La palma de aceite, el nuevo rey agrícola del Sur
Las plantaciones de palma aceitera se extienden en América Latina a costa de daños a los ecosistemas, desplazamientos de campesinos y represión de la población local.
Rigoberto Lima Choc, maestro de 28 años, fue uno de los primeros en denunciar la contaminación del río La Pasión y responsabilizar de aquel “desastre ecológico”, según lo calificó la ONU, que mató a miles de peces el pasado mes de junio, a una empresa procesadora de aceite de palma. Junto a otros activistas comunitarios, comenzó una campaña que terminó llevando el caso a la justicia: un tribunal lo admitió a trámite y decidió ordenar el cese de operaciones de la empresa durante seis meses.
Al día siguiente, dos hombres subidos a una motocicleta asesinaron a Rigoberto Lima en la localidad de Sayaxche, al norte de Guatemala. La sospecha de las comunidades, que ahora investiga la justicia, es que la contaminación del río tiene que ver con el uso de agrotóxicos en la industria palmera; esos mismos herbicidas, plugicidas y plaguicidas que son aplicados sin protección por los trabajadores, que han denunciado daños a su salud.
Las comunidades locales, muchas de ellas de etnia q'etchie, viven rodeadas de plantaciones de palma, en un pequeño país que se ha convertido en uno de los mayores exportadores de palma aceitera del mundo. Algunas de esas comunidades habían llegado a Sayaxché hace un siglo, huyendo de las expropiaciones y el reclutamiento forzado para las plantaciones cafeteras en el vecino departamento de Alta Verapaz.
En los años 80, las comunidades lograron comprar tierras en la zona; pero la reestructuración del territorio dio lugar también a un nuevo mercado de la tierra que atrajo a la industria palmera. Hoy, los q'etchies tratan de sobrevivir entre plantaciones de palma, hidroeléctricas, destacamentos militares y narcotraficantes.
Casos como el de Sayaxché se repiten en Colombia, Ecuador, Brasil, Honduras, México. La acelerada expansión de la palma aceitera provoca impactos ambientales sobre ecosistemas tan vulnerables como los bosques tropicales, en regiones que se encuentran entre las más biodiversas del planeta; al mismo tiempo, el monocultivo expulsa comunidades campesinas enteras, a veces a costa de graves violaciones de los derechos humanos. La resistencia de las comunidades es atacada por las empresas y los estados conniventes en forma de hostigamiento y amenazas que algunas veces, demasiadas, se cumplen, como en el caso de Rigoberto.
Desplazamientos forzados por el terror:
Esas dos caras oscuras de la moneda del agronegocio, el impacto social y el ambiental, se dan cita de modo brutal en el Chocó, en la costa pacífica colombiana. El Chocó es, tal vez, la región con más biodiversidad por hectárea; es, también, la región con mayor población afrodescendiente, que, tras una intensa movilización, logró ver reflejado en la Constitución de 1991 su derecho a la tierra que habitan desde que fueron llevados como esclavos hace cuatro siglos.
La llamada Ley 70, promulgada en 1993, venía a garantizar a las comunidades afrodescendientes su derecho a la propiedad comunal de la tierra. Pero los 90 eran, también, los años del imparable ascenso de los paramilitares, concentrados en las Autodefensas Unificadas de Colombia (AUC). Llegaron al municipio de Riosucio junto a la Brigada 17 del Ejército y, con el supuesto objetivo de enfrentar a la guerrilla de las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), pero perpetraron masacres de inocentes y crímenes macabros para sembrar el terror, como demostraría después la justicia (ver aquí).
Unas 4.000 personas huyeron y abandonaron sus tierras; sólo se atrevieron a volver unos años después; para entonces, se encontraron sus territorios ocupados por plantaciones de palma. Desde entonces, las comunidades afectadas, Jiguamiandó y Curvaradó, luchan para recuperar sus territorios.
Son unos miles de los cinco millones de colombianos desplazados a la fuerza: el 10% de los 47 millones de colombianos. Según reconoce el propio Gobierno, más del 70% de ellos eran propietarios o tenedores de pequeñas fincas que tuvieron que dejar atrás: un total de alrededor de 6,5 millones de hectáreas, el 15% de la superficie cultivable del país.
Esos territorios, y los recursos que albergan, pasaron a engordar los monocultivos dedicados a la exportación, como la caña de azúcar y el aceite de palma, y los proyectos extractivos, como la minería y la explotación de hidrocarburos, en detrimento de lo que los colombianos llaman el “pancoger”, la pequeña agricultura destinada al consumo local.
El nuevo rey agrícola:
En 1971, en Las venas abiertas de América Latina, el uruguayo Eduardo Galeano repasaba casi cinco siglos de colonia y sometimiento latinoamericano a eso que llaman Primer Mundo a través de los “monarcas agrícolas” que impusieron los conquistadores en todo el continente desde el siglo XVI: caña de azúcar, algodón, café, caucho, banano. Hoy, dos nuevos reyes se alzan triunfadores, junto a una caña revitalizada por el empuje del etanol: la soja, que cubre en torno al 60% del suelo cultivable en Argentina y Paraguay; y la palma de aceite o palma africana, que ha llegado con intención de quedarse a los suelos de Colombia, Ecuador, Brasil, Guatemala, Honduras y México, entre otros (ver aquí).
La palma es una de las commodities agrícolas –esto es, materias primas que se comercializan en los mercados internacionales, y que están cada vez más financierizadas– más demandadas en este comienzo del siglo XXI. Su creciente demanda se debe, por un lado, a su uso para los agrocombustibles, y de otro, del aumento vertiginoso del uso de aceite de palma en la industria alimentaria.
Aunque muchos consumidores lo ignoren, el aceite de palma está detrás de esos aparentemente inocentes “aceites vegetales” que encabezan la lista de ingredientes de su chocolatina favorita y de buena parte de los productos que se adquieren en cualquier supermercado, también jabones y cosméticos. Del total del aceite de palma que se consume en el mundo, más del 80% proviene de Indonesia y Malasia. Es la palma aceitera la principal causa de la deforestación de los bosques tropicales del Sudeste asiático, muchas veces, a través de enormes incendios que mantienen un espeso humo gris en el cielo de estos países.
En tiempos en que el cambio climático se presenta como una evidencia científica, y no especulaciones “radicales”, como quisieron hacernos creer hasta hace una década, no está muy bien visto andar esquilmando los pocos bosques tropicales que aún nos quedan.
Así que los productores y los mayores consumidores de palma –multinacionales como Unilever o Nestlé– tomaron medidas, como la organización de una Mesa Redonda del Aceite de Palma Sostenible (RSPO), o el paulatino traslado de la producción a nuevos territorios de África o América Latina, donde la expansión de la palma no es tanto a costa de la deforestación de la selva como sí de la expropiación de pueblos indígenas y campesinos que hasta entonces se dedicaban a la agricultura familiar y otras actividades que unos llaman “de subsistencia”, pero que tal vez sean la única alternativa real “sustentable” frente a la acelerada expansión de un extractivismo voraz (ver aquí).
Pese a las amenazas, la judicialización de las resistencias, el hostigamiento, los asesinatos y desapariciones, muchas comunidades siguen dispuestas a resistir a la expansión de la palma y otros agronegocios de latifundio. Muchos de ellos son conscientes de que no sólo luchan por su tierra, que es su supervivencia como pueblos, sino por la defensa del planeta en su conjunto. En Europa no se produce palma, pero sí se consume. El aceite de palma está en uno de dos productos que adquirimos en supermercados, desde alimentos procesados a cosméticos (ver aquí). Así que pocos motivos tenemos para sentirnos ajenos a esas luchas.
Fuente y foto: Diagonal Periódico