Agroindustria o agricultura campesina ¿De dónde viene lo que comemos?
¿Te pusiste a pensar de dónde viene lo que comemos?
La agricultura campesina, con sólo el 6% de las tierras cultivadas, produce el 15% de lo que se consume en la ciudad y el 48% de lo que consumen las personas del campo. A pesar del desprecio al trabajo campesino, del contrabando, de la falta de asistencia técnica y crediticia, la agricultura campesina es la que aporta alimentos sanos para nuestro día a día.
INTRODUCCIÓN
Comer es vivir. «Somos lo que comemos», nos recuerda la famosa frase. Aquí y en todos los países del mundo, más aún en estos tiempos de sobrevivencia, el hambre mata y seguirá matando. Pero, desde hace ya varias décadas, no es solo la falta de alimentos lo que mata; contradictoriamente, comer también mata, dependiendo de lo que comamos. En un país como el nuestro, en el cual poder comer regularmente no es una realidad para al menos 10% de la población, considerada subalimentada1 —y quizá un porcentaje mayor hoy en día, por el aumento de la pobreza generado a raíz de las pérdidas económicas y laborales no compensadas en tiempos de pandemia—, comer bien es aún menos evidente. Cultural y socialmente, para la clase trabajadora, en particular, la primera satisfacción cotidiana es poder cocinar y comer en abundancia platos tradicionales como lo son la carne asada, la sopa paraguaya, la mandioca, la chipa, o caldos típicos realizados a base de carne, maíz y mandioca, con aportes en grasa proveniente del queso Paraguay y la grasa de chancho.
A ello se añade —incluso para los y las trabajadores/as en oficina— la satisfacción del tereré rupa (mediamañana) y las posibilidades de comer postres. No se trata de una satisfacción meramente orgánica de una panza llena: se trata, en muchos casos, de la satisfacción de no angustiarse por la ausencia o falta de comida (una situación por la cual más del 50% de la población, al menos, ha pasado en su infancia o adolescencia2 ) y, por lo tanto, sentirse con capacidad de seguir (sobre) viviendo en familia y en sociedad (dos espacios intrínsecamente vinculados), proveyendo de alimentos suficientes a la familia, al mismo tiempo. Comer en cantidad suficiente o abundante (la búsqueda del py’a guapy) tiene, por lo tanto, un significado social extremadamente importante: es el símbolo de la inserción social, del «ser capaz» de mantener a una familia, un dato no menor en una sociedad que pone en el centro de todo éxito socioeconómico el desarrollo del núcleo familiar.
Por otro lado, lo vinculado a la comida y los alimentos tiene relación con el símbolo del «vivir bien», que en su dimensión rural (de raíz indígena) tiene relación con el mito del yvy marãne’ỹ, cuyos elementos fundamentales subjetivos son el acceso a la tierra y el trabajo familiar en el campo y en armonía con la naturaleza. Esto, de alguna manera implícita, tiene que ver también con el autoabastecimiento de rubros tradicionales, como ser el maíz, la mandioca, el poroto, el maní, la leche, las carnes de animales menores y las frutas de los árboles (mamón, cítricos de todo tipo, por ejemplo). Por ello, esos aún son rubros que no deben faltar en la producción campesina y en el consumo de alimentos por parte de la clase trabajadora, sea urbana o rural. En particular, para las familias campesinas y las familias urbanas de extracción campesina, «los hábitos alimentarios de las familias [campesinas] están en función del acceso a la tierra, al trabajo autónomo y al modo en cómo cada familia obtiene y asegura los alimentos para sus integrantes, siendo realidades estructurales y a la vez estructurantes de sus condiciones de vida» (Caputo, 2012).
Por eso, el cuánto comer y el qué comer es a la vez, para una mayoría de la población paraguaya, una muestra tanto de su ubicación dentro de una clase social como de su relación con las demás clases sociales y con la sociedad en general. Del mismo modo, esta suerte de valoración de cuánto y qué se come es una muestra de la relación de una parte de la sociedad paraguaya con la naturaleza, la tierra, el medioambiente, revela sus hábitos cotidianos y, de manera más evidente, revela su nivel de incorporación a la sociedad de consumo, su manejo de la información y la salud de su cuerpo y su mente. Al mismo tiempo, la alimentación paraguaya en las últimas décadas sufrió un giro que se puede visualizar desde las encuestas (parciales) de nutrición y desde los cambios en la canasta de bienes y servicios, así como de la canasta de alimentos.
En muchos lugares del campo y la ciudad se toma más Coca-Cola, u otro tipo de gaseosas, que jugo de frutas de los árboles cercanos. La discriminación de clase y las ansias por insertarse a esta sociedad desigual –donde la «normalidad» y el bienestar son definidos por las élites, mediante campañas de publicidad de los grupos multinacionales, y difundidos por los medios de comunicación, casi en su totalidad de propiedad de las clases dominantes, urbanas en particular– generan comportamientos de consumo alejados de la cultura denominada campesina, del yvy marãne’ỹ.
Actualmente, existe una fuerte contradicción cultural entre la reivindicación de esos orígenes y la realidad cotidiana de ciertas prácticas. Dicha realidad es discriminatoria no solo desde lo político y social, sino que lo es mayormente desde lo económico: los precios de compra de la producción campesina, en la mayoría de los casos, no cubren sus costos; desde hace décadas, el acceso a la tierra es la principal reivindicación no atendida y la más significativa fuente de conflictos sociales por la descomunal desigualdad en su acceso a la propiedad y el uso; la renta de la tierra sigue siendo uno de los principales capitales del país y objeto de dominación de las élites hasta ahora.
Esta composición económica desigual tiene su impacto no solo sociocultural (en cuanto a la construcción de relaciones sociales, valoración laboral, dignidad, relaciones de poder, aspiraciones identitarias y generacionales), sino también sanitario (altos índices de diabetes, obesidad y malnutrición). Estos cambios también se notan desde la estructuración de la oferta: tanto la visibilidad y cantidad de los alimentos disponibles al público como sus precios, son unos de los principales factores de variación de hábitos alimenticios en el corto plazo. Otro elemento importante de variación en la alimentación es la composición de los alimentos: por un lado, su diversidad, con la aparición o fabricación de nuevos productos puestos a la venta; y, por otro lado, la industrialización de la alimentación, la cual fue creciendo a nivel mundial desde hace siglos, con la urbanización y la industrialización de los modos de producción, primero, y el avance de la globalización, después.
Si bien, en un principio, dicha industrialización permitió el acceso a alimentos para las familias urbanas en las grandes ciudades, resolviendo con esto problemas de cantidad y logística, en la actualidad el crecimiento de la agroindustria está directamente relacionado con la acumulación de capital y ganancias. Más que la fabricación de alimentos, últimamente la agroindustria está convirtiéndose en una monstruosa máquina creadora de necesidades (cuando su rol inicial fue, justamente, el de satisfacer necesidades básicas) y hábitos de consumo, basados en adicciones y en el bombo publicitario. Su voracidad ha convertido a los alimentos en posibles venenos rentables, a través de la modificación de la biodiversidad, de los ciclos de vida de los animales y las plantas, así como de su genética. Por eso, muchas veces es difícil evaluar si podemos llamar alimento a lo que comemos, o si es simplemente un producto que puede saciar sin alimentar (muchas veces de composición y origen indeterminado).
En ausencia de leyes y normativas que obliguen al etiquetado de alimentos en forma entendible y obligatoria para los niveles de sal, azúcar y calorías, uno está ante la gran intriga de la alimentación: nosotros, los y las consumidores/as o comensales, no sabemos qué comemos, ni de dónde viene, a menos que nosotros mismos lo produzcamos, o lo hayamos comprado directamente del productor de una chacra.
¿Quiénes saben lo que comen?
Los que fabrican los productos alimenticios y los que producen lo que comen, es decir, las y los campesinos. Es en la cadena de producción, transformación y consumo que unen a estos actores 18 donde se ubica el debate sobre la calidad y sanidad de la alimentación hoy en día, y el consecuente debate sobre la soberanía alimentaria. En este debate es importante recalcar el contexto complejo de Paraguay, que se verá ilustrado de manera práctica en este libro, acompañando y ampliando el análisis que sobre el mismo se ha venido desarrollando en diferentes trabajos anteriores. El «cambio de la matriz de producción, distribución y consumo de alimentos es uno de los pilares claves de este esquema de poder mundial. Resulta de ello la explotación acentuada de los recursos productivos nacionales conforme a demandas externas, en detrimento de la satisfacción de las necesidades alimentarias de la población local; así como la destrucción de culturas alimentarias tradicionales sustentables y autónomas, y su sustitución por formas productivas por completo dependientes de las grandes empresas transnacionales» (Pereira Fukuoka, 2014: 9). Dicho proceso se apoya en un discurso acerca del progreso y el desarrollo, cuando no del crecimiento del PIB, y es apoyado por las instituciones estatales que deben asegurar las dimensiones de disponibilidad, accesibilidad, sanidad y sustentabilidad de los alimentos. Pero en realidad, estas instituciones privilegian, con sus acciones, la dominación de los grupos privados agroindustriales sobre los circuitos alimenticios.
El trabajo de envergadura mundial del Grupo ETC, ¿Quién nos alimentará? (2017) fue precursor para demostrar la importancia de la agricultura campesina en el mundo, y el creciente poder de las transnacionales de la agroindustria, además de inspirar el presente trabajo. El análisis que se propone hacer, para apoyar el debate y la lucha por la soberanía alimentaria en Paraguay, pretende responder a la siguiente interrogante: ¿cuánto de lo que comemos proviene de la agricultura campesina? Esta pregunta es fundamental en estos tiempos de crisis del modelo de producción, en medio de una pandemia por un virus que encuentra a nuestros cuerpos y sociedades debilitados, sea por descuidos o enfermedades debido al modelo de consumo y al modelo de producción. Así también, las propias causas de tan vertiginosa crisis tienen que ver, justamente, con las modificaciones que fueron dándose en el mundo a raíz de una ciencia al servicio del capital.
Precisamente, la dependencia de la humanidad a los grandes grupos agroindustriales y farmacéuticos, propietarios de la investigación científica, se comprueba hoy con el mundo hambriento de una «vuelta a lo normal» mediante una vacuna que, se espera, pueda borrar todo el caos. La ansiedad generada por la necesidad de salir de esta situación permite igualmente develar parte de las preguntas fundamentales a ser debatidas: ¿a qué normalidad queremos volver?; ¿estábamos bien antes de la covid-19?; ¿hacia dónde enfocamos la ciencia y en manos de quién está?; ¿es reversible la crisis climática que vivimos a través de incendios, sequías, tsunamis y pandemia?; ¿cuántos años más podremos vivir así?; ¿nuestros hijos e hijas podrán de verdad sobrevivir a este mundo, cuyo apagón climático está previsto para este siglo?; y finalmente, ¿cómo hemos llegado a eso?
Este estudio se propone contribuir, en cierto nivel, a realizar este debate desde datos muy concretos de la vida cotidiana: si lo que comemos construye no solo individualmente nuestra salud, sino que también ilustra y participa del modelo de producción y consumo de nuestra sociedad, entonces debemos tener la posibilidad de saber qué efectivamente comemos y cómo ese alimento fue producido. Se pone el enfoque de la problemática sobre la agricultura campesina, porque es el sector agrícola que aún lucha desde la producción de alimentos sanos para la soberanía alimentaria. No se trata de querer retroceder a siglos anteriores ni desconocer los progresos de la humanidad, mucho menos de un panfleto sin sentido: la agricultura campesina está, hasta hora, a pesar de las dificultades y sus contradicciones, en constante evolución y cuenta con desafíos y propuestas.
Su opción cada vez más fuerte por la soberanía alimentaria; su reconocimiento de la importancia de la diversidad agrícola y la incorporación de tecnologías adecuadas a un modelo de producción sostenible; su lucha por la tierra y el reconocimiento de su sector como clase trabajadora con derechos; su lucha contra la dependencia de las decisiones de las grandes potencias agroindustriales y agroalimentarias (en cuanto a precios, en particular), y el rechazo al modelo extractivista en general, son claves para plantear los debates esenciales de la crisis actual. Para responder a la pregunta que motiva este estudio (¿cuánto de lo que comemos proviene de la agricultura campesina?), ha sido necesario desglosar la problemática y responder previamente varias interrogantes, las cuales son los hilos de este trabajo:
• ¿Qué es la soberanía alimentaria y qué es la agricultura campesina?
• ¿Cuál es la situación mundial en cuanto a alimentación? ¿Cuáles son los desafíos del sistema alimenticio? ¿Cuál es la situación general en Paraguay?
• ¿Qué alimentos comemos en Paraguay, como población, y cuáles son las diferencias en nuestra alimentación —según si vivimos en el campo o la ciudad, si tenemos más o menos ingresos—?
• ¿En qué proporción comemos alimentos que son naturales o proceden de la naturaleza?
• ¿De dónde viene lo que comemos: producción nacional o importada?; y si es nacional, ¿qué cantidad es producida por la agricultura campesina?
• ¿Cuáles son los desafíos identificados en cuanto a los desequilibrios identificados?
Estas son las preguntas que buscaron responderse con este trabajo, el cual contó con la colaboración de diversos actores de la cadena, además de las instituciones públicas que ayudaron y proveyeron información necesaria para la elaboración de los datos. El agradecimiento por ello no es menos importante, porque informar sobre cómo funciona el país es la primera tarea para empezar a mejorarlo. También se agradece a quienes apoyan a BASE IS para el desarrollo de sus investigaciones, en este caso, la organización MISEREOR, y todos los y las compañeros/as de siempre.
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Fuente: Base Investigaciones Sociales