Argentina: Chaco: “nos pelean porque somos pobres”
Desde hace dos semanas, casi mil indígenas acampan en la plaza principal de Resistencia, a la espera de que los reciba el gobernador
Aquí, la crónica de la protesta, los reclamos y los testimonios de tobas, wichís y mocovíes que, en muchos casos, llegaron por primera vez a la capital provincial.
Todos le dicen “abuelo”, pero se llama Mario Gómez, tiene 73 años, más de 1,80 de alto, piel oscura, pelo negro poblado de canas; camisa blanca derruida, zapatos con muchos kilómetros ya andados. Manos grandes repletas de cicatrices por cosechar algodón y hachar quebrachales en Pampa del Indio, en su chacra, a 250 kilómetros de Resistencia. “Nunca me vengo hasta esta ciudad, pero el atropello ya es mucho y está en peligro la tierra. Por eso acá estamos”, explica con paciencia, rodeado de dos de sus catorce nietos, que escuchan con detenimiento. Junto a centenares de familias indígenas acampa desde hace trece días en la Plaza 25 de Mayo, en pleno centro de Resistencia y frente a la Casa de Gobierno, bajo improvisadas carpas fabricadas con nylon transparentes y plásticos negros, durmiendo sobre mantas viejas o directamente en el pasto, a la intemperie. Durante el día, el calor los agobia. El frío de las noches los tiene a maltraer.
La tristeza de estar lejos de sus ranchos, en el monte, los angustia. Son casi mil tobas, wichí y mocovíes de todas las edades y variados puntos del Chaco. Esperan ser recibidos por el gobernador radical, Roy Abelardo Nikisch, y plantearle las demandas por tierras, salud, educación, vivienda y no discriminación. Aseguran que esta vez no se volverán con las manos vacías.
Camping en la ciudad
Resistencia es conocida como la “ciudad de las esculturas”. La Subsecretaría de Turismo publicita que hay unas 400 en todo el centro urbano. En avenidas, veredas, plazoletas, rotondas y plazas hay obras artísticas del más diverso estilo, material y temática: remiten a la madre, a Dios, a la patria, a los próceres y a todo lo que se pueda imaginar (incluido un perro vagabundo sobre el que escribió el cantautor Alberto Cortés), pero –en una provincia con gran presencia aborigen– escasean las esculturas sobre el mundo indígena.
En la Plaza 25 de Mayo, la principal de la ciudad, una estatua tamaño natural rinde homenaje a Julio Argentino Roca, impulsor de la Campaña del Desierto. Una mano anónima escribió en su pecho “asesino”, con color rojo sangre. Unos chicos tobas juegan al fútbol a su alrededor.
Luis, de 11 años, vive en Castelli –la entrada a El Impenetrable– y pareciera identificar al enemigo: patea una vieja pelota, le pega a Roca en la cabeza y festeja como si hubiera hecho un gol. Es uno de los centenares de niños que viven, junto a padres, madres o abuelos, desde hace casi dos semanas a la espera de ser escuchados por el Ejecutivo provincial. “Extraño mi casa.
Quiero volver”, confiesa Luis, pero explica que está con su mamá y dos hermanas porque “nos quieren sacar nuestra tierra, nos maltratan, nos pelean porque somos pobres”.
La plaza del acampe, que está a una cuadra del microcentro chaqueño, tiene cuatro manzanas de extensión, un estatua de San Martín en el epicentro, caminos diagonales que la cruzan, bancos de madera y fuentes con agua. Prolijo césped, palmeras, acacias y palos borrachos. Poco más de un cuarto de la plaza, una manzana y media, está ocupada por pobladores originarios. Son decenas de improvisadas carpas de nylon y plásticos, ollas grandes y negras de estar al fuego, donde cocinan torta frita durante el día y guisos por la noche. En condiciones muy precarias, los centenares de personas del acampe socializan el agua, la ropa y las carencias: los alimentos no alcanzan y la leña es un bien que escasea en la ciudad.
“A nosotros no nos gusta estar acá. Estamos por culpa de ellos y de los anteriores gobiernos, que sólo se preocupan por nosotros en las elecciones. Después se olvidan, no les importa si vivimos o morimos. Encima nos quitan las tierras o hacen negocios con las que noscorresponden por ley”, resume Bety Sánchez, de 44 años, seis hijos, ojos grandes y hablar decidido. Su familia tiene 23 hectáreas en las que siembran algodón. Hace tres semanas finalizó la magra cosecha, culpa de la sequía que provocó un pésimo año. Reclama que las tierras no les alcanzan, que no hay maestros bilingües para preservar su cultura y denuncia a los empresarios sojeros: “Ellos alambran todas las tierras fiscales. Y, encima, cuando fumigan con su avioneta también nos fumigan en nuestra cabeza, nos envenenan a nosotros y a la tierra. Son prepotentes, invasores”.
Las pérgolas de la plaza hacen las veces de tendederos de ropa, los juegos de la plaza son el espacio tomado por los chicos. Hamacas, toboganes y pasamanos están repletos de chicos de piel color tierra, descalzos. En los bancos o el mismo suelo están los adultos. Hombres y mujeres toman mate y esperan interminables horas deseando que llegue el acuerdo y poder volver a sus casas. Todos los días, a las 20, hay asamblea de delegados en la misma plaza. Ahí deciden si el acampe sigue o se suspende. Por ahora, nadie duda en seguir con el reclamo.
“No nos vamos a ir hasta saber que atienden nuestro reclamo. Si nos vamos, otra vez habrán ganado ellos. No nos podemos ir”, se enoja el abuelo Mario con el puño cerrado. Siempre vivió en el campo, Pampa del Indio, zona toba. Aún cosecha algodón, siembra sandía, cría animales y corta leña como cuando era joven. Reconoce que anda triste porque extraña su rancho en el monte, sus 30 hectáreas y sus perros, que quedaron al cuidado del nieto mayor. “No me gusta estar acá, nuestros provincianos blancos nos miran mal, el día se nos hace largo, pero bueno... no nos queda otra, ya no aguantamos más. No quiero que mis hijos y nietos tengan que ser jornaleros en campo ajeno y estar explotados toda su vida”, explica.
En el Chaco suelen autodefinirse como una provincia plural y multiétnica. Quizá como muestra de esa pluralidad la principal calle de Resistencia, Juan Domingo Perón, cambia de nombre a mitad de recorrido y se transforma en Doctor Arturo Illia. Otra particularidad es que, al caminar por el centro chaqueño, no se observa una sola cara con rasgos indígenas. Algunos mestizos, mayoría blancos: señoras vestidas a la moda, hombres de traje y corbata, chicos y adolescentes con uniformes de colegios privados; muchos autos último modelo, mates y termos en manos, tránsito despiadado, pocos edificios altos y muchas, muchas, camionetas que parecen naves espaciales. Pero ningún indígena.
Marcelino Alegre lee el diario sentado en el extremo de la plaza apuesto al acampe, sobre la calle Santa María de Oro, frente a la catedral. Es jubilado bancario, viste zapatos, pantalón color caqui y prolija camisa celeste. Ante la pregunta periodística, inclina la cabeza, mira por sobre sus anteojos grandes y responde contundente: “Son todos unos vagos. No les gusta trabajar. Es una cuestión cultural de ellos”, asegura sin vacilar. “¿Si fui a ver cómo viven? ¿Para qué? Si sé que son unos vagos”, reitera.
No es un discurso minoritario de Resistencia. Gerardo González trabaja de remisero desde hace cinco años en la ciudad. Pero nació y vivió mucho tiempo en el interior, en Miraflores, zona de El Impenetrable: “Es verdad que están mal, pero también es cierto que no les gusta trabajar, se conforman con la bolsita de alimentos que les dan los politiqueros”. Sin estadística alguna, el boca a boca en el centro de Resistencia confirma que esa idea tiene más adeptos de los pensados.
El abuelo Mario Gómez se indigna ante esas afirmaciones: “Que vengan y me muestren sus manos. Yo les muestro las mías. Y usted mismo puede comprobar quién trabajó más en esta vida”, desafía el abuelo toba antes de agachar la cabeza, enojarse por los agravios y maldecir en su idioma ancestral.