Biodiversidad, sustento y culturas #59
Es sorprendente y misterioso el tejido de los saberes de cada lugar, de cada rincón. Sólo desde el centro de nuestra propia experiencia adquiere su sentido pleno lo que sabemos, lo que compartimos y ejercemos, para cuidar la vida. Y eso es lo que somos.
Todo rincón es un centro: nuestra condición, nuestro entorno, nuestras circunstancias, nuestra historia y nuestros procesos actuales, son sólo nuestros, de quienes compartimos el lugar donde existimos. Esas circunstancias propias nos hacen diferentes de los demás pero al mismo tiempo nos hermanan con los otros porque a cada persona, familia, comunidad o colectivo, le ocurre lo mismo que a nosotros. Somos iguales porque somos diferentes. Es libertaria la idea de que todo rincón es un centro.
Tal tejido de saberes, vivencias, experiencias y visiones compartidas de rincón en rincón, viene desde el fondo de la humanidad, desde siempre, desde que la memoria recuerda la memoria de la memoria, o como lo dijera una señora de algún pueblo aislado en las montañas de algún lugar de América Latina cuando le preguntaron qué tan viejo era su pueblo: “los decires van más lejos que mi memoria y no se qué tan antigua sea mi comunidad pero ya varias veces se han muerto gentes de más de cien años”.
Así el dibujo que aparece en la portada de este nuevo número de Biodiversidad, sustento y culturas. Es tan actual lo que convoca y al mismo tiempo tan antiguo. Y es real la zozobra que algún espectador ha sentido de que algo terrible se muestra con esos rostros tapados, como sin identidad, pero lo cierto es que son colmeneros, mieleros, y su quehacer con las abejas y sus panales —que ahí se muestra—, sigue vigente incluso con los mismos mimbres, con los mismos canastos para cubrirse el rostro “porque se mira todo por entre el tejido pero protege muy bien contra los piquetes”. Igual debió ser cuando Bruegel dibujó a estos campesinos de los Países Bajos europeos en el siglo xvi. La misma sensación de solemnidad tal vez, de misterio o hasta temor pudieron convocar así vestidos desde el camino si algún viajero llegaba a toparlos. Pero la vestimenta sigue siendo eficaz, siguen siendo pertinentes los mismos rituales de trabajo y compañerismo, el mismo trato con las abejas y sus sociedades, porque hay comunidades para quienes sigue viva la apicultura. Los saberes relacionados se han transmitido desde entonces generación a generación y dentro de su misma tradición se actualizan. Dice Raimón Panikkar: “mediante una nueva encarnación de las experiencias tradicionales de la humanidad es como podemos ser fieles a ellas y es, además, sólo así como podemos profundizarlas y continuar la verdadera tradición. La auténtica tradición no consiste en la transmisión de fórmulas muertas o costumbres anacrónicas, sino en pasar la antorcha de la vida y la memoria de la humanidad”.
En el mundo moderno, el monopolio más total e impositivo es aquel que propone que todo método, toda práctica, todo razonamiento deben obedecer a una lógica industrial, aunque vaya contra las tradiciones y las estrategias comunes que durante milenios resolvieron la vida de la gente. Esto, que se reconoce poco, es una de las opresiones más profundas que sufrimos. Por esa lógica, el modo industrial suplanta todo quehacer, experiencia, inventiva, experimento y reflexión compartida que no siga la lógica de escala gigante y producción masiva —dañando inmensamente las escalas naturales del quehacer humano. Los métodos de la industria y las imposiciones de los técnicos, los políticos, los sistemas y los empresarios, son una barredora que puede arrasarlo todo en un suicidio planetario que no reconoce la importancia de ninguna relación, salvo la del dinero.
Y como el dinero sustituye todas las otras relaciones, la lógica industrial convierte todos los saberes en mercancía para hacer uso de ellos como partes de alguna producción en serie.
Tratar los saberes como mercancía es hacerlos cosas y tornarlos vacíos y ajenos. Es despojarlos del impulso creativo —y comunitario— de donde surgieron. Los saberes mercantilizados se tornan “conocimientos” enseñados por los “profesores”, certificados grado a grado por los “expertos” en el sistema oficial “educativo”, “económico”, “científico” o “asistencial”, hasta quedar desligados de la comunidad de donde surgieron. Entonces los controladores de empresas y gobiernos a nivel local, nacional y mundial pueden condicionarlos a su antojo y hasta utilizarlos contra la gente que antes les iba dando forma libre.
Que sean una mercancía los hace propensos de compra-venta. Estar certificados, usarlos como cosas, los pone a jugar como “propiedad”, en este caso “propiedad intelectual”, patentable. Al patentarse, son secuestrados del todo, y no pueden ya fluir en su eterna transformación creativa. El patentamiento es destruirlos como bienes comunes, es destruir la creatividad social. Porque es absurdo patentar todo el quehacer de una comunidad o adueñarse de los elementos que hacen la vida de toda una comunidad, un pueblo, una región. ¿Cómo es posible patentar la cultura de un pueblo? Pero se hace. Y cuando no se patentan, se menosprecian. La arrogancia académico-técnica puede considerar esos saberes “superstición, subjetividad, sentido común, ignorancia”.
Así, mucha gente los abandona y adopta el “conocimiento” de los expertos, que cuesta dinero, y que entraña también sumisiones y dependencias además de ser (en muchas ocasiones) contraproducente y nocivo porque se basa en supuestos ajenos, externos y que emparejan.
Se erosiona así la verdadera civilización popular que a contrapelo de los sistemas mantiene al mundo andando.
Porque los saberes no son cosas. Son tramados muy complejos de relaciones, muchas de ellas ancestrales, y se entreveran con la comunidad, el colectivo, la región, la circunstancia, la experiencia de donde surgen y donde se les celebra como parte de un todo que pulsa porque está vivo. A ese todo los pueblos indígenas del mundo le llaman territorio: ahí es donde los saberes encarnan, crecen y se reproducen mediante la crianza mutua, porque son pertinentes al entorno social, natural y sagrado que los creó y sigue creando. Pueden ser técnicas de cacería, métodos de siembra, limpieza, recolección, pesca, hilado, alfarería, cocción, herrería, costura, selección de semillas o su cuidado ancestral. Formas más abstractas como cosechar agua, equilibrar torrentes, convocar lluvias, recuperar manantiales, curar los suelos, desviar los vientos, curar nostalgias, pérdidas, malos sueños, dar a luz o restañar heridas. Son actitudes de dignidad y de respeto, pero también el empeño de no dejarse oprimir. Son modos de la querencia pero también modos de equilibrar el daño, la culpa y la zozobra. Son también formas de organización y de hacer claro el trabajo y la vida social compartida, son formas de lucha y resistencia contra el olvido.
Entonces muchos pensadores y la gente común, por igual, nos damos cuenta que el saber siempre se construye en colectivo, que no es posible que sepamos nada solos, que el saber individual es imposible, porque decir saber es decir lenguaje y el lenguaje es nuestro bien común más vasto y más expansivo. Entonces vamos entendiendo que los saberes son bienes comunes libres, y que si se privatizan se rompe el sentido de nuestra vida y se pone en riesgo el propósito fundamental de dichos saberes que es fortalecer la relación natural de respeto, cuidado y justicia entre las personas, las comunidades y el territorio natural donde nos relacionamos. Los saberes, construidos expresamente en colectivo, son la base de nuestras posibilidades de resistencia y utopía. Por eso, para que sigan vivos esos saberes, debemos asumir expresamente su impulso de resistencia.
Hoy, los pueblos, las comunidades, los colectivos indígenas-campesinos, pero también los colectivos urbanos de barriadas y favelas saben que para romper los cercos hay que reivindicar la construcción propia de los saberes, el impulso a nuestro tejido común de saberes no certificados, nuestra recuperación de la historia propia, nuestro propio diagnóstico de las condiciones que pesan sobre nuestra región, nuestros canales de confianza, nuestra creatividad social, es decir nuestra autogestión integral.
Biodiversidad, sustento y culturas, quiere ser un espacio real para hacer viable este sueño. En ese tejido compartido, nuestra revista puede ser una herramienta para intercambiar experiencias y hacerlas fuertes. Para impulsar acciones conjuntas y reflexiones colectivas de largo plazo. Por eso en este número en particular, quisimos celebrar los saberes que son el corazón de la tradición milenaria de los pueblos, las comunidades, los colectivos, y queremos reivindicarlos para que recuperen su fuerza y su potencial de sugerencia, creatividad y justicia.
Los saberes no son cosas, son tejidos de relaciones. Son procesos. Si seguimos viendo los saberes locales como cosas nos quedamos en la nostalgia de lo que se nos pierde o nos privatizan. En cambio, si reivindicamos con fuerza comunitaria los saberes y estrategias que construimos colectivamente, la visión que vamos compartiendo más y más, el trabajo común, desde nuestros rincones que son centros será más probable defender la vida con toda su esperanza.
(Editorial de Biodiversidad, sustento y culturas N° 59)
LA AGRICULTURA: SUS SABERES Y CUIDADOS por GRAIN - Aquí en PDF
Los pueblos del campo han sido los que han alimentado a la humanidad, incluso en el momento actual, cuando se despliega una verdadera guerra contra campesinos y pueblos indígenas. Otro hecho ignorado es que los campesinos y campesinas del mundo han sido los creadores y diversificadores de todos y cada uno de los cultivos que hoy disfrutamos como humanidad.
MISAK LEY - Aquí en PDF
El pueblo misak (guambiano), como constituyente primario, hace uso de nuestro Derecho Mayor, por ser antiquicio, vernáculo y originario de estas tierras y territorios, según nuestras constituciones y leyes y demás normas que nos han regido por miles de años por medio de la tradición oral en este continente, construidas por nuestros ancestros, abuelos, padres y hoy por nosotros los herederos de estas tierras, en donde están los huesos de nuestros antepasados, que son sagrados, las cuales nos legaron para protegerlas, defenderlas, y desarrollarlas con todos nuestros dioses y espíritus y con identidad, para nuestra sobrevivencia.
EL MISTERIOSO TEJIDO DE LOS SABERES DE CADA RINCÓN - Aquí en PDF
Esta vez queremos celebrar la magia de las relaciones que tejen día a día, hace miles de años, el tramado de saberes con que desde la crianza mutua los pueblos y comunidades cuidan el mundo y encarnan una civilización verdaderamente popular que los filtros culturales y políticos de los sistemas no pueden detener. Lo que aquí traemos son frases, poemas, fragmentos de textos, cartas de protesta, reflexiones e intervenciones públicas de diversos sabios comunitarios, casi todos indígenas, manifiestos y comunicados del pensamiento colectivo, más la voz de otros pensadores que reconocen la fuerza de esa misteriosa construcción común que no se queda en lo "pintoresco" sino que va desde el fondo de la humanidad, en su cotidianidad más íntima, hasta el ser más político con el cual se enfrenta y transforma el mundo.
MANIFIESTO DE LOS PUEBLOS DE MORELOS - Aquí en PDF
El siguiente documento, del cual presentamos algunos fragmentos, proviene de México, donde las comunidades indígenas que compartieron con Emiliano Zapata su idea del autogobierno comunitario basado en un territorio campesino indígena siguen, al filo del milenio, luchando por una vida digna, para lo cual hacen una valoración de los ataques que pesan sobre su futuro y hacen un diagnóstico con horizonte desde sus propios saberes
ATAQUES, POLÍTICAS, RESISTENCIA, RELATOS - Aquí en PDF
EL MAÍZ Y LA VIDA EN LA SIEMBRA - TESTIMONIOS INDÍGENAS DEL MAÍZ Y LA AUTONOMÍA EN MÉXICO - Aquí en PDF
Uno de los rasgos más antiguos de los pueblos originarios es que nuestra vida es la siembra. Ser campesinos no es una actividad más. Toda nuestra visión milenaria y nuestra manera de relacionarnos con el mundo viene de ahí. Ser sembradores, desde siempre, producir nuestros propios alimentos, cuidando de la familia y la comunidad, nos hace ver el trabajo, las relaciones sociales, el espacio y el tiempo, de un modo particular. Los campesinos valoramos lo comunitario y en colectivo nos relacionamos con la tierra. La conversación con que se crió el maíz es también colectiva. En gran medida, quien siembra para comer no necesita trabajar por dinero para aquéllos que explotan su trabajo. Nuestra relación con la siembra, minuciosa y detallada, crea vida a diario y nos hace prestar atención a muchos signos. En cada una de nuestras tareas de cultivo se cumplen ciclos diminutos que dan orden, sentido, al paso largo de otros ciclos más grandes como el del sol durante el año, en un verdadero tejido de estaciones, climas, humedad. Los campesinos vemos detalles que la gente de las ciudades no mira. Ser sembradores, campesinos, es una espiritualidad completa, colectiva, comunitaria, que nos enfrenta de inmediato con los sistemas que nos quieren imponer tantas formas de relacionarnos. Esto nos da conciencia de ser diferentes, de resistir las imposiciones, nos hace ver claramente los ataques de los gobiernos y las empresas. Pensar que el maíz es sólo un "rasgo cultural" que hay que "comprender", "tolerar", en una época de "multiculturalidad"; proponer que la cultura o vía campesina es un aspecto del pasado al que hay que guardarle un nicho (si se pudiera en un museo, mejor) es no entender que nuestra vida sin maíz, sin siembra, no es vida. Ser sembradores no es folklore, es nuestra existencia entera.
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