentra las tensiones y los límites de nuestros modelos productivos. María Eva Verde proviene de la militancia en organizaciones sociales. Con el cambio de gestión a escala nacional, pasó a estar a cargo de la Coordinación de Asesoramiento en Gestión de las Unidades Productivas, dependiente de la Secretaría de Economía Social del Ministerio de Desarrollo Social de Nación, desde donde se propone fortalecer al sector productor de alimentos de la economía popular. Según ella, los límites del sector no provienen de una baja capacidad productiva sino de la incertidumbre por la colocación de los productos.
Uno de los argumentos del realismo político que se rinde ante el modelo concentrado es que solo los grandes jugadores pueden responder al volumen que requiere el Estado. Esa idea se complementa con otra: que la agricultura familiar no tiene la escala suficiente para proveer al Estado. Sin embargo, un relevamiento de la Secretaría de Economía Social indica que las organizaciones producen al 40 por ciento de sus capacidades, es decir que podrían producir un 60 por ciento más con la misma infraestructura con la que cuentan. El problema, entonces, no es la capacidad de abastecimiento sino la ausencia de una demanda previsible y sostenida.
Por eso, para Eva Verde “el Estado se podría comportar como un organizador de demanda y no como un demandador. No salir al mercado a decir ‘que me vendan esto’. Evidentemente ninguna economía popular, ninguna cooperativa van a poder tener del día a la noche una producción enorme”. Organizar la demanda, en sus palabras, significa que “primero les pregunto a los consumidores qué es lo que van a querer, tomo esos pedidos y se lo pido a la producción”. Para esto, la herramienta central es la capacidad de compra del Estado, cuyo presupuesto prevé con anticipación la necesidad de abastecer de alimentos a escuelas, hospitales, cárceles, comedores. Esto le da la oportunidad de diversificar los proveedores y sostener varios espacios de producción que, además, están en condiciones de proveer productos de calidad. Esto implica no comprar todo solamente a uno o a unos pocos, sino diversificar la compra entre distintos productores. Suele decirse que comprarles a varios productores chicos es más caro que hacerlo a un solo proveedor, pero el episodio de los precios abusivos pagados por el Ministerio de Desarrollo demuestra lo contrario. Por otra parte, la política de compra estatal no tiene por qué responder a la eficiencia del gasto o de la gestión como únicos criterios.
La compra estatal es una herramienta que puede ser utilizada para contribuir al dinamismo de ciertos sectores productivos y para generar empleo. Segmentar permite, además, trabajar con pequeñes productores y generar articulaciones entre quienes producen.
Estas formas aseguran la continuidad de la fuente de trabajo, no generan excedentes en la producción ni disparan los precios para les consumidores. La generación de trabajo estable en la economía popular favorece la autonomía de las mujeres cis y trans, que representan entre el 70 y el 80 por ciento de la fuerza de trabajo del sector.
Eva Verde comparte una experiencia que da cuenta del potencial de esta perspectiva. Aunque la Argentina es un país productor, la mayor cantidad de bananas que consumimos se importan de Ecuador y de Brasil. Mientras las bananas que habitualmente se venden en los supermercados son grandes, amarillas e impolutas, las que se producen en la provincia de Formosa son más chicas, verdes y moteadas, porque se las cosecha de modo artesanal en lugar de con máquinas. Poco a poco, las bananas formoseñas se instalaron como alternativa orgánica en el mercado de Buenos Aires, donde se vendían a cuarenta pesos por kilo, mientras que les productores recibían solo un peso por kilo. A través de un acuerdo entre les productores locales y comercializadores de la economía popular, con la articulación del INTA, les productores pasaron a recibir cuatro pesos por cada kilo, que se vende a diez pesos en Buenos Aires. Este tipo de acciones aseguran la demanda, modelan la oferta y evitan que la mayor parte de las ganancias queden en la intermediación. Pero requieren el despliegue de políticas públicas y la construcción de vínculos atravesados por otras lógicas y por otros tiempos: se trata de construir lazos de confianza, acordar un esquema de pagos y atender las necesidades de cada parte.
Otra idea que se presenta como realista es que solo las grandes empresas “tienen espalda” para bancar los plazos que impone el Estado para efectivizar los pagos. Pero lo que Eva plantea es que todas esas reglas, formas de licitar y pagar del Estado están hechas a la medida de los “bolseros de alimentos de siempre”, que pueden responder a esas exigencias. Sobre este punto, destaca que “las cuestiones impositivas, legales, normativas, todas esas cuestiones, están siempre pensadas desde la economía tradicional, no desde otros sistemas económicos. El problema que tenés ahí es que todos los que están en otros sistemas económicos se tienen que adaptar a esas lógicas”. Y agrega:
“Una unidad productiva que hace gallinas o cerdos y los quiere vender a diez kilómetros de donde produce, tiene las mismas exigencias sanitarias, normativas, bromatológicas como si fuera a exportar y eso no puede ser, porque no es lo mismo. Entonces, lo que tenemos que hacer es que los parámetros sean adecuados a ese sistema, que no es menos, es distinto”.
Cada una de esas condiciones fiscales, sanitarias y financieras tiene una solución posible si lo que se busca es diversificar los proveedores del Estado.
La Tarjeta Alimentar y el IFE aportan otro ejemplo de cómo las políticas alimentarias pueden traccionar y fortalecer otros sectores de la economía. Para que esta enorme transferencia de ingresos no sea captada finalmente por los grandes jugadores es necesario facilitar e, incluso, incentivar la compra de alimentos en los canales de la economía popular. Con esta visión, Eva plantea que es crítico difundir las herramientas de cobro magnéticas o digitales en los centros de comercialización populares. Almacenes, mercados y ferias populares garantizan el acceso a alimentos de calidad nutricional, producidos por trabajadores de la economía popular que se guían por los principios del cooperativismo y la solidaridad, y procuran asegurar un precio justo en la cadena de producción y comercialización.
Desarmar estos estereotipos es fundamental para poder pasar de un modo asistencialista en la provisión de alimentos a uno productivo, que fortalezca la economía popular a partir de la capacidad política y económica que se deriva del lugar del Estado como máximo comprador y distribuidor de alimentos. Potenciar el modelo de producción de la agricultura familiar tiene, además, un efecto multiplicador. Es una política de dinamización del empleo, de cuidado del medio ambiente, de salud pública y, por supuesto, de acceso a alimentos. Hace falta, sin embargo, romper con cierta inercia institucional y derribar mitos sobre la agricultura familiar, que perpetúan un modelo que solo beneficia a unos pocos.
Presente y futuro de los alimentos
Las preguntas acerca del origen de la comida y de quiénes, dónde y cómo producen los alimentos que se consumen en el país permiten relacionar una diversidad de puntos críticos para el acceso a derechos y para el desarrollo social y económico. La trama de vínculos que se abre entre la producción y el consumo de alimentos atraviesa cuestiones diversas como la concentración y tenencia de la tierra y de otros medios de producción, las condiciones laborales, el acceso a las semillas y el empleo de agroquímicos, el uso sostenible de los recursos naturales, el dominio de la logística, las cadenas de valor, la concentración comercial del sector que acopia y distribuye, la distribución de ganancias y la política de precios, entre muchos otros aspectos.
Podemos pensar que el flujo de alimentos une las problemáticas de las comunidades campesinas e indígenas con las de los barrios populares urbanos, y con las de todas las personas que enfrentan cada vez más dificultades para sostener una alimentación sana en sus casas. Así las cosas, el contexto actual nos permite abrir nuevas preguntas sobre cuestiones clásicas como la relación entre campo y ciudad y el modelo agroalimentario para el consumo interno.
La economía popular y la agricultura familiar no son un sector menor en el esquema de producción. En algunas ramas, como la de lácteos, el volumen de las grandes empresas industrializadas se sostiene en su capacidad de compra y acopio de la leche producida por pequeños y medianos productores. En el marco de la crisis, los mercados de cercanía, las ferias populares o las distintas redes de consumo son respuestas que resultaron exitosas para que muches accedan a los alimentos sin la distorsión en el precio que imprimen los grandes intermediarios. Se han dinamizado principalmente por lógicas autogestivas y de organización popular.
Otras acciones son ensayos interesantes, como la sancionada Ley de Góndolas, que busca establecer topes para la participación de grandes empresas en los estantes de los supermercados y garantiza un piso para las pequeñas y medianas empresas y los productos de la economía popular y la agricultura familiar.
Los meses de aislamiento demostraron que el modelo de producción y comercialización de la agricultura familiar tiene mucha potencia. Una pequeña pero valiosa muestra señala ese camino: de las veintisiete comercializadoras que venden productos de la economía popular en 44 municipios de la provincia de Buenos Aires, casi el total de ellas indicó que aumentaron sus ventas en este período. Y en mayo de 2020, más de la mitad declaró haber experimentado un alza interanual de más del 40 por ciento.
Las maneras en que el Estado puede fortalecer este sector de la economía popular son múltiples, porque sus déficits y carencias afectan la tenencia de la tierra, de otros medios de producción, de posibilidades logísticas, de distribución, de colocación de productos, a los que se suman las limitaciones reglamentarias que no fueron pensadas para este sector. Un buen puntapié inicial sería desarrollar políticas de gestión territorial que garanticen el acceso a la tierra de manera adecuada a les productores de alimentos, ya que la informalidad en la tenencia de la tierra condiciona los alcances de toda la cadena de producción y comercialización de los productos de la agricultura familiar.
Hoy existen distintas iniciativas valiosas, propuestas desde el sector público y desde las organizaciones. Articular estas propuestas y lograr la escala y la integralidad suficientes para sentar las bases fundamentales de un modelo de producción y distribución de alimentos sanos para toda la población sería una apuesta realmente transformadora para la era de la pospandemia.
Fuente: Agencia Tierra Viva