Suplemento Ojarasca N° 286 | La pandemia de la aceleración
"Los países latinoamericanos tienen la asquerosa costumbre de asesinar a dirigentes indígenas, defensores de los derechos humanos y el medio ambiente, opositores a megaproyectos y al narcotráfico. Ahora la pandemia pone en crisis la continuidad de conocimientos, memorias, claves de existencia y resistencia, mitos pulidos a lo largo de los años y los siglos como piedras preciosas de la tradición oral y la historia colectiva. En México, tojolabales, purhépechas, nahuas, nu savi han perdido voces pilares. Como el resto de las sociedades nacionales, desde luego, la pandemia no distingue clases ni diferencias genéticas. Pero en muchos pueblos y tribus del continente, las pérdidas son especialmente irreparables".
UMBRAL
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Es claro que los daños sanitarios que provoca la pandemia de Covid-19 en el continente americano adquieren dimensiones aún mayores en las comunidades originarias y entre los indígenas rurales y urbanos de los distintos países.
Los registros varían según el momento en que se realizaron y si son de pueblos o regiones establecidas o de la volátil población migrante. Van de recuentos precisos y confiables, como los navajo de Estados Unidos o ciertos pueblos amazónicos, hasta datos rasurados e inverosímiles (o al menos incompletos), pues de México a Argentina las autoridades suelen quedarse cortas en sus registros. Aun así, el INPI de México aventuraba el dato de 11 mil muertes indígenas a mediados de noviembre pasado, sin considerar muchas muertes enmascaradas en comunidades de Guerrero y Chiapas, ni las numerosas muertes de migrantes mexicanos, muchos de ellos indígenas, entre Nueva York y California, entre Watsonville y Alberta.
El evento recorre las Américas. Están desapareciendo dirigentes, chamanes, autoridades tradicionales. Por ejemplo, José de los Santos Sauna Limaco, de 44 años, gobernador del pueblo kogui, en la Sierra Nevada en Colombia, “no logró sobreponerse a las complicaciones que le provocó el COVID-19”, como reportaba en agosto de 2020 Thelma Gómez Durán ( https://es.mongabay. com/2020/08/dia-pueblos-indigenas-covid-19/). Mencionaba a otros dirigentes y autoridades tradicionales fallecidos por la pandemia: el líder awajún Santiago Manuin Valera en la Amazonía peruana y Claudio Centeno Quito, autoridad de la nación sura en Bolivia.
Con esta pandemia, citaba Gómez Durán al dirigente de la Coordinadora de las Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA), el wakuenai kurripaco de Venezuela José Gregorio Díaz Mirabal, “se han ido millones de conocimientos ancestrales sobre la selva. Conocimientos que pueden salvar al mundo, saberes sobre el manejo de plantas, el manejo de ecosistemas que no lo sabe ningún científico. Para nosotros el mayor dolor es que se va toda una historia de nuestros pueblos”.
En el extremo norte de las Américas, en tanto, entrado 2021 se sobrepusieron voces nativas lamentando esa tragedia en términos parecidos. No es una pérdida regular sino extraordinaria. Ya desde mediados de 2020 se registró entre los navajo la mayor mortandad por el virus en ese país (a su vez el más mortal del mundo en la pandemia), tendencia estadística que duró varios meses. Esa nación perdió líderes, sabios y maestros en escala trágica.
A principios de este año, New York Times reportó que las muertes de hombres y mujeres mayores de las tribus en la pandemia están causando una crisis cultural para los indígenas de Estados Unidos. “Es como una quema de libros”, dijo Jason Salsman, vocero de los muscoguí de la nación cri (creek). “Estamos perdiendo un registro histórico, enciclopedias, ya no hay quien transmita esos conocimientos”.
Por los mismos días, Clayson Benally, de la nación navajo, dijo a la cadena CNN: “Cada vez que se muere uno de esos mayores, es como si una entera biblioteca ardiera, todo un hermoso capítulo de nuestras historias y ceremonias. No está escrito, ni dictado, y no vas a encontrarlo en Internet”.
Para principios de febrero, The Guardian informaba que las muertes indígenas equivalían al doble en comparación con la población blanca, y que había ya muerto uno de cada 475 nativoamericanos. Ante el dato de que muere al menos el uno por ciento de la población originaria, el historiador cherokee Desi Rodríguez-Lonebear lo extrapolaba a la población no indígena de estadunidenses: equivale a tres millones de fallecimientos.
Ahora se ve venir en América Latina una “segunda ola” de la pandemia. Colombia, Perú y Bolivia enfrentan situaciones críticas. En Venezuela, COICA hizo un llamado a los gobiernos nacionales en la Amazonia para que implementen barreras sanitarias y cercos epidemiológicos, además de garantizar atención médica para los pueblos indígenas.
“Hemos decretado alerta máxima en las fronteras indígenas con Brasil, es decir, por el Río Negro, Guainia y Amazonas entre Colombia y Venezuela, en todas las fronteras indígenas con Perú y Bolivia, en Surinam y Guyana”, informó en enero el ya mencionado Díaz Mirabal (https://es.mongabay.com/2021/01/covid-19-pueblosindigenas- temen-el-impacto-de-la-segunda-ola-de-lapandemia/). Discriminación, racismo, injusticia, deliberado abandono, incluso genocidio, se incrementan sordamente en la pandemia. La desigualdad domina los cuidados preventivos, el acceso a la atención médica, los hospitales y los crematorios. Previsiblemente, los indígenas serán los últimos en acceder a las vacunas, acaparadas ya por los ricos y los gobiernos cuyos cálculos son absurdos o erráticos (como en Brasil), electorales (Ecuador, Bolivia, México), y en todas partes cínicamente mercantiles. Es una tendencia mundial, y Wall Street saca toda la raja del mundo con la venta de medicamentos para una humanidad enferma o en riesgo de contagio.
Aún es temprano, lamentablemente, para sacar las cuentas definitivas de estas pérdidas de vidas indígenas, que son también de experiencias y conocimientos depositados en los mayores y los jefes naturales de todos los pueblos, del Ártico a la Patagonia, con la Isla de la Tortuga, el área mesoamericana y Abya Yala incluidas.
Los países latinoamericanos tienen la asquerosa costumbre de asesinar a dirigentes indígenas, defensores de los derechos humanos y el medio ambiente, opositores a megaproyectos y al narcotráfico. Ahora la pandemia pone en crisis la continuidad de conocimientos, memorias, claves de existencia y resistencia, mitos pulidos a lo largo de los años y los siglos como piedras preciosas de la tradición oral y la historia colectiva. En México, tojolabales, purhépechas, nahuas, nu savi han perdido voces pilares. Como el resto de las sociedades nacionales, desde luego, la pandemia no distingue clases ni diferencias genéticas. Pero en muchos pueblos y tribus del continente, las pérdidas son especialmente irreparables. Navajos, tsotsiles, yanomani y mapuche comparten la misma carencia de médicos, clínicas y medicamentos para enfrentar la pandemia. Enfrentan adversidades alimentarias, acechanzas de invasores y piratas en sus tierras y aguas. Muchos viven bajo un régimen de guerra, así sea encubierta. La pandemia abrió un nuevo frente al riesgo histórico en que viven los pueblos originarios, sus lenguas y sabidurías diversas.
Si de verdad quisieran dejar de ser genocidas, los Estados y sociedades nacionales deberían asumir la obligación de salvar esas desigualdades y reconocerles su diferencia y autonomía. Las experiencias de los zapatistas en Chiapas, ikjoot y mixes en Oaxaca, me’phaa en Guerrero, prueban que ése es el camino de una sobrevivencia digna. Ni más, ni menos.
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Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada