Suplemento Ojarasca #298
"Más allá de los discursos y los recursos que el Estado mexicano destina a los pueblos originarios, muchos miles de indígenas están con la vida en un hilo y un número mucho mayor ve la deformación definitiva de sus territorios por el progreso impuesto desde fuera que los subordina a proyectos extractivos, de infraestructura industrial, energética, inmobiliario-turística y de vías de comunicación, si no es que de plano los pierden".
UMBRAL | ¿Para qué sirve el INPI?
Literalmente bajo las balas viven comunidades enteras en la Montaña Baja de Guerrero, en los Altos de Chiapas, en la Sierra Tarahumara. Así, del diario. Vivir en una de las 15 comunidades de Aldama, municipio tsotsil de gran tradición, también conocido como Magdalena, es un Sarajevo permanente. En vez de francotiradores y milicias que disparaban a quien cruzara las avenidas, desde locaciones constantes en la comunidad de Santa Martha, en el vecino municipio de Chenalhó, grupos paramilitares bien identificados disparan indiscriminadamente a lo largo del día en dirección a Aldama.
Sólo en enero de 2022 hubo 230 ataques provenientes de Colado y Chino en Fracción Ak’tik 2, T’elemax, Tojtik, Telesecundaria de Santa Martha, Curva Tontik, Tok’oy, Tulan, Base de la Policía, Yaxaltik en Saclum y Slumka’. De acuerdo con el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas, ello muestra “una clara organización del grupo armado para llevar sus acciones de forma sistemática”. A 72 horas de inicio del mes de febrero, los habitantes de las comunidades habían reportado 28 ataques hacia las comunidades de San Pedro Cotzilnam, Tabac, Coco, Xuxchen, Juxton, Yeton, Chivit, Stzelejpotobtik y Cabecera de Aldama. En el curso de febrero la cifra de balaceras en una dirección tan sólo aumenta.
Las comunidades nahuas de Tula, Xicotlán y Zacapexco, parte del sufrido municipio de Chilapa de Álvarez, en Guerrero, viven jornadas de balazos similares, aquí por parte del grupo criminal Los Ardillos. En Oxchuc, también Chiapas, las disputas partidarias y caciquiles a balazos tienen en jaque la vida cotidiana de centenares de familias tseltales, y virtualmente criminalizan los intentos organizativos al margen del poder. O bien los poblados rarámuri en el municipio de Guadalupe y Calvo, Chihuahua, donde las balaceras y asesinatos son demasiado frecuentes.
El panorama de violencia se extiende y hasta se normaliza, como sucedió en la región mayo-yoreme de Sinaloa y Sonora, sitiada e invadida durante décadas por el narcotráfico y la militarización. Se trata de una amenaza crónica en comunidades y ciudades de Morelos, Puebla, Oaxaca, Veracruz, Michoacán y Jalisco. La Guardia Nacional suele patrullar estas zonas como convidado de piedra. Además de ser otro blanco en las emboscadas, no impide acciones tan flagrantes como el que uno de los puntos de tiro predilectos de los paramilitares de Santa Martha para disparar sobre Aldama sea ¡la base de policía!
Más allá de los discursos y los recursos que el Estado mexicano destina a los pueblos originarios, muchos miles de indígenas están con la vida en un hilo (¿sigue su vida valiendo nada?) y un número mucho mayor ve la deformación definitiva de sus territorios por el progreso impuesto desde fuera que los subordina a proyectos extractivos, de infraestructura industrial, energética, inmobiliario-turística y de vías de comunicación, si no es que de plano los pierden.
¿Qué garantiza la seguridad, ya no digamos el bienestar de estos pueblos a donde hasta llevar ayuda representa un peligro? Para fines prácticos, los negociadores y funcionarios de la Secretaría de Gobernación, los gobiernos estatales y el Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) son inoperantes u omisos ante lo que soportan a solas las comunidades rehenes de la violencia.
Se habla, quizás con ligereza, de un “nuevo indigenismo”. Lo que vemos no es indigenismo, es otra cosa. Siempre clientelar para los partidos gobernantes, el indigenismo histórico poseía una base teórica y una dimensión humanística, superada hoy por los propios pueblos originarios, pero cuyo aporte ético y académico fue útil para la maduración crítica de los pueblos y sus organizaciones. Este indigenismo siempre operó para el Estado desde el Instituto Nacional Indigenista (INI), de manera modesta pero instrumental.
A la llegada del salinismo, con su ambiciosa transformación económica y política de corte neoliberal, el papel del indigenismo cambió. Acrecentó su presencia como gestor de los grandes programas de “solidaridad” gubernamental, dotados de fajos y fajos de cheques.
Con el levantamiento indígena zapatista, este indigenismo esclerótico sencillamente reforzó su papel como agente estatal, ahora contrainsurgente. Fue a desvanecerse en los gobiernos panistas (2000-2012) con un curso en picada que se continuó con el peñanietismo y su Comisión Nacional de Pueblos Indígenas (CDI) uncida a la Cruzada Contra el Hambre y otras aspirinas del sistema.
¿Qué cambió, tras el arribo del lopezobradorismo en 2018? Bueno, el nombre. Y no por primera ocasión, ya lo habían hecho los panistas, pusieron a la cabeza a un indígena reconocido, con la trayectoria típica del joven luchador independiente que un día le apuesta al poder y se domestica. Adelfo Regino Montes empezó su carrera de funcionario en su natal Oaxaca, con un gobernador panista y ex priísta.
Cobijado por el discurso oficial en favor de los pobres, capaz de folclorizar decisiones trascendentes y verticales para el desarrollo arrasador, maravilla la facilidad con que el Estado y su oficialidad “indigenista” ignoran la demanda indígena más importante en décadas: la autonomía en sus múltiples manifestaciones. Más difícil aún le resultará imponer el destino decidido para toda la región maya peninsular y el Istmo de Tehuantepec, afectando a zapotecos, ayuuk, zoques, ikoot y popolucas.
A todo esto, ¿qué papel juegan el INPI y su “neoindigenismo” vergonzante? El director del instituto, Adelfo Regino Montes, acude a los eventos y ceremonias a la segura, sin encontrarse con los afectados, sea por la violencia paramilitar o criminal donde sus operadores no dan una, o por las políticas desarrollistas que el INPI aceita en las regiones. Incapacitado para deslegitimar luchas legítimas como las de los nahuas y otomíes de Morelos y Puebla contra gasoductos, hidroléctricas y embotelladoras, ni siquiera ha encarado la toma de sus instalaciones centrales en la Ciudad de México (CDMX) por familias otomíes originarias de Santiago Mexquititlán, Querétaro, y durante años residentes de la CDMX. Liderada por mujeres, la toma del inmueble el 12 de octubre de 2020 lo ha convertido en una casa del pueblo. Sus demandas de vivienda y servicios, morosamente atendidas por las autoridades de la capital, pesan más que los discursos melosos y ausentes del secretario de Gobierno capitalino Martí Batres Guadarrama, o bien criminalizadores de Regino Montes. ¿De qué sirve pues el INPI para los pueblos originarios?
- Para descargar el suplemento completo (PDF), haga clic en el siguiente enlace:
Fuente: Suplemento Ojarasca, La Jornada