Suplemento Ojarasca N° 271: El regreso del conejo en la cara de la luna
Aunque los gobiernos mexicanos del fin de siglo y los del XXI hicieron lo posible por norteamericanizarnos, México nunca se fue de América Latina, hasta que en los años ochenta se incubó en las universidades privadas, los tanques de pensamiento y los partidos políticos, que eran dos —no, más, uno— la idea de que “nuestro destino era Norteamérica”.
UMBRAL: Nunca nos fuimos de América Latina
Políticos, académicos, empresarios e incautos de diversa laya se lo creyeron, y comenzó la construcción del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, privatizando con loco frenesí (lo que devino una manera de robar a la vista de todos), malbaratando el país para atraer capitales y clientes. Los ricos soñaron el mismo “paraíso para inversionistas” que hoy propugna su heredero Alfonso Romo, en funciones de vicepresidente de México, del que emanan las directrices no sólo de cómo llevarse con los barones del dinero, sino la médula misma de la “política social” de bienestar (de felicidad, se llega a decir), dirigida a “los pobres”. Ahí tienen como prueba el cacareado y peligroso programa “Sembrando vida”, o los megaproyectos en Mesoamérica.
Podemos culpar al neoliberalismo del aislamiento regional, mal paliado por la decrépita Organización de los Estados Americanos (OEA), fiel instrumento de control de Washington. Como todas las etapas coloniales que hemos padecido, compartimos ésta con el resto de naciones latinoamericanas (incluyendo a sus “no latinos” indígenas y afrodescendientes). Pero la condición colonial llevó siempre integrada la división, el divorcio, el aislamiento, la rivalidad regional. Recuérdese la soledad de la Cuba revolucionaria en 1960, o la de Venezuela hoy mismo. O bien la tolerancia cómplice de las “democracias” latinoamericanas con las dictaduras golpistas de Sur y Centroamérica. El Estado mexicano pudo ser la excepción gracias al ejemplo de Lázaro Cárdenas. Lo experimentaron los guatemaltecos en los 50, los chilenos, argentinos, uruguayos, brasileños y nicaragüenses en los 70, los salvadoreños y guatemaltecos en los 80. El pueblo mexicano recibió a los exilados del área con los brazos abiertos. También pueden atestiguarlo activistas y creadores perseguidos de Colombia, Haití y Bolivia en aquellos años.
Cuando una nueva generación de tecnócratas se apodera del PRI y del Estado hacia 1986, con la tolerancia de Miguel de La Madrid, inicia el viraje que permitió la bonanza de los nuevos millonarios (Romo incluido) pero nos llevó a la estacada, merced al racimo de “reformas” que desfiguraron la Carta Magna, y la multitud de Leyes que se la pasaron por el Arco del Triunfo. Con singular entusiasmo se desmantelaron la seguridad social, la reforma agraria, los derechos laborales, la educación pública; en fin, las conquistas revolucionarias que caracterizaron al siglo, eventualmente acaparado por el autoritarismo del PRI. El neocardenismo intenta atajar esa ruta en 1988, pero el gobierno consuma el mayor fraude electoral de los muchos que cometió y seguiría cometiendo, cumple sus propósitos y pone todas sus fichas en el club de los ricos, la red de libre comercio favorable a Canadá y Estados Unidos, y más adelante la Comunidad Europea, especialmente la neocolonial España.
La parranda se les empaña en 1994 con el levantamiento indígena en Chiapas y la generalización del despertar de los pueblos originarios en el país, en la estela del neozapatismo rebelde. La ruta del poder no cambia, sólo añade la guerra de exterminio, la contrainsurgencia en el sur y sureste, y así se siguen el traidor Ernesto Zedillo, el fantoche Vicente Fox y el desastroso Felipe Calderón. La tienda cambia de gerentes, pero nada frena la línea de destrucción y desmantelamiento de recursos y soberanía. Sabíamos que el crimen organizado corroía crecientemente al aparato institucional, la “colombianización” fue imparable. Así llegamos a 2006, cuando Fox, Calderón y los gobernadores del Estado de México y Oaxaca (Enrique Peña Nieto y el inolvidable Ulises Ruiz) desatan la persecución brutal contra el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra en Atenco y la Asamblea Popular de Pueblos de Oaxaca. Enseguida el panismo nos embarca en su guerra contra el narcotráfico (que primordialmente fue contra los pueblos originarios, aislados y debilitados por la acción castrense y policiaca).
México se desdibuja para América Latina, y si acaso recicla vínculos con los neoliberales de Chile y Colombia, bajo la tutela de Estados Unidos. Al iniciar el siglo XXI se generan nuevos escenarios regionales en América del Sur. Al triunfo de Lula, Brasil emerge como potencia “progresista”, y se crean estrategias regionales por los nuevos gobiernos “progresistas”, pero extractivistas al modo neoliberal, en Venezuela, Argentina, Uruguay, Ecuador y Bolivia. En México la ruta sigue sin cambiar con el retorno del PRI y la continuación de la “guerra” ya no sucia, cochina, a lo largo y ancho del país. Como si fuera virtud, nos parecemos más que nunca a la Colombia de Uribe y Santos. La corrupción, la desigualdad creciente y el hartazgo en 2018 permiten el triunfo “progresista” de un candidato que nunca dijo ser de izquierda pero la izquierda creyó que sí lo era. Una parte lo sigue creyendo. El nuevo presidente, Andrés Manuel López Obrador, decretó “el fin del neoliberalismo”, pero con el pretexto de las fronteras y la migración “ilegal” debió bailar al son de Donald Trump. Otra vez Washington. Rápidamente pasó del receptor amigable de centroamericanos que dijo ser, a hacerse en los hechos el tercer país seguro que demandaba Trump con el señuelo de un nuevo acuerdo de libre comercio con Estados Unidos y Canadá, bajo peores condiciones. Hoy que los pueblos y los movimientos sociales de abajo desafían con valentía las recetas del Fondo Monetario Internacional en la región, la leyes antiterroristas, la desigualdad sin freno en Haití, y la ultraderecha pierde el poder en Argentina para volver al peronismo light, México sigue mirando a otro lado. Más allá de una deténte sin consecuencias prácticas hacia Venezuela, Cuba y Bolivia, hostigadas por Washington y la OEA, seguimos atrapados en el norte. La violencia y la descomposición crecen sin cesar. El autoritarismo legitimado por el electorado, las encuestas y los movimientos cooptados impulsa despojos de territorio con miras a “lo alto”: la partición del Istmo de Tehuantepec; la infestación turística, industrial, transgénica e inmobiliaria de la península de Yucatán; el despojo por la termoeléctrica de Huexca y los gasoductos en Morelos, Puebla y Tlaxcala; el aeropuerto de Santa Lucía; la presa Las Pilas en Sonora. Todo al son de que “va porque va”. Los vientos del sur americano, inciertos como parecen, aquí no soplan. Nos dicen que ya soplaron. El horizonte, pese a todo, se extiende al sur, aunque haya millones de paisanos en el vientre de la ballena. Esa ballena rubia que insiste en poner un muro y regurgitarnos.
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Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada