Alimentando a los coches, no a la gente
El etanol es un agrocarburante elaborado, entre otros productos, con maíz. Su fabricación acaparará casi 40 por ciento de la cosecha de este cereal en Estados Unidos, el principal productor mundial. El inventario de este grano disminuyó la semana pasada al nivel más bajo en 30 años. La producción del agrocombustible es, en buena parte, responsable de ello.
En los últimos seis meses el precio del maíz se ha incrementado 62.40 por ciento. Para muchos millones de personas en el mundo eso significa una sola cosa: más hambre. La comida será más cara. Todo por una razón: en lugar de producir alimentos para los seres humanos, la agricultura se está orientando a alimentar coches.
El etanol está de moda entre las clases dirigentes. En el mundo se le presenta como un biocombustible. Y el concepto bio es lo de hoy. Vende mucho. Se asocia fácilmente con productos naturales que no contaminan, con la protección del planeta amenazado por la irresponsabilidad ecológica, con calidad de vida, con comida sana y nutritiva. También con tecnologías de punta que mejoran la producción de alimentos y enfrentan plagas exitosamente.
En todo el mundo desarrollado han comenzado a comercializarse mercancías bio. La creciente conciencia y la mercadotecnia las han convertido en un logo exitoso, que apela al consumo responsable y la conservación de la naturaleza. El capitalismo verde florece por doquier a costa de la justicia ambiental.
El último grito de la moda de lo bio son los biocombustibles. Desde hace unos cinco años, la elaboración de energéticos a partir de cultivos vegetales se ha extendido en América y Europa. Cada vez son más las marcas de automóviles que fabrican vehículos que funcionan a base de etanol y biodiesel. Sus promotores los presentan como una de las soluciones al calentamiento global.
Este impulso responde a tres causas fundamentales: los productos elaborados con petróleo y gas se han vuelto más caros y la oferta menos segura. La creciente preocupación por el cambio climático. Y el progreso de las ciencias biológicas, asociada a los significativos recursos destinados a la investigación y desarrollo para biotecnología.
Irónicamente, más que por el impulso del mercado, la fabricación de agrocombustibles ha crecido en los años recientes por el apoyo de cuantiosos subsidios y políticas públicas destinadas a su fomento.
En Estados Unidos la Ley de Política Energética estableció como requerimiento de combustibles renovables 4 mil millones de galones en 2006 y 7 mil millones en 2012. El ex presidente George W. Bush propuso como meta elaborar 35 mil millones de galones en 2017. Para promoverlos se han establecido estímulos fiscales: 51 centavos por galón para etanol, y un dólar por galón de biodiesel. Los fabricantes disfrutan de garantías de créditos autofinanciables, incentivos fiscales, apoyos a la producción y un programa federal ampliado de suministro de productos bio.
La Unión Europea estableció como directiva que 5.75 por ciento de todo el transporte basado en energías fósiles debería ser sustituido por agrocombustibles antes de 2010.
Desafortunadamente, más allá de la propaganda, diversos análisis científicos demuestran que los combustibles de origen vegetal no son una buena opción para combatir el cambio climático, pues no ahorran emisiones de CO2.
Resulta que para producir algunos agrocombustibles se requiere invertir mucha energía en forma de fertilizantes, transporte y destilación. Para su fabricación es necesario fermentar el vegetal. De ese proceso se obtiene un destilado similar al vino, con alrededor de 10 por ciento de alcohol. Pero, para que sirva como combustible, hay que convertirlo en alcohol a 100 por ciento. Para eso hay que invertir tanta energía como la que puede obtenerse del producto final. Así las cosas, considerando la energía que se requiere para su elaboración, un litro de etanol termina emitiendo más CO2 que el liberado por un litro de gasolina.
Y, por si fuera poco, la producción agrícola para producir etanol y biodiesel está fomentado la deforestación de selva tropical en Indonesia, Malasia, varias regiones de África y Brasil. Quemar selva para producir granos libera una cantidad enorme de dióxido de carbono en la atmósfera, calentando aún más el planeta.
Pero, en el corto plazo, lo más dramático es la estrecha relación que existe entre biocombustibles y hambruna. Como pudo verse en la crisis alimentaria de 2008 y en el alza en los precios agrícolas de finales de 2010 comienzos de 2011, la elaboración de agrocombustibles (junto con la especulación financiera) ha modificado drásticamente la producción de alimentos en el mundo. Hasta ahora la agricultura se había caracterizado por una caída sostenida en los precios reales, acompañada de incrementos temporales en los precios en algunos productos, producción excedentaria, agresivas políticas de apoyo a los precios y protección comercial.
Esta tendencia ha cambiado radicalmente. El nivel de reservas de granos y oleaginosas de acuerdo a los estándares históricos ha disminuido dramáticamente. Los inventarios de maíz y soya se han desplomado. Los precios de granos y oleaginosas se han incrementado. El costo del maíz, trigo, arroz, soya, se ha ido a las nubes. También el de los alimentos que se elaboran a partir de ellos, afectando a los pobres de los países no desarrollados. El riesgo de una nueva ola mundial de protestas por la carestía es inminente.
Los cultivos energéticos son una manera muy poco eficiente de usar la tierra agrícola. Para abastecer de electricidad a un país como Francia utilizando agrocombustibles se necesitaría utilizar toda la superficie disponible para sembrar cultivos energéticos.
Dejar de cosechar comida para alimentar los automóviles es un magnífico negocio para algunos pero muy mala apuesta para la humanidad.
Fuente: La Jornada