Suplemento Ojarasca N° 272: Treinta años de políticas atroces y resistencias puntuales
Otra vez para los pueblos originarios de México es hora de los espejismos. Sí, de los espejitos también. Y a pesar de la cantidad de engaños, trampas y decepciones que han recibido siempre de los gobernantes desde la conquista ibérica y la unificación cartográfica del territorio colonial-nacional, hoy nuevamente están obligados a convencerse de que el desarrollo en clave capitalista (entintada en populismo) es lo mejor que les puede pasar.
UMBRAL: Desarrollo en clave capitalista
Otra vez para los pueblos originarios de México es hora de los espejismos. Sí, de los espejitos también. Y a pesar de la cantidad de engaños, trampas y decepciones que han recibido siempre de los gobernantes desde la conquista ibérica y la unificación cartográfica del territorio colonial-nacional, hoy nuevamente están obligados a convencerse de que el desarrollo en clave capitalista (entintada en populismo) es lo mejor que les puede pasar. Ello, contra toda evidencia histórica y, visto con la perspectiva actual, también climática. Los indios, tan cerca de la tierra y tan lejos del mercado.
Para sorpresa de algunos, la divisa del nuevo régimen es el viejo extractivismo, la siempre idealizada inversión privada, la ya innecesaria expansión industrial, turística y urbanizadora montada en especulación, deforestación y desecación de los suelos, pozos y ríos que pertenecen a los pueblos originarios, casi siempre a costa de muchos sacrificios. Bajo otras etiquetas, tenemos más de lo mismo, y en casos extremos cabe decir que peor.
Es así como la ruta del mal llamado Tren Maya multiplicará las metástasis de la mal llamada Riviera Maya en el territorio de los verdaderos pueblos, ancestrales como los que más, cuidadores comprometidos con la tierra de un modo ajeno a los especuladores buenaonderos de la hora.
El gobierno de Andrés Manuel López Obrador jamás lo hace explícito, ni falta hace, pero en los hechos, al ignorar las autonomías indígenas de cualquier índole, se convierte en su enemigo con toda la fuerza del Estado. Todo lo indígena, previamente etiquetado como “pobre”, venga para acá. Nada de que autogestión, autogobierno, regiones autónomas sin partidos ni iglesias que propaguen las promesas del bienestar. La gestión de ese control la ejercen distintas instancias de gobierno, con destacada participación de las secretarías de Bienestar, Educación Pública, Cultura, Agricultura, Obras Públicas y, en lugar destacado, las fuerzas armadas y su híbrido la Guardia Nacional. En el terreno operan el InstitutoNacional para los Pueblos Indígenas, los partidos políticos afines al gobierno, y en su propia pista los partidos políticos opositores, que donde pueden,desestabilizan a las comunidades.
Si la autonomía, demanda indígena explícita desde 1990-92, hubiese alcanzado en San Andrés Sakamch’en (1996) o en 2001 el rango constitucional que merece la población indígena más numerosa y diversa del continente, el porvenir de los pueblos originarios se encontraría menos amenazado. La actual ofensiva integracionista es más vasta e intrusiva que durante las etapas sucesivas de manipulación corporativa priísta, desde las centrales campesinas charras y el indigenismo original hasta la paramilitarización y la depravación comunitaria que promovió el PRI tardío.
Más cristiana que juarista, pese a la retórica oficial, la llamada a misa hoy se llama “Consulta Ciudadana”, que en su concepción placera de la democracia pasa por alto las regulaciones internacionales en la materia y la participación paritaria de los pueblos originarios afectados, de manera que la pregunta “a todos” de si tal obra “va o no va”, deja la decisión digamos a Cuernavaca o Mérida, las urbes donde no están los poblados y campos de los pueblos directamente afectados siempre estorbosos, aunque sean folclóricamente decorativos.
Con la fácil adjetivación de “conservadores” se descalifica a los pueblos que quieren otra cosa que los planes que el Estado impulsa con un entusiasmo que da vértigo. Más aún en este momento, cuando se firma y reafirma el acuerdo de libre comercio para Norteamérica en términos favorables a Estados Unidos. De modo similar concebía Octavio Paz a Emiliano Zapata, hoy santo oficial luego de sexenios de exilio institucional por culpa de unos nuevos zapatistas que desde 1994 han venido importunando al Estado. Si donde Paz escribió “Zapata” ponemos “indígenas opositores” (aquellos que demandan autonomía, o quizá sólo quieren seguir existiendo) y viene a pelo:
“… el desconfiado campesino del sur, astuto y legalista, solitario y comunitario, revolucionario y tradicionalista, poseído por una sola idea, fija y devorante: la vuelta a la edad mítica de oro del comienzo, la comunidad original de los labriegos y los artesanos libres, la aldea anterior a la historia” (en el prólogo a la biografía Emiliano Zapata, de su padre Octavio Paz Solórzano, Fondo de Cultura Económica, 1989).
Algo parecido había dicho John Womack al sugerir desde 1969 que los zapatistas eran “unos campesinos que no querían cambiar y que, por eso mismo, hicieron una revolución”. La actual acusación subterránea (blandida con furor en redes sociales, haciendo eco a los operadores oficiales que promueven los nuevos megaproyectos) alega que quienes se oponen a los grandes desarrollos y al progreso pretenden que los indios “sigan en la pobreza”. Porque, recordemos, el binomio elemental es un indio = un pobre. Sin matiz las dádivas monetarias, las campañas clientelares y la repartición de espejitos a cambio del cauce, el valle, o para que planten unos arbolitos que les venimos regalando.
Las edulcoradas promesas de progreso están por resultar una nueva adormidera para los pueblos. Por lo pronto, ya los está dividiendo.
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Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada