La Argentina transgénica
Prensa
La Nación, Argentina, 25-7-02
La Argentina transgénica
Por Malena Gainza
Hasta principios del siglo XX, la enorme extensión de llanuras fértiles despobladas, el clima benigno con su particular distribución de lluvias y la baja densidad de población hicieron posible en la Argentina el florecimiento de una actividad agropecuaria próspera e inigualable en el mundo, que, basada en la rotación equilibrada entre agricultura y ganadería y una sabia rotación de cultivos, sin recurrir a fertilizantes artificiales ni agrotóxicos contaminantes, preservaba la calidad del suelo mientras producía comida sana.
Pero la ecuación económica que permitió prosperar a la Argentina como "granero del mundo" y asimilar una inmigración de enorme magnitud fue distorsionada por los subsidios que, luego de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos del hemisferio norte otorgaron a sus agricultores, para producir comida políticamente más redituable que la saludable comida de un lejano Sur.
Sobrevino así la ruina económica de la tradicional estancia argentina. Para sobrevivir fue necesario desechar las antiguas costumbres criollas y aumentar la producción por medios artificiales, más allá de los generosísimos rindes naturales de nuestro hemisferio. Copiamos técnicas gringas, exitosas en aquellas tierras desgastadas tras siglos de sobreexplotación, sin medir el riesgo de arruinar nuestras tierras fértiles y la salud.
Quizá porque la mayoría de los argentinos provenimos genéticamente del Norte (conformando hoy día un grupo humano más transgénico e impredecible que la soja RR), tendemos a sentir que la verdad y el progreso vienen siempre de allí: los primeros galeses de la Patagonia perdieron sus cosechas porque insistían en sembrar en las mismas fechas que en Gales y el Sudan grass , pastura superior importada por ingleses, mutó aquí en sorgo de Alepo , hoy plaga nacional imposible de erradicar. Progresar no significa necesariamente imitar la excelencia de otros, sino descubrir cómo lo valioso para algunos puede ser perjudicial para otros, y remediar a tiempo nuestros errores.
Durante las últimas décadas, el progreso agropecuario argentino se caracterizó por el avance del cultivo de soja en la zona maicera, una sofisticación cada vez mayor en la genética de las semillas y el inicio de la biotecnología. También por la adopción paulatina de la siembra directa o labranza cero (con un vertiginoso aumento del uso de fertilizantes y agroquímicos), para reemplazar las labores de la siembra convencional, cuyos instrumentos de labranza (arado, disco, rolo, escardillo) fomentan la erosión del suelo. Pero todos estos aparentes adelantos, ¿lo fueron realmente?
La batalla de la soja
El precio de la tonelada de soja, que fluctuaba entre 200 y 250 dólares, trepó a 300 dólares y más a fines del siglo XX. Casualmente, o no, la repentina valorización de este grano rico en proteína vegetal coincidió con la aparición del "mal de la vaca loca", originado por alimentar con proteína animal al ganado vacuno de los países europeos.
En medio de la catástrofe, un laboratorio estadounidense creó una variedad de soja transgénica, resistente a un poderoso herbicida de su fabricación, baratísimo en relación con los herbicidas europeos indispensables para cultivar soja convencional. Y con el grano a 300 dólares, costos drásticamente reducidos y la limpieza de malezas rebeldes garantizada, esta nueva variedad transgénica desbancó a la soja convencional (antes, un cultivo caro restringido a las mejores zonas agrícolas) e invadió la Argentina.
Los laboratorios europeos sufrieron pérdidas multimillonarias por su retraso en biotecnología. Tras varias fusiones, hoy apuran la creación de arroz transgénico ( golden rice ) para alimentar a Oriente. Europa intenta frenar el avance de la competencia estadounidense, promoviendo campañas contra el consumo humano de soja y maíz transgénicos, pero compra soja transgénica para alimentar al ganado que luego consume. Quince años harán falta para probar la validez de los argumentos de defensores y detractores de estos alimentos. Lo que ya fue probado es la potencialidad alergénica, teratogénica y cancerígena de los agroquímicos europeos aplicados en cultivos de soja convencional. Pero Greenpeace, ¿dónde está?
Los rindes de la primera cosecha de soja transgénica argentina fueron buenos; su precio, catastrófico: cayó de los 300 dólares previstos en el momento de sembrarla a 130-160 dólares, lo que redujo al 50 por ciento la ganancia anticipada por los productores. Los únicos ganadores en este negocio fueron el laboratorio estadounidense que proveyó la semilla y el herbicida, los ganaderos del hemisferio norte que obtuvieron proteína vegetal abundante y barata para alimentar su ganado, y los agricultores del Norte que pudieron destinar sus tierras a cultivos más rentables para ellos.
El herbicida también resultó letal para las bacterias nitrificantes de la soja, que no puede ahora reponer nitrógeno en el suelo (como ocurría con la soja convencional) y exige fertilización adicional. Como el uso de fertilizantes contribuye al efecto invernadero y las inundaciones del año pasado también están relacionadas con abuso de fertilizantes, ¿qué consecuenciaes climáticas nos esperan?
La siembra directa es aconsejable para el hemisferio norte, donde falta espacio y fertilidad, y sobra gente. No así en el hemisferio sur (salvo donde hay erosión). La siembra directa reserva la estructura del suelo, pero contamina la tierra y las napas de agua, pues exige más fertilizantes y agroquímicos que la siembra convencional. Su mayor ventaja es permitir la agricultura permanente, pero en la Argentina es más ecológico producir como lo hicieron nuestros antepasados, alternando agricultura con ganadería y rotando cultivos, sin agrotóxicos ni fertilizantes artificiales, cuidando la tierra y la salud.
Norte y Sur
Con la siembra directa y nuestra actual metodología agropecuaria, producimos más para ganar menos. Y al comprar semillas e insumos a empresas del hemisferio norte, a precios que ellas estipulan arbitrariamente, les brindamos plata dulce para financiar los subsidios con los cuales después nos perjudican comercialmente.
No es cierto que hay que producir más para acabar con el hambre (año tras año vemos cómo la comida que sobra no llega a los hambrientos). Menos hambre habría si los países del Primer Mundo pagaran lo que la comida sana vale.
¿Qué opinaría el plomero norteamericano al enterarse de que sus ahorros se usan para elevar artificialmente el precio de sus alimentos, mientras países pobres productores de comida sana no tienen con qué pagar sus deudas? ¿Qué diría de la difusión masiva de cultivos transgénicos originarios de su país en la Argentina, sin ensayos experimentales previos? ¿Y de promocionar la ingestión de esta soja en los comedores de barrios pobres sin ofrecer garantías en cuanto a sus consecuencias sobre la salud humana?
Somos el país agropecuario por excelencia. Cultivemos y difundamos semillas made in Argentina . Gobernantes y gobernados construyamos juntos una agroindustria local eficiente, que brinde trabajo en las zonas rurales y permita comerciar nuestras materias primas con valor agregado.
¿Por qué restringir nuestro potencial productivo sin parangón a nichos de comida orgánica para pequeñas elites económicas extranjeras, si toda la producción nacional podría lograrse orgánicamente y nuestro mercado merece ser el mundo entero?
Hagamos conocer internacionalmente nuestras condiciones privilegiadas para alimentar a la humanidad. Preservemos la geografía excepcional con que fuimos bendecidos, y a la gallina de los huevos de oro, que todavía anida en tierra argentina, preservémosla de tantos zorros que rondan el gallinero.
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