Argentina: informe sobre impacto de herbicidas en Entre Ríos
Fumigados es el título de la nota que publica un medio paranaense el cual expone el alto grado de toxicidad que provoca la siembra temprana a través de herbicidas y pesticidas
Un peón rural literalmente envenenado, una familia en la que murieron tres chicos, un grado entero de una escuela primaria afectado con problemas de crecimiento; Son solo algunas de las víctimas del herbicida con el que hace quince años se rocían los campos de soja, y recién ahora están logrando ser escuchadas; El lado más oscuro del boom sojero.
Hace apenas tres semanas, un juez le dio la razón a los vecinos de San Jorge. Tristán Martínez dio lugar a un recurso de amparo y prohibió que los aviones fumigaran los campos a menos de 1.500 metros de las casas de esta pequeña ciudad santafesina. Y si la fumigación es por tierra, la distancia no puede ser menor a los 800 metros.
Estas prácticas, dijo el Juez: “Tienen consecuencias severas para la salud de los hijos” de quienes presentaron el amparo. Varios pueblos rurales, en los que en la última década aparecieron enfermedades raras y más casos de cáncer y abortos que lo habitual, lo habían intentado. Tras diez años de expansión silenciosa, el lado más oscuro del boom sojero se está haciendo visible.
El cultivo, que permitió a la Argentina enfrentar la crisis económica más grave de los últimos cincuenta años, tiene un costado atroz que científicos y funcionarios ya no niegan: los agroquímicos utilizados para obtener mayor rendimiento de las plantaciones de soja provocan enfermedades, malformaciones congénitas y abortos espontáneos en las poblaciones que quedan bajo las fumigaciones. Seiscientos pueblos de las zonas más fértiles del país son rociados con pesticidas desde 1995. Y sus habitantes sufren las consecuencias. Las pruebas de su impacto son tan contundentes que hasta el Gobierno nacional -impulsor del modelo agroexportador sojero- se vio obligado a crear una comisión en el Ministerio de Salud que deberá evaluar el impacto ambiental y sanitario generado por el uso indiscriminado de estos venenos.
Gracias a la soja, la utilización de agroquímicos creció exponencialmente en territorio argentino. El más común es el glifosato, que representa el 37% del total de herbicidas utilizados en la producción agrícola. Las primeras víctimas visibles fueron los peones rurales. Fabián Tomasi es uno de ellos. Tiene 43 años pero aparenta muchos más. Vive en la localidad entrerriana de Basavilbaso desde que nació y en 1994 optó, como muchos peones rurales de su pueblo, por dedicarse a uno de los oficios mejor pagos de la zona: manejar glifosatos que garanticen el mejor rendimiento de las plantaciones de soja.
Hace nueve años dejó sin palabras a los médicos cuando apareció en las consultas con un fuerte ardor en las yemas de los dedos, acompañado por secreciones de calcio en las manos y en todas sus articulaciones. “Nos pagaban por hora y ganábamos muy bien, llegábamos a los cuatro dólares por hora y acumulábamos 12 horas diarias los siete días de la semana para poder hacer un buen número”, cuenta. Durante la campaña, desde noviembre hasta marzo, todos los peones trabajan la mayor cantidad de horas posible para sumar pesos extra. “No cualquiera puede estar al lado de un avión, hay que saber cómo cargar combustible, limpiar primero, cambiar los equipos y cargar el veneno.
Cada cosa llevaba su tiempo, y así pasé seis años de mi vida”, rememora Tomasi con amargura. Para las fumigaciones hay dos vías: una terrestre y otra aérea. La especialidad de Fabián era el aire. “Soy un loco de los aviones, siempre me encantaron y nunca tomé conciencia de que estaba trabajando con un veneno letal. Encima, nunca trabajé con algún tipo de protección”. Pero las secuelas aparecieron a partir de 2000. “Primero empecé a sentir mucho dolor en la punta de los dedos y luego me empezó a salir como una arenilla. El médico comprobó que era calcio, una reacción por la toxicidad que tengo en el cuerpo”, cuenta. Por el dolor, Fabián no pudo trabajar más. “Primero pensaron que todo era por las complicaciones de la diabetes, hasta que un día el médico me pide que me saque la remera y ve que era piel y hueso”, cuenta.
La orden médica procuró derivarlo al principal centro toxicológico argentino, el Hospital Alejandro Posadas de Haedo. “Pero como no tenía un peso terminé en el Sanatorio Adventista del Plata. Ahí descubrieron que tengo menor capacidad pulmonar y hasta me encontraron incrustaciones de calcio en el esófago. Tengo hipercalcemia, supuestamente porque mi organismo reacciona de esta forma con el veneno. Me aparecen granos por todo el cuerpo que se revientan y en cada una de mis articulaciones me sale calcio. Ahora también me sale de los codos, de las rodillas y de los pies”, dice como si su cuerpo fuera un mapa de la devastación. Fue la primera vez que los médicos se animaron a diagnosticarle “posible intoxicación con agroquímicos”.
En la última Navidad, tras ocho años de incertidumbre, la organización llamada Grupo de Reflexión Rural le donó un tratamiento desintoxicante de activos biológicos. Para los investigadores, el cuadro de Tomasi tiene una explicación: el veneno actúa en el hombre igual que sobre los insectos. “Quita la posibilidad de caminar y de comer, pero como tenemos sangre caliente eso atrofia aun más. Ya no domino la garganta, y a veces me sale la comida por la nariz, si no fuera por mi madre, no se qué haría. Esto es más claro que el agua y no hay que darle mucha vuelta, tengo cara de máscara, los músculos de mi cara están atrofiados y, como soy diabético, tardo mucho más en cicatrizar”. Basavilbaso tiene nueve mil habitantes y, a pesar de su tragedia, son pocos los que le creen. “Pero acá todavía no cambió nada, mis amigos suponen que porque usan camisas de mangas largas van a solucionar el problema, cuando para trabajar con agroquímicos hay que aislarse con trajes con botas, guantes y máscaras con oxígeno asistido. Pero nadie lo exige y no hay de esos trajes en ninguna parte del país”.
“Nunca nos protegimos, sólo usábamos short y remeras, y hacíamos de todo: le cambiábamos los picos a las barras por donde se esparce el veneno desde los aviones y abríamos hasta 200 latas diarias para hacer el caldo, la mezcla del químico con agua y aceites para que la gota fumigada llegue mejor a la planta de soja”, agrega. “Yo no soy Nostradamus -advierte- pero esto termina mal”, vaticina este peón que reconoce que vive gracias al tratamiento que le donó el Grupo de Reflexión Rural. “Este veneno es letal y nos está matando”, concluye. La terapia que está recibiendo Tomasi es similar a la que se practicó con las víctimas de la tragedia nuclear de Chernobyl, la ciudad siberiana arrasada por la fuga de un reactor en 1985.
“Recién en 2008 la Organización Mundial de la Salud (OMS) catalogó el glifosato como extremadamente tóxico. Esto ocurrió porque una serie de estudios revelaron toxicidad en todas las categorías: subaguda, crónica, daños genéticos, trastornos reproductivos y carcinogénesis. Por la misma razón la agencia ambiental europea (EPA) lo reclasificó como clase II, es decir altamente tóxico”, informa el doctor Jorge Kaczewer, especialista en terapias neurales de la Universidad Nacional de Buenos Aires. Pero los peones rurales no son los únicos afectados.
Marcela Tornelli y Roque Santana están casados desde 1994. Los dos son docentes y viven en un barrio de la ciudad de Paraná. Tienen tres hijos: Jeremías de 12 años, Facundo de 10 y Pilar de cinco. “Cuando estaba embarazada de Facu -recuerda Marcela- conseguí unas horas en la escuela 136 de Colonia Avellaneda -un pequeño poblado agrícola ubicado a 15 kilómetros de la capital entrerriana, donde abundan los campos sembrados de soja fumigados con avionetas-. Allí conocí a Gabriela, una profesora de Historia que también estaba embarazada. Como la escuela no tenía edificio propio, funcionaba en un galpón municipal donde se almacenaban tambores de glifosato”, explica Tornelli. “Tiempo después del nacimiento de Facundo, comenzamos a notar que tenía problemas, porque no fijaba la mirada y no caminaba, se la pasaba todo el tiempo sentado con un juguete en la mano. Los médicos le efectuaron distintos estudios neurológicos y le diagnosticaron trastorno generalizado del desarrollo (DGD). Mi sorpresa fue mayúscula cuando en la sala de espera del especialista me la encontré a Gabriela, que estaba con su hijito dos meses más pequeño que mi Facu, con el mismo diagnóstico. Nos empezamos a organizar para buscar más información sobre la enfermedad de nuestros hijos y sobre los posibles causantes. Hasta que una neuróloga nos dijo que estas afecciones estaban relacionadas con el contacto que tuvimos durante al embarazo con los agroquímicos”, añade la docente.
Una revelación terminaría por convencerla: “En 2003 volví a la escuela 136 y me encontré con que el primer grado tuvo que transformarse en un grado lento porque los 20 chicos tenían trastornos en el lenguaje y en el aprendizaje”. Según la maestra: “El 92 por ciento de los varones que nacieron en esa época tienen problemas similares a los de nuestros chicos”.
En ese período Marcela perdió cuatro embarazos. Ante la falta de presupuesto, la provincia de Entre Ríos les otorga a las escuelas rurales la potestad de arrendar a los agricultores los terrenos lindantes al edificio para obtener recursos. “En esos campos se siembra soja que se fumiga con glifosato, por lo que el gremio docente entrerriano elevó una queja a las autoridades educativas, ya que la situación pone en peligro la salud de toda la comunidad educativa”, aporta Roque Santana, quien además se desempeña como secretario General del gremio docente provincial.
“Qué solos y desprotegidos nos sentimos como ciudadanos y padres quienes ya tenemos en nuestra familia alguien con alguna de estas consecuencias. Tenemos que hacer algo para que esto se termine; mi hijo será autista toda su vida, pero esto se puede prevenir y muchas madres pueden evitar que sus hijos tengan alguna patología. Tenemos que hacer algo para que los que tienen que decidir y tomar las decisiones políticas lo hagan ahora”, pide Santana, el papá de Facundo.
En aumento
Argentina es el segundo exportador mundial sojero y en diez de sus provincias ya hay 16,6 millones de hectáreas sembradas con “Soja RR”. “RR” significa “Roundup Ready”, es decir “Resistente al Roundup”, nombre comercial del glifosato, un herbicida que se aplica en forma líquida sobre las malezas, que absorben el veneno y mueren en pocos días. Gracias a eso, lo único que crece en la tierra rociada es soja transgénica, esal aumento de la demanda en los mercados asiáticos. La leguminosa se extiende cada vez más sobre las tierras fértiles argentinas a expensas de otros cultivos, de la ganadería y de los bosques. De hecho, es tanto su rendimiento que ahora ocupa lo que antes fueron corredores verdes de protección que bordeaban poblados formados por huertas familiares, granjas lecheras y de pequeños animales y plantaciones de frutales.
Toda esa población quedó expuesta a los daños de la fumigación aérea.
Con ese crecimiento, la siembra de soja encabeza la demanda de pesticidas. Los agricultores utilizan el 46% para esa planta, el 10% para el maíz, otro 10% para el girasol y un 7% para el algodón. Pero ningún cultivo crece solo, todos necesitan de peones rurales que están cada vez más expuestos a la fumigación. Según un informe sobre accidentes laborales de la Organización Mundial de la Salud: “De los 335.000 producidos por año en el mundo, 170.000 ocurrieron en el sector agrícola. La mayoría son trabajadores que han manipulado herbicidas, por lo que habría que protegerlos en vez de seguir con el argumento de la baja toxicidad por parte de las empresas productoras”, dispara el investigador Kaczewer. Pero todo va en la dirección opuesta. Hasta que aparecieron los cultivos transgénicos tolerantes al herbicida, el máximo de glifosato residual en alimentos permitido en Estados Unidos y Europa era de 0,1 miligramo por kilo. Sin embargo, a partir de 1996 se incrementó a 20 miligramos por kilo, es decir 200 veces más. “Esto responde a que las empresas productoras del decir modificada genéticamente para resistir el Roundup. Los campos argentinos fueron rociados el último año con 165 millones de litros del herbicida. Un volumen similar al que suman 330 mil tanques de agua hogareños. La propietaria de este producto es Monsanto, la multinacional de agronegocios y biotecnología más grande del mundo, cuyas ventas en 2006 alcanzaron los 4.476 millones de dólares.
Con presencia en el país desde 1956, Monsanto actualmente controla el 20 por ciento del mercado de semillas. Con el Roundup, posee el 95 por ciento del mercado sojero.
La mitad del área agrícola argentina está ocupada por soja. Luego de 15 años de campañas récord, Argentina produce unos 48 millones de toneladas que exporta a China e India. Para lograrlo se requieren unos 200 millones de litros de glifosato por año, una cifra que aumentará en el futuro, debido al aumento de la demanda en los mercados asiáticos. La leguminosa se extiende cada vez más sobre las tierras fértiles argentinas a expensas de otros cultivos, de la ganadería y de los bosques. De hecho, es tanto su rendimiento que ahora ocupa lo que antes fueron corredores verdes de protección que bordeaban poblados formados por huertas familiares, granjas lecheras y de pequeños animales y plantaciones de frutales. Toda esa población quedó expuesta a los daños de la fumigación aérea.
Con ese crecimiento, la siembra de soja encabeza la demanda de pesticidas. Los agricultores utilizan el 46% para esa planta, el 10% para el maíz, otro 10% para el girasol y un 7% para el algodón. Pero ningún cultivo crece solo, todos necesitan de peones rurales que están cada vez más expuestos a la fumigación. Según un informe sobre accidentes laborales de la Organización Mundial de la Salud: “De los 335.000 producidos por año en el mundo, 170.000 ocurrieron en el sector agrícola. La mayoría son trabajadores que han manipulado herbicidas, por lo que habría que protegerlos en vez de seguir con el argumento de la baja toxicidad por parte de las empresas productoras”, dispara el investigador Kaczewer.
Pero todo va en la dirección opuesta. Hasta que aparecieron los cultivos transgénicos tolerantes al herbicida, el máximo de glifosato residual en alimentos permitido en Estados Unidos y Europa era de 0,1 miligramo por kilo. Sin embargo, a partir de 1996 se incrementó a 20 miligramos por kilo, es decir 200 veces más. “Esto responde a que las empresas productoras del agroquímico están solicitando permisos para que se apruebe la presencia de mayores concentraciones en alimentos derivados de cultivos transgénicos. Monsanto, por ejemplo, fue autorizado para un triple incremento en soja transgénica en Europa y Estados Unidos (de 6 ppm a 20 ppm)”, revela el investigador.
Pueblo por pueblo
En su informe sobre el uso de plaguicidas en las principales provincias sojeras de la Argentina, el Grupo de Reflexión Rural (GRR) censó más de seiscientos pueblos. Las conclusiones dan miedo:
Córdoba: El caso testigo fue Ituzaingo, en las afueras de la capital cordobesa. Allí viven cinco mil personas, 200 de ellas padecen cáncer. El barrio, humilde, de casas bajas, está rodeado demonocultivo. Al este, norte y sur hay campos con soja, sólo separados de la población por una calle. El relevamiento del GRR confirmó alergias respiratorias y de piel, enfermedades neurológicas, casos de malformaciones, de bebés nacidos con espina bífida, malformaciones de riñón en fetos y embarazadas.
En marzo de 2006, la Dirección de Ambiente municipal analizó la sangre de treinta chicos: en 23 había presencia de pesticidas. En los suelos de Ituzaingó se encontró Malatión, Clopirifós, Alfa-Endosulfán, isómero de DDT, Beta Endosulfán y HCB utilizados para fumigación en campos de soja. Otras localidades afectadas son Pueblo Italiano, Río Ceballos, Saldán, Alto Alberdi, Jesús María, Colonia Caroya y San Francisco, donde también se realizan pulverizaciones en campos aledañosa las viviendas o se arrojan envases de agrotóxicos en caminos y canales. Un récord nefasto ostenta Monte Cristo, donde sobre una población de 5000 personas, solo entre 2003 y
2004, se registraron 37 casos oncológicos, 29 malformaciones congénitas e innumerables fumigaciones.
Buenos Aires: Se han verificado casos de cáncer y malformaciones en Lobería, Saladillo y Chacabuco. “Los aviones fumigadores vacían sus tanques sobre lagunas y arroyos cercanos a estas ciudades, provocando mortandad de peces y otro gran número con malformaciones y enfermedades que imposibilitan su consumo. Ante esta situación, los vecinos de Saladillo realizaron una marcha contra el cáncer en abril de 2007 y en Chacabuco surgió una asociación vecinal para investigar las razones por las que han aumentado los casos de cáncer, leucemia y malformaciones en el pueblo”, sostiene la investigación.
Santa Fe: Un informe llevado adelante por el Centro de Investigaciones en Biodiversidad y Ambiente (Ecosur), el Hospital Italiano Garibaldi de Rosario, la Universidad Nacional de Rosario, el INTA, el Colegio de Ingenieros Agrónomos y la Federación Agraria Argentina, comprobó la fuerte correlación entre los casos de cáncer, leucemia, lupus y otras graves afecciones -halladas en seis pequeños pueblos del área sur y central sojera de Santa Fe- con la localización de las máquinas de fumigación, depósitos de agrotóxicos, ’silos’ de bidones de plaguicidas, transformadores eléctricos con PCB y lugares de frecuentes fumigaciones aéreas y ‘chorreado’ de los tanques de los aviones aspersores. Por ejemplo, en Las Petacas, 200 kilómetros al sudoeste de Rosario, viven 800 habitantes y en los últimos diez años hubo 42 casos de cáncer y 400 personas con alergias. Sólo en octubre de 2005 murieron cinco personas de cáncer y dos de leucemia. Allí existen cinco acopios de cereales dentro del área urbana, del lado norte. A raíz de que en la mayor parte del año predomina el viento norte, el polvillo del cereal convive con los pobladores. Los vecinos de Alcorta denunciaron que se fumiga con Round-Up terrenos enteros emplazados en barrios populares, donde además hay una planta de silos donde el polvillo en épocas de carga y descarga de granos torna irrespirable el aire a varias cuadras alrededor.
San Cristóbal es un poblado de quince mil habitantes en el norte de Santa Fe. En agosto de 2005, el intendente Edgardo Martino denunció que en el primer semestre del año habían nacido once bebés con malformaciones congénitas, y tres habían fallecido a los pocos días. También advirtió la existencia de otros tres casos en localidades vecinas. No aventuraba causas posibles, pero reconocía que todas las acusaciones apuntaban a las plantaciones de soja -y los agrotóxicos utilizados-, que habían crecido de forma exponencial en la última década.
Rodolfo Páramo, médico del Hospital de Malabrigo, efectuó reportes de malformaciones en niños nacidos nueve meses después de las fumigaciones en los alrededores del pueblo. Páramo asegura que “los valores normales de estos casos son de uno cada 8.500 a 10.000 nacimientos, mientras que en Malabrigo las malformaciones alcanzaron una tasa de 12 casos para unos 200 nacimientos en el año”.
Misiones: Existen denuncias sobre fumigaciones y pulverizaciones en los campos aledaños a algunas localidades de la provincia. Desde 2004, en la localidad de San Ignacio organizaciones campesinas y vecinales denuncian las pulverizaciones con agrotóxicos en los cultivos de soja cercanos a las poblaciones.
Formosa: Al menos 23 familias de pequeños productores de la localidad de Colonia Loma Senés, departamento Pirané, al oeste de la provincia, vieron su salud -y también sus cultivos y haciendas- afectados por las habituales fumigaciones realizadas desde máquinas “mosquito”, con glifosato y 2,4 D, en los campos rentados por una empresa sojera (Proyecto Agrícola Formoseño PAF), linderos a las chacras familiares.
No es el único caso en la provincia: en la localidad de Belgrano, también se suceden los vuelos de avioneta que fumigan con agrotóxicos los campos de soja contiguos a las parcelas de los campesinos más humildes. Ante esta situación agricultores del Mocafor (Movimiento Campesino de Formosa) se movilizaron para impedir estos vuelos.
Santiago del Estero: La familia Castillo vive en Quimilí, trabajauna chacra desde hace cinco décadas. Todos sus integrantes sufrieron distintos tipos de enfermedades respiratorias y cutáneas de diversa gravedad. A la hora de buscar las causas, miran al campo vecino, millares de hectáreas con soja, y señalan una avioneta bimotor que fumiga con veneno.
Entre Ríos: En febrero de 2004 quince personas resultaron intoxicadas en el departamento Gualeguaychú, por causa de un agrotóxico. Los síntomas registrados fueron dolor de cabeza, vómitos y mareos al día siguiente de producida una fumigación. En la zona rural del departamento Paraná se observó un aumento de la mortalidad perinatal y una alta incidencia de embarazos anembrionados correlacionados con el incremento en la superficie sembrada con soja y el consecuente uso de agroquímicos.
Desde el hospital de la localidad de Cerrito, el médico Darío Gianfelici comprobó que las enfermedades de las vías respiratorias se duplicaron, mientras que las afecciones de piel se cuadruplicaron en los últimos diez años.
Pablo Basso, director de Epidemiología del Ministerio de Salud provincial admite: “Hay varios estudios que relacionan el uso indiscriminado de agroquímicos con la aparición de diversas patologías”. El funcionario agrega: “La supuesta inocuidad de glifosato es falsa, si hay algo que todos tenemos claro es que el glifosato no es agua bendita”. En Entre Ríos existe una ley de plaguicidas que fija una distancia mínima de 50 metros entre el límite del terreno sembrado y el caserío para los casos de fumigaciones terrestres y de 200 metros para las fumigaciones aéreas. Pero esta normativa no se cumple.