Un puerto amazónico sufre por el negocio de la madera
La selva fue devastada en 17 kilómetros cuadrados · Las empresas facturan 800 mil dólares mensuales
Desde las aguas del río Xingú, Porto de Moz no luce mal. El rojo de las tejas de los techos resalta en su encierro, entre el negro del agua y el verde oscuro de las palmeras. Una leyenda firmada por el alcalde Gerson Campos da una bienvenida general al puerto, fundado hace 109 años. Pero un cartel un tanto oculto que cuelga sobre una calle de pavimento golpeado les avisa a los activistas ecológicos que ellos no son bienvenidos: "Vivan las fuerzas armadas. Afuera Greenpeace".
Poderosos que se hacían llamar coroneles, aunque no lo hubieran sido; madereras que demarcan territorios públicos y que mandan patrullar esas tierras con guardias para que nadie les quite lo que no les pertenece; intendentes que son, antes que políticos de partidos tradicionales, representantes de la fantasmagórica liga de los que defienden la tala de madera con uñas, dientes y armas pesadas; asociaciones de mujeres, trabajadores forestales y pescadores unidos bajo la protección del cura católico para defender la foresta, son todas piezas que componen el muy amazónico cuadro de Porto de Moz.
Los ambientalistas toman a Porto de Moz, a 36 horas de barco de Belem, 831 kilómetros al occidente, muy cerca de la unión del Xingú con el Amazonas, como un caso testigo del desastre que pueden causar los depredadores de la madera. La terminal hidroviaria de la ciudad está llena de cerámicas, aberturas de aluminio, bolsas de arroz. Todo eso entra. Lo único que sale, lo único que paga, es la madera.
La historia de Porto de Moz está ligada con la explotación de la mata, como le dicen a la selva. Se sabe que el lugar está poblado desde hace más de 200 años, y que tiene tradición en extracción tradicional, primitiva. Quince, veinte hombres, empujaban el árbol caído, logrando que se deslizara sobre estibas colocadas en pendientes. La gravedad hacía el trabajo de dejar caer los troncos en los igarapés, arroyos afluentes de los grandes ríos. En el Xingú amontonaban los cedros, afrejís, breus, a la espera de la llegada de los empresarios, que les pagaban en dinero o mercadería. Ese trabajo era llamado mutirao, algo así como tirar todos para el mismo lado.
A Idalino Nunes de Assis le embarga la melancolía cuando piensa en aquellos días: "La situación era aceptable. El pueblo tenía libertad de trabajar en la foresta, de ir a donde quisiese, y extraer con su método, para nada dañino. Eso fue hasta el 94, 96. Entonces perdió la foresta". Nacido en Minas Gerais, ex trabajador en Mercedes Benz, filial San Pablo, y militante sindical con 20 años en Porto de Moz, Idalino integra ahora un comité de organizaciones populares que se reúne todos los meses en la iglesia del padre Ney Gemaqui con Pedro da Silva Maciel (de la Asociación de Pescadores Artesanales) y María Creuza (de las Mulheres), entre otros, en la construcción de un frente por el desarrollo sustentable.
Las grandes empresas llegaron en los 70. Con sus máquinas fueron abriendo el monte hasta llegar al momento actual, cuando no queda una sola hectárea en pie en 17 kilómetros a la redonda de la ciudad. Si con el método manual las comunidades ribereñas -hay 81 en todo el municipio, de 19.104 kilómetros cuadrados- sacaban 4 metros cúbicos de madera por vez, las madereras pueden tirar 100 árboles por día y sacar de la selva 60 metros cúbicos por camiones que recorren carreteras privadas en mejor estado que la Transamazónica.
A mediados de los 90 las madereras abrieron calles en el bosque, demarcaron así los territorios públicos -el Amazonas es pródigo en títulos falsos- y colocaron cada 50 kilómetros matones armados. "Si usted entra -informa Idalino con gran naturalidad-, lo matan o va preso". Por supuesto, esa práctica es ilegal.
Al mismo tiempo, en paralelo al poder económico se fue construyendo un poder político. Entre las cuatro familias que controlan el sector maderero están los Campos, dueños de cuatro empresas y 40.000 hectáreas, que lograron colocar como intendente a Gerson Sauviano Campos, un hombre alto y robusto que transita las calles de su pueblo en su Toyota 4x4, saludando con la mano en alto a los chicos descalzos y probablamente iletrados (el censo del 96 registró en el municipio un 48 por ciento de analfabetismo). Al hombre que hace firmar con su nombre cada logro de su gestión, la nueva casa de la cultura o alguna escuela, no le cuesta reconocer que sus empresas facturan 300.000 dólares por mes, más de un tercio de la producción total del sector. Unas 40 madereras facturan alrededor de 800.000 dólares mensuales. Tampoco duda en admitir que esas empresas emplean directa e indirectamente a unas 2.500 personas, con una paga apenas superior al salario mínimo, 151 reales (al cambio actual, un real equivale a 1,75 dólar). "A nosotros nos ven como los enemigos -se queja, en papel de víctima-. Pero el problema es la burocracia del IBAMA (Instituto Brasileño de Medio Ambiente y Recursos Naturales Renovables), que tarda hasta un año en aprobar los proyectos sustentables. Entonces las cosas se hacen de otro modo."
En esta realidad está haciendo pie Greenpeace, en los inicios de su campaña amazónica, un trabajo a largo plazo: 10 años, por lo menos. Por un lado, los activistas relevan, sobrevuelan la zona con el hidroavión Cessna que viaja en el deck, toman fotografías, graban en videos, buscan información. A la vez, hacen un trabajo político-diplomático. Greenpeace se reúne con las organizaciones de base que están a favor del manejo sustentable del bosque, teje alianzas con aquellos que sin duda están de su lado, pero al mismo tiempo invita a visitar el barco Guardian Amazon al poderoso intendente maderero, quien escuchará de boca de Paulo Adario, coordinador de la campaña, que la organización no está contra la industria maderera, sino de la explotación sin plan de manejo. Da la impresión de que Greenpeace y los madereros miden las fuerzas e intenciones, como boxeadores en el primer round.
En tierra firme, las camisetas están bien distribuidas. "Una sola vez nos reunimos con el intendente. Fuimos 80 personas a hablar de la distribución de tierras públicas. ''Se equivocaron de puerta'', nos dijo", contó un trabajador. Pedro da Silva Maciel, representante de los pescadores artesanales, lo dice con claridad: "No hay cómo trabajar juntos. Nosotros luchamos para preservar. Ellos luchan para tirar." Cuando el Guardian Amazon levanta el ancla y comienza a bajar el Xingú hacia el río Acaraí, la bandera pro fuerzas armadas ya no flamea. Los madereros han concedido una sonrisa. El primer round ha terminado. Empate.
Por GABRIEL GIUBELLINO Porto de Moz Amazonia, Brasil Enviado especial
Diario Clarín, Argentina, 14 de junio del 2000