México: ¿Acabar con el hambre?
Hace dos semanas conversaba con Catherine Marielle, coordinadora del programa de sistemas alimentarios sustentables en GEA, una organización que opera en Guerrero y que es parte del grupo de organizaciones que han demandado a gobierno y corporaciones como Monsanto por poner en peligro la soberanía alimentaria del país.
El pulso, me decía, es brutal. Corporaciones y Estado cuentan con una baraja de 300 abogados; las organizaciones sólo con 10. El proceso ha generado decenas de amparos y un desgaste continuo.
Desde que el biólogo de la Universidad de Berkeley, Ignacio Chapela, comprobara en 2001 la contaminación por transgénicos en maíces criollos de la Sierra Norte de Oaxaca, las denuncias de académicos y organizaciones sociales no han cesado. Con la autoridad que les confiere una cultura milenaria, los campesinos se plantean un mismo interrogante: ¿Por qué el gobierno mexicano compromete su patrimonio ancestral?
México es el principal centro de origen de productos como el maíz. Durante más de 7 mil años, las poblaciones nativas han consumido y desarrollado cientos de variedades con un vigor único, capaz de resistir en condiciones geográficas y climáticas adversas, algo inalcanzable en la actualidad por las variedades transgénicas. A pesar de todo y según cifras de la Comisión Intersecretarial de Bioseguridad de los Organismos Genéticamente Modificados (CIBIOGEM), el gobierno mexicano ha otorgado más de 600 concesiones para la siembra piloto, experimental y comercial de cultivos transgénicos, frenadas temporalmente por estas organizaciones sociales.
Los efectos que podrían generar los cultivos genéticamente modificados en la salud y la biodiversidad de México siguen siendo objeto de debate.
Varios científicos de la Universidad de Caen (Francia) hicieron pública una investigación donde mostraban los tumores sufridos por ratas alimentadas con maíz transgénico de la trasnacional Monsanto y expuestas a su herbicida más vendido, ‘Roundup', conocido en México como ‘Faena'.
Monsanto y parte de la comunidad científica no tardaron en poner en duda la metodología y los resultados obtenidos. "Si los efectos son tan graves como se propone y si el trabajo es realmente relevante para los humanos, ¿por qué los estadounidenses no están cayendo como moscas?", afirmaba el profesor de la Universidad de Adelaide (Australia), Mark Tester.
Chapela, sin embargo, afirma que hay motivos suficientes para pensar que en Estados Unidos los transgénicos tienen mucho que ver con la aparición de cáncer, diabetes, obesidad o enfermedades autoinmunes en edades cada vez más tempranas. "Los humanos podemos ser felices en un punto donde no exista percepción de lo que está pasando. La gente vive feliz, y bueno, hay que celebrarlo, pero al mismo tiempo debemos tener conciencia de lo que pasa".
¿Cuáles son en realidad los beneficios que conlleva el cultivo de transgénicos?, ¿son una manera de enfrentar el hambre y la resistencia a plagas, como se ha hecho creer, o simplemente hay una vorágine de intereses corporativos en una industria que, según la revista Nature, mueve 15 mil millones de dólares sólo en semillas genéticamente modificadas?
La historia de los organismos genéticamente modificados (OGM) es relativamente corta, 40 años, aunque crece a pasos agigantados. Desde 1996 se cultiva a gran escala y se ha adueñado de la práctica totalidad de la superficie agrícola en países como Estados Unidos o Canadá. Cultivos como la soya o el maíz transgénico rebasan el 80% de la producción mundial.
La razón esgrimida para que esto suceda sería, fundamentalmente, acabar con el hambre. Las principales empresas de biotecnología transgénica y su baluarte político, el gobierno de Estados Unidos, aumentaron de un 15 a un 45 por cientola ayuda alimentaria internacional para 2014. Esta ayuda representaría, según cifras de la agencia de cooperación norteamericana (USAID), cerca de 1,800 millones de dólares en asistencia de alimentos, una buena parte producida con transgénicos.
En ese marco se inserta, por ejemplo, la Cruzada Nacional contra el Hambre planteada por el gabinete de Enrique Peña Nieto. En la última visita del presidente estadounidense Barack Obama a México no hubo diálogo sobre políticas agroalimentarias entre ambos países, pero el hecho de que estén involucradas compañías trasnacionales como Pepsi o Nestlé, plantea serias dudas sobre la calidad de los alimentos y la eficacia de estas políticas.
La industria de la biotecnología ha acaparado 170 millones de hectáreas de cultivos genéticamente modificados, principalmente en 5 países (USA, Brasil, Argentina, Canadá e India), de los cuales poco más de 55 millones de hectáreas son de maíz. Según el Observatorio de Corporaciones Transnacionales, sólo con el control del 0.7% del mercado de semillas de arroz transgénico, las trasnacionales obtuvieron ingresos de 200 mil millones de dólares, una razón de peso para controlar el sistema de producción de semillas, a pesar del campesino.
Apoyados por los gobiernos, las empresas de biotecnología han encontrado además una herramienta jurídica (Certificado de Obtención Vegetal) que les permite establecer derechos de propiedad intelectual sobre especies vegetales que antes los campesinos intercambiaban libremente. Sobre el papel, estas empresas podrían reclamar derechos de patente sobre variedades que han sido contaminadas por transgénicos.
Los precedentes de este sistema son reveladores. Ronald Nigh Nielsen, doctor en Antropología por la Universidad de Stanford y miembro del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS), habla de más de 2 mil demandas interpuestas por Monsanto a agricultores norteamericanos por violación a las leyes de propiedad privada.
A pesar de las concesiones asignadas para el cultivo de transgénicos en México o los casos aislados donde se ha presentado contaminación en distintas variedades criollas, los investigadores coinciden en que México vive todavía una situación controlable. Las respuestas deberían comenzar reduciendo las distancias entre el campo y la ciudad, una dicotomía entre dos realidades que, finalmente, se necesitan.
La experiencia en la Ciudad de México podría ser un ejemplo de ello. Según Chapela, mantener a millones de personas en constante separación de la ecología es una propuesta cada vez más cara. "Es la diferencia entre la sobrevivencia y no sobrevivencia. Dos décadas después, no sólo habrá falta de opciones, sino falta de comida".
Fuente: El Mundo de Córdoba