La aspereza del aceite de palma
"El negocio genera algunas consecuencias. El mundo pierde entre 12 y 15 millones de hectáreas de selva al año, y esto a su vez causa el 15% de las emisiones de gases de efecto invernadero".
A vista de pájaro la tierra se torna de un rojo intenso, como si alguien hubiese arrancado del tirón un esparadrapo sobre una herida en carne viva. Es el efecto que produce en el paisaje la deforestación de los bosques tropicales de Indonesia y Malasia, los dos países que controlan el 80% de la producción de aceite de palma del mundo. Una industria de más de 45.000 millones de euros, según la gestora de fondos Green Century Capital Management, que crece a tasas superiores al 5% anual y que está provocando —advierten organizaciones no gubernamentales como Grain o WWF— la tala masiva de la selva autóctona, una contribución añadida al cambio climático.
El consumo de este producto —es ingrediente de casi la mitad de los alimentos (helados, margarinas, pizzas) que se compran en un supermercado, y de él también saca partido la industria de la cosmética (pintalabios, champús) y de los biocombustibles— crece con fuerza por una razón sencilla: es el aceite comestible más barato. Una tonelada costaba 638 dólares en junio pasado. Bastante por debajo de la soja (744 dólares), el coco (1.131 dólares) o el girasol (1.538 dólares). De ahí sus números. Sí a mediados de los años ochenta se consumían anualmente 1,5 millones de toneladas, ahora se superan los 50 millones. China e India son las tierras que, en buena medida, justifican estas cifras, pues acaparan gran parte de las importaciones. Y acorde con los cálculos de la casa de análisis BMI Research esos países seguirán teniendo apetito. India bate año tras año su récord de importaciones. A su manera, contagia al mundo. “Nuestras previsiones es que el consumo global aumente el 5,5% este año y un 4,7% el próximo”, apunta un experto de BMI Research. Relativamente cerca del ritmo de crecimiento histórico del 6,3% vivido entre 2010 y 2014.
Pero la ecuación elevada demanda, bajo coste e impacto sobre la naturaleza da un resultado poco deseable: el acaparamiento de tierras. El problema ya se siente en Malasia, Papúa Nueva Guinea y la República Democrática del Congo. “La presión de las empresas productoras resulta tan intensa que, por ejemplo, en Malasia e Indonesia apenas queda espacio para plantar más palma”, revela Henk Hobbelink, coordinador de Grain.
DEMANDA ALIMENTARIA
Pese a todo, la industria del dinero percute sobre esos paisajes. Gertjan van der Geer, gestor del fondo Pictet Agriculture, sostiene que aunque el ritmo de mejora de la producción agrícola haya disminuido los últimos años todavía hay áreas, como el aceite de palma, donde la “posibilidad de aumentar el rendimiento de los cultivos es alta”. Su razonamiento se basa en la necesidad. El desafío demográfico es alarmante. La FAO (Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) advierte de que la producción de alimentos del planeta tiene que crecer un 70% hasta 2050 para satisfacer la demanda mundial. “Por lo que resulta indispensable otra revolución verde para incrementar la productividad y aplacar temores maltusianos”, vaticina el experto de Pictet. Aquí entra en escena la palma.
El problema es que esos miedos se están sustituyendo por otros. Solo Indonesia ha recibido 12.500 millones de dólares en inversiones para producir aceite de palma entre 2000 y 2008. Buena parte de esos fondos —precisa un trabajo de 2014 de Grain— llegan de Singapur, donde se refugiaron muchas fortunas del país tras el colapso de la dictadura de Suharto en 1998. Casi por inercia, el aceite ha creado una oligarquía a su alrededor.
Algunos de sus miembros son las grandes multinacionales de la alimentación del mundo como la suiza Nestlé o la angloholandesa Unilever. Pero también hay operadores locales: Sime Darby (Malasia), Golden-Agri Resources y Wilmar (Singapur), Dharma Satya Nusantara (Indonesia). Incluso el Deutsche Bank y la aseguradora Allianz han invertido en esta explosión de la palma.
El negocio genera algunas consecuencias. El mundo pierde entre 12 y 15 millones de hectáreas de selva al año, y esto a su vez causa el 15% de las emisiones de gases de efecto invernadero. El periódico The New York Times relata que Indonesia ha “perdido una quinta parte de su superficie boscosa entre 1990 y 2010”. Esta tensión se está trasladando desde las plantaciones del sudeste asiático a países como Perú, Colombia, Ecuador, Brasil, Guatemala o México. Ante datos como estos y la presión de los conservacionistas, las multinacionales de alimentación que más emplean este aceite han tenido que reaccionar. Unilever se comprometió a que en 2020 podrá trazar el origen del 70% del aceite que utiliza. De esta forma, evita contribuir a la deforestación. Mientras que KFC se ha emplazado a finales de 2017. Sin embargo, algunos expertos creen que los plazos son demasiado extensos y recuerdan que la naturaleza perdida tarda décadas en regresar.
REACCIÓN INDUSTRIAL
La industria conoce esa urgencia y por eso creó en 2004 la Roundtable on Sustainable Palm Oil (RSPO). Un organismo que certifica que el aceite de palma que se emplea es sostenible y respeta la biodiversidad. Pese a los esfuerzos, los resultados son limitados. Solo ha conseguido certificar el 20% de la producción mundial, unos 11,6 millones de toneladas. Y el desafío se agiganta. “Creemos que involucrar a todas las compañías y a toda la industria es la única forma de conjugar el aumento de la demanda de aceites comestibles al tiempo que se evita el deterioro medioambiental causado por la producción de aceite de palma insostenible”, reflexiona un portavoz de la RSPO. Y avanza: “Si no se transforma el mercado, el daño al medioambiente continuará”. Por eso hacen falta objetivos ambiciosos. En 2020 quieren que todo este aceite que se consume en Europa tenga un origen transparente.
La estrategia de poner fechas es la manera de aumentar la involucración, porque no todo el mundo lo percibe igual. La consultora independiente Union of Concerned Scientists (UCS) ha analizado 40 empresas que inciden en esta industria y solo ocho habían adoptado el último año compromisos para proteger los bosques y las turberas. Estas compañías eran PepsiCo, Nestlé, Kellogg’s, ConAgra y Danone —dentro del espacio de alimentos envasados— y Procter & Gamble, Colgate-Palmolive y Henkel, en cuidado personal. A la cola de la clasificación, la comida rápida. “Los consumidores quieren que ese tipo de comida no contribuya a la deforestación y está industria está empezando a tomar nota”, observa Lael Goodman, analista de la UCS.
Fuente y foto: El País