La desolación del paisaje
Cerca de 750.000 habitantes rurales son incapaces de valerse por sí mismos y en el 25% de esos municipios la población supera los 70 años.
El 85% del territorio de Guadalajara tiene la misma densidad de población que Siberia o las Tierras Altas escocesas. Hay comarcas concretas que incluso menos. Son pueblos donde la noche, negra y dura, cae a plomo, las escuelas desaparecen y los niños se vuelven tan raros como el almizcle. Los sociólogos llaman a estos no-lugares desiertos demográficos y revelan uno de los mayores problemas de España. “La pérdida de población de las zonas rurales es un pequeño gran genocidio cultural”. El novelista Julio Llamazares, quien ha escrito decenas de páginas sobre el olvido de ese mundo, alerta del drama y de sus consecuencias. “Se pierde el orgullo, la ilusión, la dignidad, el paisaje, y se borra la memoria”.
El narrador leonés llama macondos a estos lugares. Espacios, como la comarca de Aliste, en Zamora, que ya ni siquiera recorre el fantasma de Pedro Páramo, el inmenso personaje imaginado por Juan Rulfo. Más de cien pueblos se han perdido en el Pirineo aragonés, y La Caixa advierte, en un oportuno trabajo, de la fragilidad de quienes se quedan. Cerca de 750.000 habitantes rurales son incapaces de valerse por sí mismos y en el 25% de esos municipios la población supera los 70 años. El campo, sobreenvejecido, se atraviesa de arrugas y el conflicto se agrava.
El desarrollismo de los años sesenta, la atracción industrial, el paro y la idealización de la estética urbana han cebado el despoblamiento. De hecho, mientras Alemania articulaba su crecimiento con una urdimbre de miles de ciudades, en España se organizaba alrededor de media docena de polos. Simas que han engullido la vida rural. “El verdadero problema es que se crea un contexto donde las decisiones no se toman en libertad, sino de manera forzada. Sin escuelas, ambulatorios o transporte, la gente se ve obligada a irse”, reflexiona Vicente Pinilla, catedrático de Historia Económica de la Universidad de Zaragoza. El profesor cierra la frase, y abre un silencio. Recuerdo, entonces, los versos de Juan Gelman. “No debiera arrancarse la gente de su tierra o país, no a la fuerza. La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida”.
De súbito, Gustavo Duch, escritor y activista agrario, quiebra la conversación con una imagen: “Lo más revolucionario hoy es ser de pueblo”, sostiene. “Preservar la vida ahí resulta tan vital como aquel que rescata a personas de un edificio en llamas”. Pero, ¿cómo hacerlo cuando incluso queman las leyes? La nueva normativa de la Administración local representa “una gran pérdida de la capacidad de gobierno de las zonas rurales”, avisa Luis Camarero, doctor en Ciencias Políticas de la UNED. Donde antes mandaban los Ayuntamientos, ahora rigen las Diputaciones. ¿Quién vigilará, por ejemplo, esas ermitas esparcidas en tierra de nadie que tradicionalmente custodiaban los vecinos? Se marchan las personas, se pierde el patrimonio y el paisaje sufre.
A Julio Llamazares, quien en 1988 situó la acción de su segunda novela, La lluvia amarilla, el texto que lo consagraría, en Ainielle, una aldea deshabitada del Pirineo aragonés, le hablo de Cristóbal González, un agricultor de 32 años de Cuevas del Becerro (Málaga) que se resiste “a coger la maleta para marcharse de España”, o de Belén Verdugo, quien lleva tres décadas en Piñel de Abajo (Valladolid) sembrando cereales sobre campos de secano de 200 habitantes. Le hablo a Llamazares de esa terca resistencia. Y de sus versos: “Nuestra quietud es dulce, azul y torturada a esta hora. Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve”. Porque, tal vez, salvar nuestros pueblos solo sea eso: detener el tiempo.
Fuente: El País