Guerra de patentes en el fondo marino

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Los científicos se lanzan a registrar organismos de los océanos para desarrollar aplicaciones médicas o energéticas - Pero la apropiación de elementos de la naturaleza es vista como una nueva biopiratería

En los mares y océanos, millones y millones de microorganismos diminutos, que no llegan a medir ni micras, son responsables de más del 80% de procesos como el ciclo del CO2, la captación de energía o el cambio climático. Eso sin perder de vista su papel en la cadena alimentaria. Un litro de agua marina puede contener al menos 25.000 tipos de microbios. En los mares más ricos hasta 100.000, algunos con propiedades fantásticas como la bioluminiscencia o toxinas para sobrevivir. Entender su complejidad no sólo puede dar respuestas a cuestiones tan importantes como el origen de la Tierra, su gran biodiversidad o el cambio climático. También tiene un gran potencial comercial para crear nuevos medicamentos o biocombustibles. Las patentes sobre la vida han generado un gran debate en tierra firme que ahora se vuelve a reproducir mar adentro.

Actualmente, no está permitido patentar organismos vivos. Sin embargo, ahora, las nuevas tecnologías de secuenciación, han hecho accesible la caja negra de estos bichos: su ADN. El funcionamiento de un gen o varios puede convertirse en el engranaje de bacterias artificiales al servicio de la humanidad, puestas a trabajar para crear energía o tratar enfermedades. Y eso sí que puede patentarse.

Visto este potencial, cada vez son más las expediciones científicas y comerciales (o ambas a la vez) que se adentran en los ecosistemas acuáticos del planeta a la pesca de nuevos genomas. De hecho, en los últimos seis años se han registrado más de la mitad de las patentes relacionadas con recursos genéticos marinos. Ante ello, los países con una riqueza marina piden reglas claras. Muchos ya han tenido que luchar contra la biopiratería terrestre, como ha ocurrido con México y el intento norteamericano de patentar el frijol. O en Ecuador, con una variedad de ayahuasca. Si las bacterias que se descubren en estas expediciones se encuentran en sus aguas territoriales (200 millas desde la costa), el Convenio para la Biodiversidad de Naciones Unidas reconoce la soberanía de los países sobre sus recursos genéticos ¿Y sobre las secuencias de sus genes?

Sin duda, la expedición con mayor potencial en este campo es la del Sorcerer II, una iniciativa de Craig Venter, padre del genoma humano, que empezó en 2003 y que ya ha rastreado las aguas de medio continente. Su objetivo científico, y sin afán comercial según insiste en sus apariciones, consiste en desentrañar el metagenoma de los mares (sus microorganismos, sus genes y cómo se interrelacionan). Nadie es ajeno a que entre sus actividades más lucrativas está la de crear vida artificial con bacterias con pocos genes pero funciones muy concretas. Según el mismo Venter, su expedición ambiciona ser tan revolucionaria como en su momento fueron los descubrimientos de Charles Darwin. Ya ha detectado seis millones de nuevos genes. En la revista Science ha publicado el metagenoma de un mar entero, el mar de Sargazos.

Ahora, el Sorcerer II se encuentra amarrado entre Valencia y Barcelona, a la espera de los permisos que estipula la Convención sobre Derecho del Mar de Naciones Unidas. A principios de noviembre su equipo científico también se reunirá con investigadores del CSIC en España, de Italia y de Grecia. Robert Friedman, al frente de la expedición del Instituto Venter, insiste en que "la intención es avanzar en el conocimiento científico de la biodiversidad microbiana". Como garantía de que sus hallazgos no serán monopolizados por la empresa de Venter, Friedman explica que la secuencia del ADN de todos los microorganismos descubiertos se encuentra a disposición pública y gratuita en una base de datos, Camera. Además, con los países que lo han solicitado se han firmado acuerdos explícitos que se rigen sobre el Convenio de Biodiversidad de Naciones Unidas y que garantizan su soberanía sobre los recursos genéticos. Eso sí, todos son diferentes. En el caso de Costa Rica o México, supone un mero reconocimiento de su soberanía sobre los recursos genéticos pero no estipula ningún derecho de propiedad intelectual. En Australia, el acuerdo resulta más específico: "Todos los derechos de propiedad intelectual en relación con los materiales o cualquier derivado, incluyendo la propiedad intelectual resultante (directa o indirectamente) del uso de estos materiales o cualquier derivado, inversiones u otros usos", explica Friedman. "Si un país pide firmar derechos de propiedad intelectual, lo hacemos", añade.

En la práctica, la expedición cumple con las normas internacionales, ¿pero qué supone hacer públicos todos los recursos genéticos para los países que no han firmado un acuerdo claro sobre su explotación comercial? Es cierto que la ley de patentes no permite que los genes en sí mismos sean patentados. Pero sí sus usos y sus derivados. Como consecuencia, si no hay un acuerdo explícito, el país en cuestión lo tiene difícil para reclamar beneficios sobre la explotación de bacterias únicas encontradas en sus aguas.

Para quienes critican la expedición de Venter, poner la secuencia genética a disposición de todos no significa estar en igualdad de condiciones. El genoma tan sólo es un mapa de ruta. Es la tecnología para interpretarla lo que hace que se pueda sacar un provecho comercial. "En otro mundo, estaría bien, pero la realidad es que para interpretar toda esa información genética se necesitan herramientas de las que sólo disponen algunos países ricos, es decir, que sólo pueden usar la información quienes tengan medios para interpretarla. Para nosotros se trata de una estrategia, no de auténtica forma de democratizar: es mejor poner la información a disposición de todos para que así nadie me critique", afirma Silvia Ribeiro, representante de la organización no gubernamental ETC, una de las que ha luchado de forma más activa contra la biopiratería y, precisamente, la que más recela de la actividad de Venter.

Pero no todos ven tras Venter la sombra alargada de la biopiratería. También hay investigadores que perciben la situación como una oportunidad para la ciencia autóctona de cada país si se establece el marco adecuado. Muchos científicos buscan microorganismos en el mar desde hace tiempo y con muchas dificultades. No pierden de vista que el potencial de secuenciación de Venter lo tienen muy pocos en el mundo. No es extraño que otra de las estrategias que Venter ha aplicado para adentrarse en los mares sea involucrar a los científicos de la zona a explorar.

Sin embargo, en las primeras expediciones no fue así. En Costa Rica, por ejemplo, se firmó un acuerdo en el que no se pactó la participación de los investigadores autóctonos. Algo que Giselle Tamayo, coordinadora de bioprospección de InBio, el mayor centro de investigación en biodiversidad del país, ve como una oportunidad perdida. "El convenio de biodiversidad es un marco. Si no pides nada, lo pierdes todo. En esta negociación no se pidió más que el coste del permiso y no se le sacó el provecho que se hubiese podido sacar. Si nos hubiesen consultado (su Gobierno) hubiésemos dicho 'sí, adelante', pero con condiciones, con nuestra participación para así poder aprender, y con información que ya hemos recolectado, que hubiese permitido recoger datos en las zonas donde sabemos que hay unas mayores posibilidades de futuro". Tamayo es consciente del potencial de sus aguas: "Nadie pierde de vista que, aunque la expedición sea científica, también puede tener un interés comercial, pero si colaboramos nos beneficiamos ambas partes".

Para los investigadores españoles, colaborar con Venter supone una inyección de recursos importante. Los investigadores del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona del CSIC aún tienen que negociar en qué términos colaborarán con el Sorcerer II por el Mediterráneo. No será la primera vez que trabajan con el Instituto de Venter, que para los investigadores españoles también representa una oportunidad. "Para mi Craig Venter es un genio, hay muy pocas personas que tengan esa visión excepcional. Estamos encantados con la cantidad de datos que ha puesto a disposición pública, su influencia va a ser determinantes", afirma Carles Pedrós-Alió, investigador del centro al cargo de los contactos con la expedición.

El Instituto Venter ya se encargó de secuenciar los genomas de dos bacterias heterotróficas descubiertas por el Instituto de Ciencias del Mar en la bahía de Blanes. Para sobrevivir consiguen su energía del consumo de materia orgánica, pero también de la luz. "Se podrían comparar con los coches híbridos, que funcionan en parte con electricidad y en parte con combustible. Nos interesa el gen para utilizar la luz", explica Pep Gasol, uno de los investigadores del centro. Proceden de la bahía de Blanes. "El acuerdo con Venter era que contaríamos con la secuencia de las bacterias en exclusiva durante medio año para poder publicar resultados", explica Carles Pedrós-Alió, investigador principal del proyecto. Los investigadores están satisfechos de haber publicado sus hallazgos en la revista Nature y en PNAS. "Por eso creemos que Blanes es el primer punto del Mediterráneo que Venter debería explorar", afirma Gasol. ¿Qué potencial comercial tiene el genoma de esta bacteria? Quizás podría utilizarse en procesos energéticos. ¿Patentes? No las hay. "Nuestro interés es conocer los organismos del mar", afirma Pedrós-Alió.

Esta posición contrasta con la de otros investigadores con una visión más proteccionista: "Hay muchos científicos que piensan que todos los recursos genéticos le pertenecen a la humanidad, que no están limitados por las fronteras de un país. Aquí creemos que un país debe tener derecho a decidir qué hacer con sus recursos genéticos y a ser reconocido", afirma Tamayo. Su centro trabaja en unos genes presentes en las bacterias del tracto intestinal de las termitas que permitirían aprovechar mejor la energía. En este caso, cuentan con un acuerdo con una empresa norteamericana que Tamayo reconoce como "beneficioso para nuestro país y para ellos". En definitiva, todos estos descubrimientos, realizados con fondos públicos, también pueden impulsar el I+D del país colaborador, y revertir en la financiación de nuevos proyectos públicos.

Otra expedición europea, el proyecto Mamba, con participación española a través del Instituto de Catálisis y Petroquímica del CSIC, sí que busca explícitamente principios activos para aplicaciones médicas en los microorganismos marinos. Pero mientras que Venter explora aguas superficiales, el proyecto se centra en fosas del Mediterráneo que se encuentran a más de 3.500 metros de profundidad, localizadas en el golfo de Rosas, en Libia y Sicilia. Allí se concentran altos niveles de sal, acumulada allí hace miles de años, cuando el Mediterráneo se secó. En estas zonas se acumula un kilo de sal por litro de agua, explica el investigador del CSIC Manuel Ferrer. "Allí viven microorganismos extremófilos, muy interesantes por su metabolismo ya que son capaces de producir enzimas interesantes para la biomedicina", añade.

En este caso, ocho centros públicos colaboran con tres empresas privadas. Entre ellas, Pharmamar. "Una expedición cuesta entre 30 y 40.000 euros al día. Nuestras expediciones duran no más de 3 semanas y nos cuestan medio millón de euros", explica. En ese sentido, Ferrer reconoce el potencial de Venter, que para llevar a cabo su proyecto cuenta con financiación de la fundación John y Betty Moore (más de cuatro millones de dolares), y el departamento de energía norteamericano (otros 12 millones). Las muestras que se recogen se envían a los laboratorios de Venter en Estados Unidos, que tienen potencia para generar 240.000 secuencias cada 24 horas.

Además de la relevancia científica que, por supuesto, tiene descubrir una nueva bacteria, ¿se da un paso más para explorar el potencial comercial de estas bacterias? Ferrer indica que ahí está el interés de colaborar con la industria. En el proyecto Mamba aún no se ha acordado en qué términos se repartirán los derechos de las posibles patentes que surjan entre el sistema público y las empresas privadas. Por sus otras experiencias, Ferrer indica que "las empresas acostumbran a querer llevarse entre el 98 e incluso el 100% de los royalties. Éste es un problema por el que se debe luchar, pero hemos tenido que pasar por ahí porque el investigador necesita ese dinero".

El País, España, 20-10-09

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