La mujer rural, que alimenta al Ecuador, en el mayor olvido antes y durante la pandemia

Idioma Español
País Ecuador
- La UOCE reúne a 525 familias de comunidades rurales de Muisne, Atacames, Esmeraldas y Río Verde.

En el campo, la salud pública pasó de ser deficiente a desaparecer durante la emergencia. Las mujeres rurales –que ya tenían una gran carga laboral– han cuidado a sus enfermos y de la educación de sus hijos. Pero han donado los productos de sus fincas, mientras que el Gobierno ha sido un gran ausente para ellas. El programa Súper Mujer Rural apenas ha entregado ocho créditos. Las brechas en el campo han sido históricas y la pandemia las acentuará, según expertos.

La comunicación es difícil en la ruralidad de Esmeraldas. Para conectarse con el mundo, Nancy Bedón debe salir de Galerita, una comunidad de Muisne, hasta Abdón Calderón, otra población del cantón Atacames. Entre ambas, el trayecto es de media una hora. En ese último lugar está la sede de la Unión de Organizaciones Campesinas de Esmeraldas (UOCE) que lidera Nancy. Solo allí puede acceder a entrevistas, aunque el internet resulta esquivo y su imagen corre en cámara lenta. Se la ve agotada, quizá por el calor, en la oficina de la sede de la organización, hecha con madera y techo alto de zinc para que corra un poco de aire.

Nancy nació en Quito hace 50 años, pero sus raíces son campesinas. Su familia es originaria del pueblo Panzaleo de Cotopaxi. Creció con su abuela en el campo en medio de maizales, pencos y borregos. En su juventud salió a Quito donde estuvo vinculada a organizaciones sociales e indígenas como la Conaie y Ecuarunari. Luego se radicó en la provincia verde y desde hace 10 años es miembro de la UOCE, que reúne a 525 familias de comunidades rurales de Muisne, Atacames, Esmeraldas y Río Verde.

Fue electa como presidenta de la organización en septiembre de 2019 y dice que la UOCE se caracteriza por tener, sobre todo, un rostro femenino. Son las mujeres las líderes de sus comunidades y las que están al frente de las mingas.

Pero el internet es solo uno de sus problemas. “Somos mujeres campesinas viviendo en lugares absolutamente abandonados por el Gobierno sin vías de acceso, sin educación de calidad, sin un centro de salud cercano que nos auxilie”. Aunque del campo no ha parado de producir ni con la pandemia, poco o nada se sabe de la situación sus habitantes y menos aún de sus mujeres.

Nancy narra que en esa zona del país no hay ni paracetamol. Han usado medicina ancestral para aliviar sus dolencias. Las mujeres no están siendo atendidas en el embarazo y no quieren parir en un centro médico. “Lo que le ha llegado a casa ha sido cinco libras de arroz y un atún que fueron entregados por los gobiernos locales, un kit que no pasará los 10 dólares para resolver seis meses de pandemia”, dice la mujer.

De acuerdo al informe De quienes nos alimentan. La Pandemia y los Derechos Campesinos en Ecuador, publicado en mayo pasado por cinco organizaciones, la salud pública pasó de ser deficiente a desaparecer durante la emergencia en la ruralidad. “Actualmente las comunidades rurales están solas enfrentando la pandemia del COVID19, sin tener acceso al sistema de salud, ni suficientes conocimientos sobre medidas sanitarias, de cuidado y alimentarias de prevención y atención. En general, las familias campesinas, tampoco cuentan con recursos económicos para adquirir los productos para la prevención y atención ante el posible contagio”.

Daniela Andino, investigadora de FIAN, unas de las organizaciones que elaboró el informe, cuenta que los centros de salud de las zonas rurales de Guayas se cerraron porque los médicos fueron enviados a atender la emergencia en la ciudad, en las semanas más críticas.

Ante la falta de centros de salud, el cuidado de los enfermos recayó sobre las mujeres rurales, que ya tienen una sobrecarga laboral alta, menciona Gloria Holguín, otra investigadora de FIAN. En el campo, las mujeres trabajan casi 83 horas semanales, mientras que los hombres 60. “Las mujeres son las que sostienen, de un modo u otro, el tema de la alimentación dentro de sus familias cuando falta recursos. Son ellas las que dedican más horas de trabajo buscando emplearse en cualquier otra cosa o son ellas las que dejan de comer para alimentar al esposo y a los hijos y eso les genera problemas de desnutrición”, sostiene Andino.

Otro impacto es el desempleo. Holguín explica que es muy común que los habitantes de las zonas rurales se apoyen de empleos informales. Entonces muchas mujeres que salían, por ejemplo, al servicio doméstico en casas se quedaron sin trabajo por la pandemia. Mientras que Andino agrega que los mercados eran otro lugar laboral de las mujeres campesinas, cuyo cierre tuvo una afectación directa en estos hogares.

Pero las mujeres rurales, en cambio, han sido generosas. En el semáforo rojo muchos productos se perdieron, pero también hubo intercambios. Han sacado limón, naranja, verde y han entregado de forma solidaria a los barrios suburbanos de Esmeraldas y hasta Santa Elena. “Los que viven en la ciudad reciben nuestro verde, nuestro limón, nuestro pescado, nuestro chocolate. Ahí está la diferencia”, dice Nancy. “Mientras los campesinos pueden ser muy generosos con su riqueza producida, el Gobierno nos trae limosnas”.

Estas mujeres del norte del país no han sido afectadas en la alimentación porque tienen alimentos de sus fincas, pero a pesar de ello se siente la carestía y la desigualdad. Según Nancy, los productos de afuera llegan con precios, hasta con aumentos de 0,50 centavos. Pero, en cambio, por sus cosechas les pagan, como dicen en el campo, ‘a precio de gallina flaca’.

Pero la principal afectación es la educación. “El gobierno decretó la educación virtual desde un imaginario urbano acomodado sin darse cuenta que las mujeres campesinas que están en la ruralidad, no tienen acceso a internet ni a una computadora, donde la educación ya era de mala calidad. Eso significa el crecimiento de los índices de analfabetismo”.  En el campo, el acceso a internet fijo es de solo el 16,1% cuando la media nacional es del 37,2%. Durante la emergencia, las mujeres debieron encargarse de la educación de los hijos. Además de enfrentar un aumento de la violencia de género. El 58,7 % de las mujeres rurales ha sido víctimas de algún tipo de violencia, según el INEC.

Pero otra demanda histórica, cuenta esta líder, es la vialidad. “Han sido súplicas”, afirma. Las mujeres deben salir a caballo o caminan a pie por dos o tres horas para vender su producto que llega estropeado porque deben salir por la montaña. Así deben también salir las enfermas y las que están a punto de parir. “Parecen derechos exclusivos de la urbanidad y no de los más empobrecidos”.

Las brechas en el campo son peores y crecerán

“La pandemia nos ha alejado a todos de las metas y los que íbamos rezagados, como el caso del Ecuador, será peor”, prevé Ney Barrionuevo, director del Centro Latinoamericano para el Desarrollo Rural (Rimisp), en Ecuador. Uno de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, al 2030, es lograr la igualdad entre los géneros y empoderar a todas las mujeres y las niñas, así como asegurar su participación plena en todos los niveles decisorios en la vida económica, política y pública. 

Pero en el caso de las mujeres rurales, las políticas gubernamentales poco han hecho por este sector. El ingreso promedio de las mujeres en el área rural es de 219 dólares; mientras que el de los hombres es 293 dólares. El 14,2 % de mujeres del área rural es analfabeto; los hombres representan el 10,3%. “En el caso particular de la mujer rural no importa qué indicador económico social se trate, su situación es peor”, afirma Barrionuevo.

Rimisp  ha hecho estudios enfocados en la mujer rural, pero sobre todo en las jóvenes. Encontró que los hombres y mujeres jóvenes de zonas urbanas son los menos afectados por la pobreza, pero sus pares rurales llegan a niveles de pobreza sobre el 30%. Entre hombres y mujeres jóvenes rurales se observa la mayor brecha de género en cuanto a la pobreza. Según el estudio, esta es cuatro veces mayor que la observada a nivel nacional y 2,6 veces mayor que entre hombres y mujeres jóvenes urbanos. Entre todos los grupos de mujeres, las indígenas son las más afectadas por la pobreza siendo más del doble que el promedio nacional, y al menos 3 veces mayor que en las jóvenes urbanas.

En otro estudio de esa misma organización se detalla que al desagregar la probabilidad de embarazo a los 19 años por área de residencia, las jóvenes del área rural tienen 14% de probabilidades versus 11% en el caso de las jóvenes urbanas. En el campo, se estima que al menos un 37% de las mujeres se embarazan en su primer encuentro, 7 puntos porcentuales más que las jóvenes urbanas.

“Nosotros decimos que en nuestro país la pobreza tiene rostro rural, rostro de mujer, de mujer joven y además de mujer joven indígena”, dice Barrionuevo. Manifiesta que la pobreza rural a diciembre de 2019 fue del 41,8%, mientras que en diciembre de 2014 fue del 35%. “Ya había un incremento sustancial y es probable que con una caída del PIB tengamos niveles de pobreza rural del 60% a finales de año, es decir el mismo nivel que en el 2006”.

Pero si de desigualdad se trata, el acceso a las tierras y a los créditos tiene su propia historia.

El mínimo acceso a la tierra y a los créditos

Ni un centavo durante la pandemia. A Nancy y a sus comunidades no han llegado ni kits menos los bonos de emergencia o créditos productivos. En su organización hay mujeres que han dado un valor agregado a productos de la finca como la harina, las mermeladas y el chocolate en pasta. Pero esas iniciativas no tienen financiamiento. En los bancos -sean públicos o privados- les piden garantías, pero no tienen propiedades. 

En Esmeraldas, más del 80% finqueros hombres y mujeres no tienen título de propiedad, asegura Nancy. Según el INEC, el 36% de las mujeres rurales ha tenido acceso a la tierra; mientras que los hombres, el 43%. La desigualdad es mayor cuando se analiza el tipo de agricultura. En la pequeña, los hombres tienen el 84% de la tierra y las mujeres solo el 16%. En la mediana, la brecha entre hombres y mujeres es más amplia: 88% y 12%, respectivamente. Y en la empresarial, la diferencia es de 9 a 1, según el estudio Mujeres Rurales y Tierra en Ecuador de FIAN.

“Ese derecho para las mujeres está limitado por lo económico, no tienen cómo comprar la tierra”, añade Nancy. Cuenta que las mujeres que han vivido de los manglares han sido desplazadas por las camaroneras. Mientras otras están en reservas, como Mache Chindul, y allí no pueden hacer créditos para comprar unos metros de terreno.

Las mujeres rurales están en desventaja para los bancos. No saben firmar, apenas ponen la huella o un garabato. Eso les crea inseguridades y timidez para pedir una ayuda financiera.

A Nancy y el resto de líderes de esta zona del país desconocen del proyecto Súper Mujer Rural y otras campañas de créditos para el agro.

Según BanEcuador, entre el 1 de marzo y el 14 de agosto pasado, destinó 96,3 millones a actividades productivas. En una respuesta enviada por correo a Plan V, la institución aseguró que el 64% de esas operaciones se dirigió en beneficio de los micro, pequeños y medianos negocios de 12.861 mujeres. Pero más adelante en la misma misiva afirmó que esos créditos representaron más de 35 millones de dólares, es decir el 36% del monto total fueron a iniciativas de mujeres, aunque no se desagrega por sector urbano y rural.

BanEcuador agregó que en lo que va del gobierno de Lenín Moreno, 313.435 mujeres de la ciudad y el campo accedieron a créditos en todas sus líneas por un total de 1.016 millones de dólares. Pero al revisar los productos específicos para las mujeres, estos alcanzan los 7,1 millones en los casi 4 años de Moreno. Y de ese monto, el producto específico para mujeres rurales apenas llega a los 49.000 dólares y a 8 beneficiarias.

Se trata del crédito Súper Mujer Rural que nació de una alianza entre BanEcuador y el Ministerio de Agricultura. En julio pasado se inició con un pilotaje en Imbabura, Morona Santiago, Azuay y Cañar. Para un crédito de 3.000, según estas carteras, no se requiere la firma del cónyuge, ni la presentación de garante.

Pero las mujeres rurales que requieren el crédito deben estar inscritas en el Registro de la Agricultura Familiar Campesina y contar con un levantamiento de semaforización de la familia rural, que permite conocer la línea base de donde parte la familia y realizar un seguimiento de su impacto. Pero el proceso está recién en fase de prueba.

Volver al campo (en primera persona)

Durante la pandemia, el regreso al campo fue una opción. Pero ha tenido sus propias particularidades. FIAN registró que en Chimborazo, una de las provincias que tiene mayor migración hacia Pichincha y Guayas, hubo un importante retorno entre marzo y mayo pasado. Eso causó un aumento de contagios y mucha gente murió. Las familias volvieron para garantizar su alimentación y retomar la agricultura que estaba delega a las personas mayores. Pero la crisis se prolongó y aparecieron otras necesidades como la educación, la salud y el pago de deudas. Las familias llegaron a la conclusión que con la agricultura no se podían sostener. Desde junio empezaron a salir nuevamente a las grandes ciudades donde tienen sus negocios. Pero en Santa Elena el regreso al campo se dio gracias a que una comunidad encontró agua. Las familias tuvieron así una opción para mejorar su alimentación, afectada por la falta de ingresos. Y esa labor fue liderada por mujeres. Este es el testimonio de una de ellas:

Soy Rita Matías y vivo en la parroquia Manglar Alto, de Santa Elena. Represento a la red de líderes y lideresas Huancavilca. Las mujeres siempre hemos trabajado en nuestras comunas como miembros del cabildo. Tenemos como fin fortalecer nuestra identidad en Santa Elena y defender nuestro territorio. Las mujeres lo hemos resguardado desde hace 30 años. Pero en los últimos 15 años, somos más visibles porque antes había mucho machismo.

En Manglar Alto, que está en el norte de la provincia, se cultiva limón y antes se tenía piña y yuca. Pero eso no prosperó por la falta de agua, esa siempre ha sido una lucha. Por eso nos habíamos enfocado más en el turismo. Hay mujeres que se dedican a sus emprendimientos. Por ejemplo, hacen sombreros de paja toquilla, zapatillas, artesanías. Otras hacían comidas rápidas. Con eso salían adelante, se ganaban el día para sustentar el almuerzo.

Pero la pandemia nos cambió la vida. Antes no había mucha agricultura por la falta de agua. Nosotros vivimos de los acuíferos, de agua de pozo, que solo nos alcanzaba para sobrevivir. Aún no nos llega el agua entubada.  

Durante la emergencia, desde Esmeraldas Quevedo nos donaron plátano, yuca, limones, naranja, papaya. Pero nosotros no teníamos productos para intercambiar. Entonces hemos encontrado como alternativa otra vez la agricultura.

El Gobierno Provincial nos ayudó hacer pozos someros -son aquellos que tienen poca profundidad y se llenan con lluvias y el agua de superficie- en toda la ribera del río. Nuestro río normalmente tiene agua solo cuando llueve, pero gracias a Dios hemos encontrado agua. Hicimos 70 pozos.

Puedo decir que las familias hemos vuelto al campo. Las mujeres sembramos en huertos comunitarios zanahoria, lechuga, cilantro, remolacha. Los hombres se dedican a cultivos más extensos como maíz y yuca. También piña, café, naranja y limones. Estamos reactivando la economía a través de la agricultura. No son grandes cultivos, pero son para la sobrevivencia.

Desde junio, las familias se van los fines de semana a las fincas, en la montaña, donde está el huerto comunitario. Tiene una extensión de dos hectáreas. La mayoría en las casas no tienen parcelas. Eso nos ha permitido saber que nuestra tierra es fértil. Pronto vamos a tener rábano. Por este lado no hay trabajo, pero la tierra nos regala algo para comer.

La atención prioritaria debe ser a nuestra tierra, a las pequeñas parcelas. La tecnología, la educación, la salud y el turismo se han paralizado. Lo único que siempre nos ha sostenido ha sido la tierra. 

Fuente: Plan V

Temas: Agricultura campesina y prácticas tradicionales, Feminismo y luchas de las Mujeres, Tierra, territorio y bienes comunes

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