El hambre globalizada
La ONU que advirtió que la crisis alimentaria puede convertirse en una tragedia humanitaria. Las causas y consecuencias de un problema que sacude a América Latina.
Como tantas otras veces en la historia de América Latina, Haití se convirtió en un termómetro del humor social frente a una de las crisis alimentarias más graves de la historia de la humanidad. Hace dos semanas, en medio de protestas por el alto costo de los alimentos, diez personas murieron en Puerto Príncipe, y el primer ministro Jacques Edouard Alexis se vio forzado a renunciar frente al oscuro panorama.
Pero el problema no es exclusivo del país caribeño. Los conflictos a raíz del alza mundial de la canasta básica de consumo, que según el Banco Mundial (BM) aumentaron en tres años alrededor de un 83 por ciento, parecen reproducirse por el mundo. Egipto, Camerún, Costa de Marfil, Mauritania, Etiopía, Madagascar, Filipinas e Indonesia, son algunos de los países en los que los incrementos del nivel vida obligaron a miles de personas a volcarse a las calles, en búsqueda de una respuesta a las trabas que amenazan con socavar la base de su existencia.
La coletazos de la crisis llegaron incluso a Estados Unidos, donde las empresas Sam`s Club -que pertenece Wal Mart- y Costco, restringieron la venta de arroz a sus clientes por temor a los cortes en el suministro, lo que provocó una disparada en el precio del cereal que rápidamente repercutió en el mundo entero.
Sin embargo, este panorama no es nuevo. El alza de los commodities y la inflación mundial vienen generando un incremento en el precio de los alimentos desde hace varios años. Lo que sí es nuevo, es la voz de alarma que los organismos internacionales lanzaron días atrás sobre la crisis alimentaria en el mundo.
La primera advertencia vino de parte de la UNSECO, que habló sobre una “inminente explosión social” desatada por el alza de los productos básicos. A través de un documento titulado "Evaluación Internacional de las Ciencias y Tecnologías Agrícolas para el Desarrollo (IAASTD)", el organismo dependiente de la Naciones Unidas concluye que "mantener las tendencias actuales en producción y distribución (agrícola) agotaría nuestros recursos y pondría en peligro el futuro de nuestros hijos".
De hecho, el documento va aún más allá y, en una reivindicación que cómodamente podría adjudicarse al Movimiento sin Tierra de Brasil, advierte que "la agricultura moderna deberá cambiar radicalmente para servir mejor a los pobres y hambrientos” y aconseja una vuelta a los métodos de producción tradicionales, al empleo de semillas orgánicas, al uso de abono natural y al empleo de caminos más cortos entre productores y consumidores.
Al igual que la UNESCO, el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas (PMA) evaluó, a través de su directora ejecutiva, Josette Sheeran, que la crisis provocada por el incremento global de los precios de alimentos se asemeja aun “tsunami silencioso” que podría sumir a más de 100 millones de personas en la pobreza y el hambre.
Lo curioso de estos pronósticos, cuya certeza y alarmismo son incuestionables, es que provienen de un organismo internacional que históricamente defendió el modelo agrotécnico, padre de la crisis, cuya única respuesta frente a la crisis fue y es el reparto de alimentos y no el desarrollo de una política que modifique de raíz el modelo de producción y distribución.
Pero, más allá de esas contradicciones, es evidente que el tema ha dejado de ser una preocupación de movimientos sociales y organismos dedicados a la materia, para convertirse en un problema global.
Los lamentables episodios de Haití, con centenares de personas haciendo colas para buscar una ración de arroz o arrojados a las calles para pedir alimentos más baratos en medio de las balas de los cascos azules de la ONU, son postales que ya no sólo asustan al “tercer mundo”, sino que preocupan al todo el orbe.
Sin embargo, al tiempo que estas advertencias se reproducen y los medios de comunicación del mundo convierten el hambre en una fotografía o en una cuidada producción audiovisual, las principales causas de esta feroz crisis alimentaria no son reveladas ni mucho menos atacadas por un sistema que, por el contrario, las reproduce día a día.
Más allá de las reflexiones que pueden hacerse acerca de la coyuntura económica, social e histórica, hay algunos puntos que son esenciales para comprender el alza galopante en el precio de los alimentos.
En principio, la voracidad de los países emergentes como China e India han disparado los precios de los commodities (ver “Algunas preguntas sin respuestas” de Pablo Ramos, APM, 06|04|2008). Sin embargo, lo que podría presentarse como una oportunidad histórica para los países que basan gran parte de su economía en la producción de alimentos –el caso de prácticamente toda América Latina- se ha convertido en una mina de ganancias para un sector reducido de la agroindustria que no se refleja en el resto de la sociedad.
Paralelamente, hay estados impotentes o cómplices cuyas políticas no alcanzan para capturar y distribuir esa fabulosa renta de exportación que se queda en manos del capital concentrado, muchas veces de origen internacional.
Por otra parte, esa gran voracidad de los países emergentes también tiene sus complejidades. Tal es el caso de China, que ha desarrollado una política alimentaria a largo plazo por la cual pretende incorporar carne a la dieta de su población –más rica en nutrientes-. Por esta razón, su mayor demanda no son los alimentos para consumo humano, sino comida para animales. Aquí es donde aparece la soja, un “yuyito” -al decir de la presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner- cuya producción es altamente rentable por sus fabulosos precios internacionales, pero que posee costos ecológicos y sociales que pueden ser trágicos.
El razonamiento en este punto roza la lógica más elemental: a más plantaciones de soja, menos plantación de otros cereales y oleaginosas que sirven para el consumo directo lo que, frente a la baja de la oferta y el aumento de la demanda, se traduce en un aumento de los precios que se va trasladando a toda la cadena productiva.
De la misma forma, el desarrollo de los agrocombustibles -que acentúan el modelo agrotécnico- así como el alza histórica en el precio del petróleo, repercuten directa o indirectamente en la suba de los alimentos.
Dentro de este oscuro panorama, los países más afectados de América Latina y el Caribe han tomado diversas medidas -más o menos efectivas- para contrarrestar la crisis e intentar garantizar la seguridad alimentaria de su población.
En Haití, el presidente René Préval anunció un recorte del 15 por ciento en el precio del arroz que será financiado por el sector privado y la ayuda internacional. Sin embargo, muchos tildan la medida de precipitada y efectista, y los sectores empresarios no se mostraron muy dispuestos a subsidiar el recorte anunciado por el mandatario.
Otro ejemplo es el de República Dominicana, donde el gobierno ha comprado toda la producción de cebollas y pollo y para colocarla en el mercado a un precio más económico. Este tipo de políticas, en realidad, tienen un efecto electoralista, por lo que no es de extrañar que el presidente Lionel Fernández tenga las mejores opciones en mayo de ser reelegido en su cargo.
A Dominicana se le unen varios estados que buscan, en mayor o menor medida subsidiar los alimentos. Un ejemplo es el de Venezuela, donde los mercados populares abastecen a gran parte de la población, pese a la falta de productos generalizada por la puja entre el Gobierno y los sectores empresarios.
El ejemplo de estados interventores frente a la crisis se repite en Bolivia, cuyas Fuerzas Armadas se han volcado a la tarea de amasar pan, buscando bajar los precios del producto a base de harina de trigo. El gobierno de Evo Morales, incluso, ha dispuesto un cierre de las exportaciones de aceite –medida duramente criticada por los empresarios de derecha nucleados en Santa Cruz- con el objetivo de retrotraer su aumento. Políticas similares se han aplicado en Argentina con la carne, aunque no han dado resultados concretos.
De la misma forma, muchos estados han implementado planes de subsidio directo para intentar garantizar el acceso de los sectores carenciados a los alimentos básicos. Chile, Nicaragua y Brasil son un ejemplo, sobre todo este último, que con el plan “Hambre Cero” ayuda a alrededor de 20 millones de personas. Al igual que con otros bonos sociales, los subsidios siempre son susceptibles de fomentar el clientelismo y, en última instancia, no son medidas de fondo que solucionen el problema.
Idéntico problema tienen las políticas de retenciones a las exportaciones que implementa, por ejemplo, Argentina. En este caso, las quitas buscan apropiarse de parte de la renta extraordinaria del campo e, indirectamente, desalentar el cultivo de soja y girasol para fomentar el de otros cereales como el maíz. El principal problema de esta medida es que la renta extraída engrosa los fondos del estado y no sigue un camino directo hacia la distribución de la riqueza.
Por su parte, Perú ha desarrollado una política para el cambio de las pautas de consumo frente al alto incremento de la harina de trigo. En este caso, el Gobierno alentó la creación del “papapan”, un pan a base de harina de papa o patata cuyo precio es mucho más económico. La medida es interesante como paliativo pero, de nuevo, no va al fondo de la cuestión.
Pero no todo es negativo. Así como América Latina no ha dado respuestas concretas a la crisis alimentaria, en los últimos días dos propuestas han dado cierta luz de esperanza en medio del marasmo generalizado.
Una de ellas fue el acuerdo suscrito por los países que integran la Alternativa Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA), que propusieron el desarrollo de programas integrales para la producción de cereales -principalmente arroz y maíz-, leguminosas, fríjol, oleaginosas, carnes, leche y agua para el riego de sembrados.
El presidente venezolano Hugo Chávez, sus pares de Bolivia, Evo Morales y de Nicaragua, Daniel Ortega, así como el vicepresidente de Cuba, Carlos Lage, se comprometieron además, frente a la advertencia realizada por los organismos de la ONU, a crear un fondo con un capital inicial de 100 millones de dólares para ejecutar esos programas.
La otra respuesta concreta a la crisis alimentaria llegó desde Cuba, que dentro de su proceso de cambios internos está impulsando una nueva reforma agraria. La urgencia económica de la isla condujo a que el nuevo gobierno de Raúl Castro anunciara el reparto de tierras entre los agricultores, con el objetivo de que la trabajen, para aumentar la producción nacional y reducir las exportaciones.
La profundidad de la crisis alimentaria en el mundo se acentúa cada día más. Mientras los pronósticos abundan, son pocos los intentos reales de subsanarla. Por esta razón es fundamental una pronta y efectiva respuesta, sobre todo de los países centrales, para evitar una catástrofe de proporciones.
De otra forma, esos augurios futuristas del cine de ciencia ficción, donde el ser humano se convierte en una especie en extinción, estarán cada vez más cerca de convertirse en realidad.