El Estado mexicano, a juicio en Juárez
El calentamiento social y el calentamiento global convergen en Juárez, en Chihuahua, como en pocas partes. La sequía y el calor polvoso muestran los rigores de un clima cambiado por la irresponsabilidad humana.
Los homicidios sin fin, las desapariciones, el desempleo, los feminicidios, las miles de casas abandonadas, las miles de empresas cerradas, los cien mil desempleados, hacen omnipresente el calentamiento social: un tejido social desgarrado, desigual, hirviendo de desigualdades, de enfrentamientos, competencias por lo más mínimo, atropellos de los poderosos a los pobres, desesperación.
Nada mejor que haber elegido Ciudad Juárez como sede de la primera audiencia del Tribunal Permanente de los Pueblos, estos días 27, 28 y 29 de mayo. Porque esta sociedad fronteriza, que fue por muchos años la punta de lanza de la integración del país al sistema mundializado de libre comercio y globalización de los procesos de trabajo, de producción y de reproducción de la vida cotidiana, ahora es el ejemplo vivo –o muerto– de la devastación.
¿A quién se va a acusar? Al Estado mexicano, en sus tres órdenes de gobierno y sus tres poderes, a todas sus instituciones y dependencias. Al sistema político de leyes, partidos, procesos. A las instancias paraestatales, como los sindicatos que no representan a sus agremiados y se someten al gobierno. A los patrones del Estado: el bloque hegemónico de la globalización compuesto por el gobierno de Estados Unidos, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y los grandes poderes económicos trasnacionales y nacionales. A los grandes poderes mediáticos, sus aliados de siempre.
¿De qué lo acusan? De haber entregado a la sociedad mexicana junto con toda la comunidad de seres vivos a un modelo económico que ha generado una gran devastación y múltiples violencias. La novedad de este tribunal es que, a diferencia de los casos de Vietnam y Sudamérica, por ejemplo, no pone en el centro una agresión militar o policiaca contra un pueblo. Gira en torno a los varios conjuntos que componen las políticas de ajuste, los tratados comerciales internacionales, las diversas formas de guerra sucia contra la población y los impactos sociales que reprodujeron ampliadamente su perversa incidencia. Por primera vez se analizan las políticas económicas, aparentemente tan técnicas y tan neutras, como generadoras de violencia, de destrucción. Porque, si bien de estos últimos 30 años sólo llevamos seis de una guerra no declarada, con balas, asesinatos y desaparecidos, los 24 años anteriores no fueron menos letales: en nombre de los ajustes y de las reformas estructurales se desplazó de su lugar de residencia a varios millones de personas, la inmensa mayoría de ellas de escasos recursos; se cerraron miles de fuentes de trabajo; se comprimieron el salario y las prestaciones de los trabajadores; se hicieron desaparecer ramas productivas completas; se talaron millones de hectáreas de bosques, se contaminaron miles de kilómetros de aguas y de suelos; se descuidaron la vida de las personas, la convivencia de las familias, se destruyeron comunidades enteras; se atropellaron los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales.
¿Quiénes son los agraviados? La sociedad mexicana en general, en la mayoría de sus clases sociales, sobre todo los grupos más vulnerables: mujeres, jóvenes, niños y niñas, adultos mayores; pueblos indios, personas con discapacidad. Los sectores productivos más orientados al mercado interno: agricultores de granos básicos, pequeñas y medianas empresas industriales, pequeños comercios, tiendas de abarrotes, deudores de la banca. Todos los sectores que han sido criminalizados por la protesta social: jóvenes, disidentes, comunidades que defienden su tierra o sus recursos naturales.
Todo esto se hizo con premeditación: las políticas de ajuste y de libre comercio se planearon detalladamente desde las agencias del Consenso de Washington, se elaboraron en México en forma de planes gubernamentales, como el Plan Inmediato de Reordenación Económica de 1982 o los planes nacionales de Desarrollo de 1983, 1989, 1995, 2001 y 2007. El TLCAN se estuvo discutiendo de manera cupular y en cada detalle desde 1990 hasta 1994. La contrarreforma agraria también se hizo con todo cuidado entre 1991 1992. En ningún caso se tomaron en cuenta las críticas, sugerencias, propuestas de académicos, de diversos sectores económicos, que hicieron ver los peligros y desventajas que implicaba para la nación adoptar estas políticas y firmar estos tratados. Numerosos movimientos sociales emergieron para impugnarlos; el más destacado, el levantamiento del EZLN el mismo día que entró en vigor el TLCAN; las acciones de la Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio o los movimientos campesinos como El campo no aguanta más o Sin maíz no hay país. Nada de esto fue escuchado.
Se obró con toda alevosía y ventaja: todo el aparato represor de Estado se empleó de manera autoritaria para aplastar disidencias. Todo el aparato ideológico del Estado y del duopolio televisivo acalló y descalificó cualquier crítica al modelo económico librecambista, con la complicidad de actores políticos como el PRI y el PAN.
El Tribunal Russell, antecesor del Tribunal Permanente de los Pueblos, logró que se queden bien grabadas en la conciencia colectiva de la humanidad las condenas a la guerra genocida de Vietnam, epitomizada en el uso del napalm contra los seres humanos; o la agresión omnímoda contra las personas y las instituciones democráticas, perpetrada por las dictaduras sudamericanas. Ahora, en México, tenemos la gran oportunidad de que la guerra que se ha emprendido contra el pueblo por quienes han impuesto el ajuste estructural, el libre comercio y la represión, sea condenada por una instancia simbólica, de conciencia, de la mayor autoridad moral, como es el Tribunal Permanente de los Pueblos.
Habrá que hacerle llegar de manera numerosa y entusiasta nuestras denuncias, nuestros agravios. Tornémonos sujetos, desde lo local lacerado lancemos la primera acusación a lo global perversamente localizado. Que esta rebelión simbólica y ética sea ahora nuestra nueva práctica para resistir al neoliberalismo, para empezar a desmontar su hegemonía y su impunidad.
La Jornada, 25 de mayo de 2012
Por Víctor M. Quintana