Perú: cuidado con los transgénicos
El comercio internacional de productos transgénicos destinados al consumo humano y animal ha sido tema de la conferencia del Convenio de Diversidad Biológica, que acaba de concluir en Curitiba
En este asunto ha predominado el enfrentamiento entre las naciones y compañías multinacionales productoras de transgénicos y los países importadores, acerca de los requisitos de identificación de los mismos. En medio del debate, el Perú necesita definir una posición más sólida y coherente.
El hombre, históricamente, ha jugado a ser Dios. En el caso de los organismos vivos modificados (OVM) –también llamados transgénicos– no estamos muy alejados de esa realidad. Algunos dirán que forma parte del avance científico en aras del desarrollo, otros que se introducen riesgos desconocidos e impredecibles originados al manipular genéticamente variedades, pudiendo conducir a la pérdida de la diversidad biológica, a restricciones en mercados o a la pérdida de valores culturales tradicionales. Entonces, ¿para un país megadiverso como el Perú es relevante entender de qué hablamos? Absolutamente.
La forma como se debe regular y controlar la eventual entrada de OVM en el Perú –de origen y de diversidad de variedades únicas destinadas a la alimentación mundial– merece toda nuestra atención. No sólo por las consecuencias ambientales que puede implicar la pérdida de recursos de nuestra biodiversidad frente a productos que, por su homogeneidad, pueden erosionar genéticamente la base de los cultivos nativos, y con ello limitar las posibilidades comerciales para nuestros productos tradicionales.
El Perú está en busca de mecanismos que defiendan sus productos bandera; que le aseguren un signo distintivo para entrar en mercados especializados en los que se valore su enorme calidad y diversidad. La expansión de la industria gastronómica nacional fuera de nuestras fronteras es un claro reflejo de dichas potencialidades.
Sin embargo, la entrada de transgénicos –como el maíz y la papa– puede implicar la contaminación de los cultivos nativos y la pérdida de biodiversidad.
Por ello, cabe preguntarse por qué el Perú no tuvo una posición sólida y coherente en las negociaciones de Curitiba, que requieran obligatoriamente a los países exportadores de productos transgénicos una identificación explícita y precisa de sus embarques con estos productos.
De manera sorprendente, la posición del Perú se identificó con la de países exportadores de transgénicos como Paraguay y Nueva Zelanda o de naciones que no son parte del Protocolo de Cartagena como Argentina, Estados Unidos y Canadá, que son los mayores exportadores de transgénicos en el mundo y promueven los mínimos requisitos posibles en la identificación de los mismos.
Ante este panorama, surgen dudas de cuáles serían las razones políticas a las que responde la posición defendida por el Perú en el extranjero, cuando en el país instituciones como Indecopi redoblan la protección de determinados productos como el maíz blanco gigante del Cusco, al que recientemente se le concedió una denominación de origen –la primera en recibirla fue el pisco–.
¿Cómo se va a asegurar que no exista riesgo de contaminación genética entre un maíz transgénico importado y nuestro producto bandera?; ¿en realidad existen en el país las capacidades para evitar contaminaciones de este tipo, al tiempo de promover un mercado diferenciado de productos orgánicos, convencionales y transgénicos?
Es menester que las compañías exportadoras de productos modificados genéticamente no escondan información sobre este aspecto, sobre todo en naciones de gran biodiversidad como la nuestra.
Resulta deseable, por ello, que los intereses alrededor de los productos transgénicos tengan una adecuada representación política, adoptada con la mayor transparencia y participación posibles. Dicho de otro modo, los que quieren jugar a ser Dios no pueden suponer que nosotros, los peruanos, seamos sus fieles.