Tecnologías que envenenan
El herbicida dicamba, uno de los más utilizados en el país, es mucho más tóxico que otros como el glifosato y el 2,4D. En anfibios puede generar cambios hormonales, lesiones celulares y de los tejidos hepáticos. Así lo demuestra una investigación reciente realizada por investigadores de la Universidad Nacional del Litoral y el CONICET.
Uno de los herbicidas más utilizados en el país y que más controversias ha generado es el tan nombrado glifosato. Sin embargo, no es el único que se diluye en los campos argentinos ni tampoco el más tóxico. Según un estudio que acaba de ser publicado en la revista científica Environmental Science and Pollution Research, el dicamba, otro de los agroquímicos de uso común en la Argentina, puede ser hasta diez veces más nocivo. “Mientras que para matar a un renacuajo bastan concentraciones de 20 o 30 microgramos de glifosato por litro (mg/l), solo se necesitan 0,20 mg/l de dicamba para generar el mismo efecto”, explica Andrés Attademo, investigador del Laboratorio de Ecotoxicología de la Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas de la Universidad Nacional del Litoral (FBCB-UNL), y agrega que, si se lo compara con el 2,4D (prohibido en la Argentina desde el año 2016, pero que se sigue utilizando), la toxicidad es aún mayor: se necesitan 1040 mg/l de esta sustancia para generar el mismo daño que con apenas 0,20 mg/l de dicamba.
“El trabajo demuestra que la concentración que afecta a los anfibios es muy baja, por eso sostengo que es necesario volver a evaluar y recategorizar la peligrosidad de este herbicida porque, en concentraciones muy bajas, produce un daño terrible”, advierte Attademo, que es doctor en Ciencias Biológicas especializado en Bioecología y medición de biomarcadores. El investigador aclara que, para este estudio, utilizaron versiones “emulsionantes” de esta sustancia, que son las que generalmente se encuentran en el mercado, y que mostraron ser más tóxicas que las versiones “solubles”.
A través del análisis de biomarcadores –que permiten medir cambios en la biología, estructura, forma o encimas de los organismos, ante la presencia de sustancias químicas o físicas, como podrían ser los pesticidas o metales pesados–, esta investigación proporciona la primera evidencia experimental de los efectos subletales agudos que produce el dicamba en dos especies de renacuajos nativos de la Argentina (llamados científicamente S. nasicus y E. bicolor), que son característicos de la zona del litoral, una de fondo y otra de superficie. Así, detectaron que, por ejemplo, el dicamba ha generado cambios hormonales en las tiroides así como lesiones celulares y en los tejidos del hígado de estos anfibios, entre otros.
“En el trabajo también medimos la tiroxina, una hormona de crecimiento que resultó modificada en los renacuajos al quedar expuesta al dicamba”, agrega Attademo, uno de los autores del estudio, junto con sus colegas Rafael Lajmanovich, Paola Peltzer, Ana Paula Cuzziol Boccioni, Candela Martinuzzi, Fernanda Simonielo y María Rosa Repetti.
Otro dato relevante lo obtuvieron al medir cómo afectaba el dicamba a una enzima denominada “acetilcolinesterasa”, que se encuentra tanto en el sistema nervioso central como en el autónomo de los anfibios. Al entrar en contacto con el dicamba, esta enzima resultó inhibida. “Eso inhibe a todo el sistema nervioso y el animal deja de hacer muchas de sus funciones habituales: no podrá respirar ni alimentarse, tampoco podrá ocultarse de sus depredadores y sus movimientos quedarán como frenados”, ejemplifica Attademo, y advierte que, cuando esto se observa en la fauna silvestre, se lo denomina “muerte ecológica”, porque si bien el animal está vivo, al no poder hacer sus funciones habituales terminará muriendo en poco tiempo.
El dicamba es un herbicida de alta volatilidad, es decir, que cambia rápidamente de su estado líquido a gas o vapor, y así se mueve hacia superficies más amplias. Por eso, por ejemplo, las principales empresas productoras de este herbicida, como Bayer-Monsanto, BASF y Dow-Dupont, están enfrentando juicios multimillonarios en Estados Unidos, adonde resultaron afectados cultivos no transgénicos (aledaños a los cultivos transgénicos sobre los que se aplicó este producto), generando importantes pérdidas económicas y de salud.
En ese país, incluso, el uso de este herbicida ha sido prohibido por la Corte de Apelaciones con jurisdicción sobre California, Arizona y Washington, a mediados de 2020. Además, según detallan los investigadores en este estudio, en Estados Unidos se encontraron concentraciones máximas de dicamba en quince reservorios de agua potable, incluso en regiones consideradas libres de insumos agrícolas, como en California, adonde se lo encontró en muestras de agua y sedimentos.
Sin embargo, en la Argentina, el dicamba es el tercer herbicida más utilizado, especialmente en céspedes, pastizales y varios cultivos, como maíz, arroz y algodón. Su uso se intensificó a partir de la última década, especialmente por la pérdida de efectividad del glifosato. En el año 2018, a pesar de que en otros países ya se había encontrado resistencia a este herbicida y algunos granjeros estadounidenses ya advertían sobre los daños sufridos en sus cultivos por esta sustancia, en la Argentina se autorizó el uso de un tipo de soja transgénica resistente al dicamba. Se trata de la denominada MON 87708 x MON-89788, de Monsanto, aprobada por medio de la resolución 30/2018, de la Secretaría de Alimentos y Bioeconomía del entonces Ministerio de Agroindustria, a cargo por entonces de Luis Miguel Etchevehere, expresidente de la Sociedad Rural Argentina.
Según el Atlas del Agronegocio Transgénico en el Cono Sur, elaborado por Acción por la Biodiversidad, en mayo de 2020, existen al menos 61 eventos transgénicos aprobados en la Argentina, y estos cultivos (principalmente de soja, maíz y algodón) ocupan más de 24 millones de hectáreas del territorio nacional. Sobre ellos, durante 2017 se esparcieron 240 millones de kg/l de glifosato (casi siete veces más que los 35 millones de kg/l que se aplicaron en 1997), a los que habría que sumarles otros herbicidas utilizados, como el paraquat, clorpirifos, mancozeb e imidacloprid (que son los más importados), y la cuestionada atrazina, cuyo crecimiento en la Argentina fue acelerado, tal como detalla esta publicación a partir de datos oficiales de SENASA. En el año 2013, se importaron 51.350 litros de atrazina (principio activo), mientras que en 2015 fueron 2.060.500 litros y en 2017 se multiplicó a 5.359.000 litros.
“El uso masivo de plaguicidas en la agricultura moderna ha generado preocupación mundial debido a la amenaza que representan para los ecosistemas”, advierten los investigadores del Laboratorio de Ecotoxicología de la UNL, que en este caso trabajaron en conjunto con colegas del Laboratorio de Toxicología de la Facultad de Bioquímica y Ciencias Biológicas (FBCB) y de la PRINARC, de la Facultad de Ingeniería Química, y que se especializan en estos temas desde hace al menos dos décadas. Así, por ejemplo, han detectado que l a mezcla de glifosato con arsénico en el agua genera daños en el ADN, así como mutaciones en el metabolismo y afecciones en el sistema hormonal de los anfibios, entre otras evidencias científicas sobre el impacto de los agrotóxicos sobre la salud y el ambiente, tomando como referencia principalmente los cambios en estos pequeños seres acuáticos.
“Se dice que los anfibios son como los canarios de las minas, porque cuando no había tecnologías para detectar la concentración de carbono o alguna sustancia tóxica en el ambiente, los mineros entraban con una de estas aves a la mina y si se moría sabían que tenían que salir. Ahora se dice lo mismo de los anfibios porque son muy sensibles a cualquier cambio ambiental y son los primeros en demostrar que estas sustancias están generando un perjuicio”, sostiene Attademo. “Este no es un modelo que se pueda trasladar a los humanos, pero si esta u otra sustancia con la que experimentemos produce cambios en los anfibios, no estamos muy lejos de que algunos de esos cambios nos ocurran a nosotros”, concluye.