África: la última frontera, por Edith Papp

De nada parecen haber servido las protestas de 2003 contra la introducción de cargamentos de maíz transgénico en África Subsahariana como parte de la ayuda alimentaria ofrecida a las víctimas de la peor hambruna de las últimas décadas, ni la resistencia de países como Zambia a aceptarlos

La Agencia Estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID) vuelve a la carga a través de una campaña de marketing hábilmente concertada con entidades públicas y privadas, vinculadas a la industria biotecnológica, para promover el uso de alimentos genéticamente modificados y extender el uso de estas tecnologías en el continente, con la poco (y mal) oculta intención de convertirlo en un campo de pruebas al aire libre para sus productos de dudosa fiabilidad.

El “afán” de ayudar ahora tiene otras aristas, y tras el empeño no aparecen las imágenes de personas reducidas a carne y huesos, ni niños de aspecto cadavérico con sus barrigas hinchadas y sus brazos y piernas delgadas. Esta vez el hambre no es sólo de pan, sino también de conocimientos y recursos, tanto materiales como humanos, que forman parte de la larga lista de carencias del continente negro, devenido “cuarto mundo” durante medio siglo de historia supuestamente independiente, y un complejo proceso de “desarrollo a la inversa”, en medio de múltiples presiones externas e internas.

En vista de la resistencia que despertó el año pasado el intento de alimentar a los famélicos con maíz transgénico, los cerebros de la industria reconocieron la necesidad de trabajar el terreno con más tacto, optando por crear primero las condiciones para favorecer la aceptación de los productos genéticamente modificados (GM).

Para ello, en el ámbito de un nuevo proyecto, USAID dedicará en total unos 40 millones de dólares –que serán invertidos a través de diversas entidades y consorcios occidentales– para crear capacidades de investigación en biotecnología, elaborar los marcos legales de la bioseguridad y facilitar la diseminación de productos GM en el continente.

Si pensamos en los términos en boga de la sociedad del conocimiento, tal apoyo sólo nos puede parecer loable, pero las leyes del mercado lamentablemente tienen la mala costumbre de trastornarlo todo. La extrema pobreza de los países en cuestión, su crónico subdesarrollo económico y la dependencia cultural y científica del Norte hacen sospechar hasta al menos avezado.

Parece más que evidente que las investigaciones a apoyar con recursos se dirigirán, obviamente, al objetivo confesado de extender los cultivos transgénicos en un continente extremadamente vulnerable en todos los sentidos, mientras la ayuda legal para formular políticas nacionales de bioseguridad buscará, sin duda alguna, condicionar la toma de decisiones, debilitando las regulaciones propuestas para hacer frente a la invasión.

Los mismos que no se cansan de criticar a los Estados africanos –debilitados in extremis por las políticas de ajuste estructural aplicados desde los años 80 por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial–, por su corrupción y su incapacidad administrativa (males que efectivamente padece), buscan impedir de este modo que éstos cumplan con su función regulatoria, como expresión de soberanía nacional, en un asunto de tanta trascendencia para el futuro.

Si en Europa los temores con respecto a los transgénicos, se consideran más que justificados, las reticencias africanas de abrir el continente a estos productos tiene aún más razón de ser. Allí, la evaluación de los riesgos de los GM no sólo resulta extremadamente compleja debido a las carencias materiales y al atraso tecnológico: el medio ambiente del Sur agrava los peligros. Mientras los microorganismos eventualmente “escapados” de un laboratorio del Norte mueren en breve por las bajas temperaturas externas, en estos países el propio clima tropical o subtropical favorece su supervivencia y multiplicación. La extraordinaria biodiversidad de África incrementa a la vez la posibilidad de que los genes de los cultivos artificiales pasen a las especies locales, dando inicio a un proceso de cruces incontrolable, ya no sólo para los países afectados sino también para las empresas multinacionales que tan dueños creen ser de estas tecnologías hoy por hoy poco fiables.

No es de extrañar, por tanto, que el grupo africano haya sido uno de los más combativos durante la aprobación en el año 2000 del Protocolo de Cartagena sobre Bioseguridad –el único instrumento del derecho internacional para proteger la biodiversidad de los riesgos potenciales de los GM y que permite a los países menos desarrollados a rechazar la entrada de estos productos en su territorio– que entró en vigor en septiembre pasado tras su ratificación por más de 70 países.

Los esfuerzos cada vez más insistentes de la industria biotecnológica de penetrar en el mercado africano han generado también otras formas de resistencia: la Unión Africana elaboró una “Legislación Modelo” para favorecer el trabajo legislativo que los países del continente deberán llevar a cabo en esa materia. Su aplicación, sin embargo, se ve frenada por iniciativas como las financiadas desde ahora por USAID y por la conjunción de presiones externas con cuestionables políticas dentro del mismo continente.

La República Sudafricana, uno de los principales productores de transgénicos a nivel global, desempeña un papel de “puerta grande” en este juego político: fue uno de los primeros países del mundo que autorizó el cultivo de maíz blanco GM para consumo humano y, hasta hoy, constituye una vía de entrada de estos productos. Su alto nivel de desarrollo tecnológico, relaciones privilegiadas con Occidente y su abrumador peso económico frente al resto de África Subsahariana hacen prever que sus políticas serán imitadas –de buena gana o con reticencias– produciéndose un efecto dominó primero en la región meridional y luego en el resto del continente negro, como apuntan autoridades reconocidas en la materia, como el jurista Mariam Mayet, presidente del Centro Africano de Bioseguridad, con sede en la propia RSA.

Su habitual apertura a las nuevas iniciativas más cuestionables da pie a intentos como el de la gigante empresa de biotecnología Monsanto que, según denuncian organizaciones ecologistas sudafricanas, hace apenas algunas semanas solicitó allí la aprobación y el registro de su trigo transgénico, un producto virtual que todavía no se cultiva en ningún lugar del mundo a escala comercial.

Un eventual “sí”, que no es nada improbable, ayudaría a la empresa a buscar la aprobación de las propias autoridades de EE.UU. y Canadá, que llevan tiempo estudiando la misma solicitud sin haberle dado luz verde hasta el momento. Parece una curiosa coincidencia de maleficios que para el trigo GM se utilizara como herbicida otro producto de Monsanto, Roundup, basado en el glifosato, tristemente célebre por su uso como defoliante en la selva colombiana contra los cultivos de coca, que causa enormes daños ecológicos.

Para dar una idea de las implicaciones económicas de esa eventual aprobación basta con dos datos: que África importa anualmente más de 30 millones de toneladas de trigo, y que EE.UU. busca este año aumentar en ocho veces sus exportaciones de ese alimento al continente negro.

Si a todo esto agregamos los esfuerzos de tres grandes multinacionales como Monsanto, Syngenta y Dow AgroSciences, apoyados por USAID, para reconvertir los campos de algodón de África Occidental –en primer lugar Malí, Burkina Faso– en zonas de cultivos transgénicos, el empuje concertado parece más que evidente.

Y, frente a ello, las organizaciones ecologistas, asociaciones campesinas y otras organizaciones civiles empeñadas en divulgar los riesgos de la manipulación genética tanto en los círculos de poder como entre la población rural mayoritariamente analfabeta y muy ajena a las complejidades de la ciencia moderna; merecen todo el apoyo de la opinión pública mundial con sensibilidad medioambiental.

La autora es Periodista
Agencia de Información Solidaria

Fuente: Analítica.com, Venezuela

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