La “crianza” del agua acabó con la sequía en Los Andes del Perú
Los cerros de Ayacucho, ciudad peruana en la cordillera de los Andes, comienzan a nublarse antes de la ceremonia. Magdalena Machaca —líder indígena Quechua— levanta la cabeza y comienza a soplar hacia el cielo, tratando de espantar las nubes.
“A veces la lluvia es caprichosa”, dice con una sonrisa.
Junto a ella, un grupo de visitantes camina hacia la laguna artificial de Jinuacucho, en la cima de los cerros. Allí, a más de 3.000 metros sobre el nivel del mar, harán una ofrenda de frutas y víveres a las montañas, proveedoras de agua.
Magdalena, junto a su hermana Marcela Machaca, se detienen a observar la laguna. “Nuestras comunidades son las protectoras del agua y estamos orgullosos de eso”, dice Marcela mientras camina al borde del reservorio.
Luego de un conflicto armado y de años de sequía en la zona, las hermanas calmaron la sed en Ayacucho gracias a la “crianza del agua” —una técnica ancestral basada en la construcción de reservorios de agua en la cima de las montañas.
Antes de las lagunas, más de 200.000 personas de la región debían racionar el agua. Según recuerda Magdalena, hubo años en los que tenían apenas dos horas de agua al día.
Los nevados de la montaña eran la fuente original de agua, pero el cambio climático los comenzó a desaparecer. En Ayacucho, casi un 70% de los nevados se secaron, según datos del gobierno peruano.
La violencia
El evento arranca con música. Una joven de unos escasos 20 años entona canciones tradicionales acompañada de charangos (un instrumento tradicional andino). En el centro, el maestro de ceremonias presenta las ofrendas: frutas, pizco, flores y tabaco.
Durante mucho tiempo, prácticas ancestrales como esta fueron olvidadas, según recuerdan las hermanas, sentadas sobre pastos nativos. La principal razón, dicen, fue el terrorismo.
Ayacucho fue la base militar del grupo armado “Sendero Luminoso”, el cual lanzó una guerrilla contra el Estado peruano entre 1980 y el 2000. Este periodo es conocido en la región como “la violencia política” y dejó un saldo de por lo menos 70 mil muertos.
“La gente se dedicó a escapar sus vidas”, cuenta Marcela Machaca. Muchas personas comenzaron a migrar hacia la ciudad de Ayacucho, lejos de los campos agrícolas y ganaderos donde se libraba el combate entre militares y revolucionarios.
Muchos dejaron atrás sus costumbres. “La violencia política influyó en la ecología. Las cuencas se degradaron porque mucha gente descuidó las costumbres y aún más el paisaje”, señala Magdalena.
Para su mala suerte, fue justo en este periodo cuando los nevados comenzaron a debilitarse. Durante un evento de El Niño particularmente fuerte en la región, en 1992, la comunidad le pidió a las hermanas solucionar sus problemas de agua.
“Históricamente siempre ha habido fenómenos de El Niño. Entonces nos preguntamos: ¿qué hacían nuestros ancestros”, comentó Marcela. Ellas encontraron su respuesta en las sociedades pre-incas, quienes practicaban la “crianza del agua”.
“La cultura wari (habitantes pre-incas de Ayacucho) desarrolló tecnología hidráulica muy avanzada para los años de sequía. Aquí hay mucho conocimiento local en el manejo del agua gracias a ellos”, explicó el ingeniero hidráulico Zevallos.
La respuesta estaba en lagunas como la que ahora tenemos enfrente, mientras continúa la ceremonia. Al fondo de la reunión, aves nativas se agrupan en el borde del agua en busca de truchas.
El maestro de ceremonias llama a uno de los participantes. Cada persona pasa adelante y hacer una petición y un agradecimiento para los cerros, proveedores del agua. Algunos se persignan. Otros no manifiestan religión.
Luego de los agradecimientos, el maestro de ceremonias prepara los alimentos para ofrecerlos a la laguna. Finalmente, cada participante coloca uno de los víveres en el agua, completando el ritual.
Construyendo una laguna
Unas gotas aisladas caen del cielo en el agua. Al fondo se escucha un pequeño riachuelo escapando montaña abajo desde el reservorio. Esta laguna, según los locales ha cambiado el panorama de la región.
“Antes no había nada de agua aquí en el tiempo de sequía. En la parte baja, por ejemplo, ahora tenemos pasto. Antes no crecía nada”, dice Nemesio Machaca, agricultor beneficiado de esta agua.
La ausencia de pasto afectaba a la ganadería de la región, dice el hermano de las Machaca. “Las vacas no tenían nada que comer. Teníamos vacas pero eran vaquitas flacas. No podíamos sacar leche ni nada”, dijo.
Las comunidades indígenas (ubicadas a 90 km de la ciudad) reciben el agua de las lagunas directamente, a través de los riachuelos que bajan de ellas. La ciudad de Ayacucho, por su parte, recibe el agua a través de los acuíferos, que se recargan gracias al agua filtrada.
La cuenca del río Cachi, por ejemplo, provee cada año 15 millones de metros cúbicos que antes no existían, según datos del gobierno. Esa agua ha servido para cultivar productos agrícolas en comunidades que antes no podían sembrar por falta de agua. Esto ha generado trabajos y seguridad alimentaria en la región.
Pero construir un reservorio de este tamaño no es tarea sencilla. Lo primero que hay que hacer es observar el relieve de la zona, dice Magdalena Machaca.
Las hermanas construyeron todas las lagunas aprovechando hundimientos naturales en el relieve de los cerros. Ellas simplemente se encargaron de cerrar los puntos de escape del agua.
Luego, la tierra alrededor de la laguna debe ser firme. Plantas nativas de la zona como el ichu y las yakupa maman (conocidas en la región como plantas “madres del agua”), ayudan a fijar el terreno y filtran el agua subterránea de manera limpia.
“Cuando construimos la primera qocha (en 1995), algunas personas creían ciegamente en los valores de la modernidad. Ellos pedían que las lagunas fueran de cemento”, recuerda Magdalena Machaca.
Hoy, es difícil pensar que esta laguna —un ecosistema que parece dar vida a la fauna y la flora nativa de este páramo— pueda ser de concreto. Su funcionamiento, a partir de elementos naturales, es bastante eficiente.
El cielo parece nublarse poco a poco en la cima de Jinuacucho. Los invitados ya han terminado la ceremonia y comienzan a caminar de vuelta, bordeando la laguna. Atrás, el maestro de ceremonias recoge los residuos de la ofrenda.
“No debemos mirar atrás. Es de mala suerte”, advierte Marcela Machaca, caminando de vuelta. Las gotas comienzan a caer con más frecuencia.
Construyendo una laguna
Unas gotas aisladas caen del cielo en el agua. Al fondo se escucha un pequeño riachuelo escapando montaña abajo desde el reservorio. Esta laguna, según los locales ha cambiado el panorama de la región.
“Antes no había nada de agua aquí en el tiempo de sequía. En la parte baja, por ejemplo, ahora tenemos pasto. Antes no crecía nada”, dice Nemesio Machaca, agricultor beneficiado de esta agua.
La ausencia de pasto afectaba a la ganadería de la región, dice el hermano de las Machaca. “Las vacas no tenían nada que comer. Teníamos vacas pero eran vaquitas flacas. No podíamos sacar leche ni nada”, dijo.
Las comunidades indígenas (ubicadas a 90 km de la ciudad) reciben el agua de las lagunas directamente, a través de los riachuelos que bajan de ellas. La ciudad de Ayacucho, por su parte, recibe el agua a través de los acuíferos, que se recargan gracias al agua filtrada.
La cuenca del río Cachi, por ejemplo, provee cada año 15 millones de metros cúbicos que antes no existían, según datos del gobierno. Esa agua ha servido para cultivar productos agrícolas en comunidades que antes no podían sembrar por falta de agua. Esto ha generado trabajos y seguridad alimentaria en la región.
Pero construir un reservorio de este tamaño no es tarea sencilla. Lo primero que hay que hacer es observar el relieve de la zona, dice Magdalena Machaca.
Las hermanas construyeron todas las lagunas aprovechando hundimientos naturales en el relieve de los cerros. Ellas simplemente se encargaron de cerrar los puntos de escape del agua.
Luego, la tierra alrededor de la laguna debe ser firme. Plantas nativas de la zona como el ichu y las yakupa maman (conocidas en la región como plantas “madres del agua”), ayudan a fijar el terreno y filtran el agua subterránea de manera limpia.
“Cuando construimos la primera qocha (en 1995), algunas personas creían ciegamente en los valores de la modernidad. Ellos pedían que las lagunas fueran de cemento”, recuerda Magdalena Machaca.
Hoy, es difícil pensar que esta laguna —un ecosistema que parece dar vida a la fauna y la flora nativa de este páramo— pueda ser de concreto. Su funcionamiento, a partir de elementos naturales, es bastante eficiente.
El cielo parece nublarse poco a poco en la cima de Jinuacucho. Los invitados ya han terminado la ceremonia y comienzan a caminar de vuelta, bordeando la laguna. Atrás, el maestro de ceremonias recoge los residuos de la ofrenda.
“No debemos mirar atrás. Es de mala suerte”, advierte Marcela Machaca, caminando de vuelta. Las gotas comienzan a caer con más frecuencia.
Ejemplo para Guanacaste
Una ligera y fría lluvia comienza a caer en la zona. Gustavo Solano, uno de los visitantes de la ceremonia y coordinador técnico de la organización ambiental Aider, comienza a marchar un poco más rápido.
Para él, la “crianza del agua” podría ser de mucha ayuda en zonas secas como Guanacaste. Con el financiamiento de la Unión Europea y la asesoría de las hermanas Machaca, Aider construyó cinco lagunas en las montañas de Abangares y Cañas.
Según dice, a pesar de solo llevar un año desde su construcción, los productores de la parte de baja ya han comenzado a identificar 21 nuevas nacientes de agua y han notado la revitalización de ciertos ríos.
“En Guanacaste llueve lo suficiente como para mantener a cuatro veces su población. Pero se maneja mal. En Ayacucho llueve mucho menos. Pero ellos lo han sabido manejar”, explica Solano.
Los carros ya están a la vista cuando la lluvia comienza a subir de intensidad y el suelo comienza volverse resbaloso. El grupo de personas camina al ritmo que los más de 3.000 metros de altura le permiten.
En cuestión de minutos la lluvia se transforma en granizo. Pequeñas bolas blancas de hielo (del tamaño de una píldora) comienzan a rebotar desde el suelo. Magdalena camina ansiosa con una sonrisa de oreja a oreja.
“¡Nos han escuchado! ¡Nos han escuchado! ¡Los cerros nos han escuchado!”, grita celebrando a todo pulmón.
El aguacero arrancó justo con el fin de la ceremonia. Magdalena, ya sentada en el carro y sin una pizca de incertidumbre, explica que los cerros escucharon su llamado y dieron el tiempo justo para que ellos ofrecieran su cariño.
Fuente: Ojoalclima