Situación mundial: Hambre y globalización
La globalización, ese apodo benigno para denominar al imperialismo, ha sido presentada desde hace un cuarto de siglo como la medicina milagrosa que solucionaría todos los problemas de la humanidad, entre ellos el hambre. Sin embargo, esa globalización la ha acrecentado, generando una realidad profundamente injusta en términos alimenticios, donde al mismo tiempo unos pocos consumen hasta el hartazgo, mientras que millones de seres humanos soportan la desnutrición o mueren de hambre, en todos los continentes
Que el capitalismo produzca hambrientos no es nuevo, puesto que, en todas las épocas, su expansión mundial ha generado, de manera invariable, hambre a vasta escala, como resultado de la destrucción de las economías locales, sometidas a nuevas exigencias para que se "adapten" a los requerimientos del mercado mundial, como reza la formula de los economistas ortodoxos.
Primera globalización: la conquista sangrienta de América
Después de 1492, cuando las potencias europeas conquistaron y colonizaron sangrientamente el continente americano, se produjeron las primeras hambrunas en los suelos del "nuevo mundo". Esa conquista abarcó todas las esferas sociales, culturales y ambientales de la vida de las comunidades indígenas, lo cual destruyó las estructuras que permitían el funcionamiento de dichas sociedades. Los europeos trajeron consigo enfermedades y plagas que alteraron y destruyeron los ecosistemas nativos, que posibilitaban la supervivencia de los indígenas. Las epidemias de viruela, sarampión y peste mataron a millones de seres humanos, junto con las hambrunas producidas por el arrasamiento de las cosechas, destruidas por la introducción de vacas, ovejas y ratas que venían en los barcos de los invasores. La conquista europea de América trajo como consecuencia el hambre y la enfermedad a sociedades indígenas que no habían soportado a vasta escala el flagelo del hambre, como sucedió en las Antillas, Mesoamérica y Sudamérica. Uno de los ejemplos más dramáticos de ese impacto se aprecia en el actual territorio peruano, donde el imperio de los Incas garantizaba la alimentación de todos los pueblos que sojuzgaba, mediante adecuados sistemas de almacenamiento de alimentos, como la patata y el maíz, que eran redistribuidos en los dominios del imperio. En ese mismo lugar, se cultivaban diez mil variedades de papa -la misma que salvará años después a Europa del flagelo de las hambrunas permanentes-, pero hoy el Perú compra parte de la papa que consume a Holanda. Esto no es producto de la fatalidad histórica, sino de la imposición del sistema colonial, que destruyó los sistemas de cultivo indígenas, transformando fértiles valles en resecas porciones de tierra. Al mismo tiempo que se destruían las bases de sustentación de las sociedades indígenas, los hombres eran esclavizados en las minas de oro y plata y las mujeres eran sometidas a la servidumbre doméstica. Así llegó el hambre a estas tierras, traída de afuera como la viruela y como la cruz y la espada.
Segunda globalización: Expansión capitalista y muerte en masa en las colonias europeas en el siglo XIX.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, Inglaterra, compitiendo con Francia y otras potencias europeas, encabezó la conquista de territorios en África y Asia, lo cual trae aparejadas las hambrunas a escala nunca antes vista. En la India y otros territorios colonizados por Inglaterra, las poblaciones fueron obligadas a producir no para sí mismas sino para el mercado inglés. Esta forma de agricultura de exportación significó que las comunidades locales, autosuficientes antes de la incorporación violenta al capitalismo, sufrieran una repentina ruptura en sus formas de producción agrícola, ahora dirigidas al mercado europeo, con la consecuente muerte de millones de seres humanos en la segunda mitad del siglo XIX. Algunos cálculos indican que en los últimos 25 años de ese siglo murieron en el mundo por inanición unas 50 millones de personas. Mientras en los países capitalistas de Europa desaparecía el espectro del hambre, en el otro lado del mundo morían como moscas hombres, mujeres y niños.
Estas personas no murieron porque estuvieran fuera del capitalismo, sino porque fueron violentamente incorporadas al mismo. De hecho, murieron en la época dorada del capitalismo liberal, o más exactamente fueron asesinadas por la aplicación de la teología liberal del mercado de autores como Adam Smith, Jeremias Benthan o Jhon S. Mill. Esta teología planteaba que era más óptimo que los cereales de la las colonias se exportaran a Inglaterra, lo cual, no se sabe cómo, finalmente beneficiaría a los habitantes locales por obra de la mano invisible del mercado. La aplicación práctica de este anuncio, que no tenía nada que ver con la realidad, produjo el hambre de aquellos que producían los cereales que se enviaban hacia Europa. El incremento en los precios de los alimentos impedía a los humildes habitantes de China, la India, Brasil y muchos otros territorios, con ingresos miserables por la pauperización a que fueron sometidos, adquirir los productos básicos de subsistencias.
Justamente, la conversión de los alimentos en una mercancía y la aplicación de los principios criminales del libre comercio destruyeron los mecanismos de producción, distribución, comercialización y consumo que posibilitaban la supervivencia de los pueblos colonizados, entre los cuales sobresalía la ayuda mutua, la solidaridad, el don y la reciprocidad, mecanismos todos arrasados por el libre comercio, que mato a millones de personas de física inanición.
Tercera globalización: Agronegocios, arrinconamiento de los campesinos y hambrunas generalizadas
En la actualidad se repite el ciclo macabro de utilizar las tierras para sembrar cultivos de exportación, mientras que los productos de subsistencia de las economías campesinas son apropiados por los monopolios agrícolas. En esas condiciones, la hambruna que recorre el mundo tiene las mismas causas de las dos épocas consideradas anteriormente, aunque ahora sus consecuencias sean más destructivas al ser de carácter mundial. En las últimas décadas por doquier se expulsa a los campesinos de la tierra, en la que se siembran cultivos que benefician de manera exclusiva a las grandes empresas agrícolas del mundo. Ahora la tierra ya no es el medio de producción fundamental para alimentar a la gente, sino el instrumento para enriquecer a unas cuantas multinacionales agrícolas y a sus pocos testaferros locales.
El libre comercio, como en el pasado, ha servido para despojar a los pequeños agricultores mediante la eliminación de los subsidios y los mecanismos proteccionistas con el que contaban los Estados, con la especialización en la producción de géneros agrícolas para el mercado mundial (café, banano, palma aceitera, frutas exóticas), con la conversión de las mejores tierras en zonas ganaderas o de cultivos forestales y últimamente de cultivos que produzcan necrocombustibles (combustibles de la muerte es su verdadero nombre, pues el de biocombustibles que se emplea frecuentemente es un embuste). Todo esto ha originado la pérdida de la seguridad alimenticia en los países pobres, en los cuales ya no se producen los alimentos básicos, que deben ser comprados en el mercado mundial, a los precios que fijen las empresas multinacionales y los países imperialistas, como los Estados Unidos.
Este modelo agrícola es el responsable del hambre que, en estos momentos, se extiende por el mundo y que ha provocado rebeliones de gente humilde en decenas de países, afectados criminalmente por el libre comercio. Los campesinos han dejado de ser productores, pues se les arrebataron sus tierras, y ahora son consumidores, aunque no tengan ni un céntimo con que comprar los costosos alimentos que antes producían, precisamente porque han sido despojados de la tierra, del agua y de sus cultivos.
Como lo anunció Estados Unidos hace casi tres décadas, en el documento de Santafe 1, los alimentos se han convertido en una arma de guerra, para someter a los países pobres, para destruir sus campesinos e indígenas y para experimentar con cultivos transgénicos, que se brindan como parte de la "ayuda" a los hambreados. A eso debe agregársele que la agricultura capitalista es petrodependiente (por el uso de fertilizantes e insumos agroquímicos) y ante el incremento en los precios del petróleo suben paralelamente los precios de los productos básicos, convertidos además en un botín de los especuladores financieros.
Por todo esto, el hambre de millones de seres humanos -se calcula que 1200 millones soportarán hambre crónica de aquí al 2025-, es un producto del capitalismo y un jugoso negocio que enriquece en forma simultanea a las grandes empresas productoras de alimentos, petroleras y automovilísticas. Como en el siglo XVIII, para el capitalismo la mejor forma de solucionar el problema del hambre es devorando a los pobres, como lo sugería Jonathan Swift en Una modesta proposición (1729), cuando en forma satírica proponía que los irlandeses pobres devoraran a sus propios hijos, con lo cual aparte de evitar la hambruna, le ahorrarían a los niños más sufrimientos; o, como gráficamente, lo decía un graffiti en la ciudad de Buenos Aires: "!Combata el hambre y la pobreza! ¡Cómase a un pobre!". Eso es lo que efectivamente sucede cuando el maíz o la caña se siembran para producir gasolina. Cuando a un automóvil se le está suministrando combustible, originado en los alimentos, se está devorando a un pobre, porque, por un antinatural metabolismo que sólo puede ser resultado del capitalismo, el alimento ya no tiene por destino saciar el hambre de los seres humanos sino el de las voraces máquinas de cuatro ruedas, la máxima expresión del modo americano de muerte.