Argentina: los fantasmas de la pampa húmeda
El autor de este ensayo sostiene que los productores del campo en general y los chacareros en particular usurparon la identidad del verdadero trabajador agrario, el obrero, quien se supone que aparece para sus patrones durante la siembra y la cosecha. El misterio de la soja, la tecnología rural moderna, los GPS y las computadoras neutralizaron el enorme peso que en la historia argentina han tenido los peones, gente que parece haber pasado al olvido
Todos los días podemos escuchar y leer noticias como la siguiente: “Los productores del campo se reúnen hoy con el Gobierno”. O también: “Los productores del campo bloquean las rutas”. Sin embargo, cuando vemos a los personajes mencionados, su aspecto no remite a lo que uno suele asociar con un obrero. Todo lo contrario. ¿Por qué los empresarios agrarios, con mucha más facilidad que otros, logran usurpar una identidad que no les corresponde? Dicho de otra manera, ¿por qué el verdadero productor del campo, el obrero rural, no aparece por ningún lado?
El principal obstáculo para percibir la existencia del obrero rural es el chacarero; en particular, la persistente creencia de que no es un empresario capitalista porque sólo contrata obreros como “auxilio” en los momentos más álgidos del trabajo estacional. Pero sucede que en la producción agraria todo el mundo, incluido el chacarero, trabaja estacionalmente. La trampa tiene su base en una “ilusión óptica”: como el chacarero está los doce meses del año en la chacra y el peón sólo durante la siembra y la cosecha, se supone que aquél “trabaja” los doce meses del año y éste sólo un par, cuando mucho. Pero hay que distinguir entre “tiempo de producción” y “tiempo de trabajo”. El primero corresponde a todo el período que abarca la producción, lo que incluye los meses en que las plantas tienen que crecer. El segundo coincide con el tiempo efectivamente trabajado, que es de unos pocos meses. De modo que si queremos medir el peso real del trabajo asalariado en el campo (y, por lo tanto, entender la naturaleza del “chacarero”), debemos tomar sólo el tiempo de trabajo. Hechas las cuentas tomando al chacarero más chico, a principios del siglo XX, cerca del 60% de la producción de valor corresponde al trabajo asalariado. Es decir, el “chacarero” más pobre de la región pampeana, aún en una etapa muy temprana de su desarrollo, era ya un empresario capitalista hecho y derecho. En conclusión, dado que la producción cerealera pampeana ha sido históricamente la principal riqueza del país, es sobre las espaldas de estos “auxiliares” del “pobre” chacarero que se ha construido la Argentina.
A principios del siglo XX, de nuevo, el trabajo en los cereales pampeanos significaba una gigantesca movilización humana. Hemos calculado que cerca de 300 mil personas participaban en la cosecha del trigo y el lino hacia 1920, mientras que unas 200 mil lo hacían en la del maíz, hasta 1930. Esa enorme masa provenía de las grandes ciudades (70%) y del interior del país (30%). Constituían lo que Marx ha llamado la “infantería ligera del capital”, una parte de la clase obrera en continuo desplazamiento, presta a intervenir allí donde la “batalla” de la producción la convoca, generalmente en empleos estacionales. Un mito quiere que esos obreros venían de España e Italia sólo para la cosecha, terminada la cual, como “golondrinas”, retornaban a su hogar allende el mar. Es eso, un mito.
El trabajo era entonces (y en buena medida sigue siéndolo hoy) muy duro, lindando con lo bestial. Se trabajaba de “sol a sol” cuando la lucha de los trabajadores lograba imponer condiciones. Lo normal era “de estrella a estrella”. En pleno verano pampeano, moscas, mosquitos, jejenes y temperaturas de más de cuarenta grados al sol era un ambiente “normal” de trabajo. Los accidentes eran muy comunes. Una simple lastimadura mal curada podía desatar infecciones mortales. La palma, en este tema, se la llevaban las explosiones de trilladoras, cuya contabilidad solía arrojar varios muertos y una decena de heridos.
Otro mito dice que el salario rural era cinco o más veces superior a los salarios urbanos. En realidad, era apenas un poco mejor que los peores salarios de Buenos Aires, Rosario o Bahía Blanca. El que trabajaba en la cosecha podía, sin embargo, ahorrar algunos pesos a cambio de jornadas que superaban las 16 horas, durmiendo a la intemperie y siempre que los empleadores no lo estafaran con sobreprecios en la comida.
Estos trabajadores participaron de las principales jornadas de lucha de la clase obrera argentina preperonista. Ya en 1902 se forma el Congreso Obrero Agrícola, primer intento de organización sindical de los obreros rurales. De las jornadas críticas de 1919 todo el mundo recuerda la Semana Trágica y, con suerte, la represión en la Patagonia, gracias a Osvaldo Bayer. Sin embargo, desde 1917 hasta 1921 se extendió la mayor oleada huelguística de la historia rural argentina. El temor ante la “pérdida de las cosechas” por el “incendiarismo anarquista” fue la principal preocupación “social” de los diarios de la época y de la Liga Patriótica. Varios centenares de huelgas a lo largo de toda la pampa dieron también su cuota de mártires en verdaderas masacres. Otra vez, cuando no, fue el gran Osvaldo el que puso sobre la mesa la verdad incómoda de la “masacre de Jacinto Aráuz”. Pero tenemos también la de Tres Arroyos, en la cosecha de 1919-1920, la de Villaguay, en 1921, y un sinfín de enfrentamientos con saldos sangrientos, como en Leones, Oncativo, Bartolomé Mitre, etc. Yrigoyen, responsable de los mayores atropellos de la historia argentina contra la clase obrera, fue particularmente duro con estos trabajadores. La represión desarmó decenas de sindicatos organizados con enorme esfuerzo casi en cada pueblo pampeano. Eliminó también las experiencias más interesantes de organización rural, la Unión de Trabajadores Agrícolas y la Federación Obrera Regional Portuaria, ambas anarquistas. La primera intentó nuclear a los peones de cosecha; la segunda, a los estibadores de las estaciones ferroviarias. Mucho de lo que sobrevivió recibió el golpe de gracia definitivo, de nuevo, de mano del mismo presidente radical, que en 1928-1929, a petición conjunta de la Federación Agraria y la Sociedad Rural, envió al ejército a reprimir la última oleada huelguista de los obreros rurales. Durante la década del 30, la actividad sindical será menor, pero eso no impedirá que connotados dirigentes sindicales de pasado rural, como José Peter y Cipriano Reyes, tengan un lugar destacado en las jornadas que alumbran al peronismo.
¿Por qué tanta historia ha pasado al olvido? Por una razón sencilla: hacia 1920 comienza en el agro pampeano una renovación tecnológica que va a reemplazar máquinas y, con ellas, hombres. Una trilladora, un aparato enorme que separaba la semilla del resto de la planta, empleaba entre 20 y 30 personas. Sin contar a los obreros de las segadoras que habían previamente cortado la planta, otros cinco o seis, ni a los emparvadores, unos cinco más, que construían las esas montañas verdes que decoraban la planicie. Todo ese universo se verá reducido a cuatro o cinco empleados cuando aparezca la cosechadora, que siega y trilla al mismo tiempo, eliminando el emparvado. La cosecha debía ser transportada de la chacra al galpón de la estación, para su posterior traslado a puerto por ferrocarril. Unos 10 mil carreros que hacían ese trabajo van a caer bajo las ruedas del camión. Lo mismo sucederá con 30 mil estibadores que serán atacados, hacia los 40 por la cosecha a granel. De los 300 mil obreros que hablamos al comienzo, para fines de los 30 quedarán mucho menos de la mitad, hasta que un invento argentino, la plataforma maicera, los expulse también de las cosechas del maíz. Hoy día, para volúmenes de trabajo varias veces superiores, basta con menos del 5% de aquella cifra. Es esta potencia productiva del agro pampeano la que ha convencido a muchos de que no hay obreros en la pampa.
Patrones de conductas de ayer y de hoy
“Ferrero, Velazco, Barrio, Acuña y el fallecido Urrutia, que eran los que más pelearon con la policía, resultaron ser, además de autores del asalto a la comisaría, los que incendiaron la casa de negocio de Eloy Velaz, causando daños por valor de pesos 70.000; los que destruyeron el negocio del señor Aberastegui, los que quemaron las parvas pertenecientes a Rafael Ceoni; actores del asesinato del agente Albornoz, autores de la muerte del preso Pereyra y del asalto al tren de pasajeros minero 17.”
La relación entre obreros rurales y chacareros ha distado de ser amable. En realidad, hubo siempre una hostilidad de fondo, lo que no excluyó alguna alianza. Durante el Grito de Alcorta y los años que le siguieron, varias corrientes del movimiento obrero intentaron tener su rama “agraria”, ocupando lugares relevantes en la Federación Agraria Argentina, de cuya fundación participaron. Pero la misma crisis eliminó a los elementos más radicales y entregó la FAA a Piacenza, un italiano simpatizante del fascismo y admirador de Mussolini, que la gobernará por décadas. De hecho, durante el primer gobierno radical, y a pesar de la firma de un pacto formal entre la FORA IX (la central sindical con simpatías yrigoyenistas) y la FAA, que le sirvió a ésta sobre todo para garantizar su “marcha” a Buenos Aires pidiendo por reformas en el sistema de arrendamientos, buena parte de los chacareros se aprovechó de las actividades represivas de la Liga Patriótica y en muchos pueblos fueron sus principales animadores.
La actitud de los obreros rurales durante las grandes jornadas chacareras (Alcorta, en 1914, y los cortes de ruta, 2008) fue más bien pasiva. En el primer caso, porque se trató de un lock-out (una “huelga” empresarial que paraliza la producción) que afectó la siembra, de modo que no había forma de que los obreros se hicieran presentes, en el supuesto caso de que quisieran hacerlo. En el segundo, porque no fue un lock-out sino una rebelión fiscal. Por eso, mientras los chacareros cortaban las rutas, los obreros continuaron trabajando.
La cita que encabeza este texto relata una historia, otra más, poco conocida. Para realizar el sumario que el hecho exigía, se traslada con refuerzos a la localidad en cuestión, Estación Todd, el inspector general de policía de la provincia de Buenos Aires, pues se teme la existencia de una banda de 30 anarquistas “dispuestos a todo”. Los diarios especulan con todo tipo de truculencias, pero poco después se irá conociendo la verdad, demostrando la existencia de un verdadero complot policial para evitar la organización de los obreros rurales de la zona. ¿Los principales beneficiados? Los chacareros, que consiguieron bajos salarios para esa cosecha. Todo un símbolo de los intereses que defienden unos y otros. La razón por la cual, entonces, difícilmente los trabajadores rurales puedan tener actitudes más positivas hacia sus patrones es, precisamente, esa. El “chacarero” no es un productor directo. Es un empresario capitalista que explota trabajo asalariado. Quienes son sistemáticamente ignorados mientras producen la principal riqueza de este país como verdaderos fantasmas, dudosamente puedan abrigar sentimientos mejores hacia los que se llevan las ganancias a cambio de trabajo en negro y flexibilidad extrema y salarios magros.
Las razones de un olvido significativo
La Argentina es un país de base agraria. Los historiadores de la economía suelen dividir la historia nacional en “modelos”: nuestros orígenes se vincularían a un “modelo agroexportador”, que habría perdurado hasta 1930; la crisis de ese año habría dado origen a uno nuevo, el de “sustitución de importaciones”, cuya muerte se habría decretado el 24 de marzo de 1976. Después de una etapa de “acumulación financiera”, que se extendería hasta los inicios del actual gobierno, habríamos vuelto a un “modelo industrialista”. Sin embargo, para cualquiera que repase datos elementales, la verdad es muy otra: si tomamos la evolución de las exportaciones, un indicador claro de aquello que una sociedad produce con ventaja, la Argentina sigue siendo un país agroexportador.
Curiosamente, pero en realidad no tanto, la masa de la población no sólo no vive en el campo sino que tampoco vive del campo, al menos directamente. La razón es sencilla: la región pampeana ha estado siempre en la primera línea de la productividad mundial, siendo uno de los exportadores más importantes de casi cualquier cosa que se siembre en el planeta. El resultado es un país agrario que desconoce que lo es y una población que no sabe dónde está su única verdadera riqueza. La historia agraria pampeana ha sido contada, desde un ángulo liberal, como la saga de los grandes burgueses que “construyeron” el país; desde una perspectiva que se extiende hacia la izquierda, como la batalla de los “pobres” chacareros contra los perversos “terratenientes”. Indudablemente, vida y milagros de los grandes burgueses agrarios de la pampa tienen su lugar no sólo en la historiografía sino también en el imaginario colectivo. La leyenda de terratenientes que monopolizan la tierra, acumulando estancias más allá del horizonte, ha dado pie a más de una expresión en el cine y la literatura. Se habla de cifras multimillonarias, pero no están allí los capitales más poderosos del país. En parte porque la tan mentada concentración tiene mucho de ficticio. Se habla de 80 mil productores de soja, aunque se supone que menos del 10% de esa cantidad sería dueña de la “gran torta”. Mucha gente, sin embargo, si la comparamos con otras ramas de la producción: la de caños de acero para la industria petrolera, por ejemplo, está dominada por una sola empresa. Podríamos seguir rama por rama, pero nos encontraríamos con la misma situación: la rama agraria (y con ella, la propiedad de la tierra) es una de las menos concentradas. La historia de los chacareros es menos popular, pero en modo alguno puede considerarse desconocida. Más de un lector tendrá en mente el tan llevado y traído por estos días Grito de Alcorta. Y casi seguro todo aquel que piense en el campo tendrá en mente una imagen un tanto bucólica, en la que un “paisano” de bombacha y alpargatas toma mate bajo un alero, rodeado de una familia relativamente grande, en medio de un mar verde de trigo. Aun con la fama que ha cobrado, difícilmente esa imagen incluirá a la soja, planta que sigue siendo un misterio para la mayoría de los argentinos. Raro será aquel que, no teniendo un contacto más o menos directo con la producción rural, asocie a los “gringos” con tecnología moderna, GPS y computadoras. Bastante común, sin embargo, será que se identifique al chacarero con un trabajador “por cuenta propia”, que labra con sus propias manos su tierra, que maneja su tractor y cuida sus “plantitas” sólo con el auxilio de su familia.
Una buena sorpresa nos llevaríamos si nos encontráramos, incluso entre los especialistas, con más de uno que supiera del enorme peso (económico, social y hasta político) que en la historia argentina han tenido los obreros rurales. A diferencia de grandes burgueses y chacareros, que han tenido detractores pero también defensores, los peones de campo han pasado al olvido. Un olvido muy significativo.
Eduardo Sartelli
Investigador, especialista en historia agraria del siglo XX y director del CEICS (Centro de Estudios e Investigaciones en Ciencias Sociales).