Guardianas del fogón: mujeres de Casillas preservan la cocina tradicional en Semana Santa
En municipios como Casillas, Santa Rosa, cada Semana Santa se convierte en una celebración de sabores que nacen del trabajo colectivo de madres, hijas y abuelas. A través de sus manos, la tradición sobrevive, se transmite y se convierte en sustento.
En Guatemala, la Semana Santa no solo se vive en procesiones y altares. También se siente en el calor del fogón y en el olor del pan saliendo del horno. En comunidades rurales, las mujeres son las guardianas de recetas que han sobrevivido generaciones. Cada olla, cada tamal y cada cazueleja de pan cuenta una historia de resistencia, de identidad y de comunidad.
El aroma del pan dulce, el sabor del chipilín, el recado espeso sobre el pescado seco no son solo platillos, son recuerdos que se cocinan a fuego lento. En esas cocinas modestas se cruzan el amor por la tierra, la tradición religiosa y el conocimiento femenino que sigue alimentando a un país entero.
El pan artesanal de las mujeres Salazar

La tarea involucra a las mujeres de la familia Salazar que representan tres generaciones. Foto de Glenda Álvarez
Cada Semana Santa, los hornos de leña vuelven a encenderse y las familias se organizan para hornear pan artesanal, como lo han hecho durante generaciones. Es una tradición que sobrevive gracias a la dedicación de las mujeres, quienes transmiten el conocimiento de abuelas a hijas y nietas.
En la familia Salazar Salazar, este ritual es sagrado. Desde la madrugada, Hortencia Salazar lidera el proceso junto a sus hijas y nietas: amasan, dan forma a la masa y hornean en el mismo horno de barro que han usado por más de 20 años. “Esto no es solo pan, es nuestra historia. Con cada cazueleja que horneamos, contamos quiénes somos”, afirma.
El pan de tres harinas, el de leche y el de yemas son los más esperados. Se venden a Q25 por cazueleja y representan un ingreso importante en la temporada, pero también algo más profundo: identidad, memoria y unión. “Aquí todas aprendemos. La más pequeña ya sabe cómo medir la masa con las manos”, cuenta Hortencia con orgullo. Rosalía Salazar, recuerda cómo aprendió todo de su madre. Hoy, transmite las mismas recetas a sus hijas y nietas. “No quiero que esto se pierda”, dice convencida.
Tamalitos de chipilín: sabor y unión

Hojas de chipilín recién cortado, maíz nuevo molido y loroco silvestre son los ingredientes principales para esta receta de doña Dora del Cid. Foto de Glenda Álvarez
En la cocina de doña Dora del Cid, la Semana Santa no se mide en días, sino en olores y memorias. El chipilín recién cortado, el maíz nuevo molido en casa, el loroco silvestre. Todo se mezcla para preparar los tamalitos que, año con año, reúnen a su familia en torno al fuego. Se cocinan como se ha hecho desde siempre, en colectivo, entre mujeres, con tiempo y paciencia.
“En mi familia no somos tanto de pescado forrado”, dice Dora. “Pero estos tamalitos nos unen. Nos gusta compartir algo que tenga sabor a nuestras abuelas”, agrega. Y así, mientras algunas familias eligen recetas tradicionales de mariscos, en la suya, la resistencia se cuece al vapor, entre hojas de tusa, como un acto de cuidado y continuidad.
Dora no está sola, sus hijas la acompañan en cada paso, desde desgranar el maíz hasta aprender a doblar con precisión la hoja que envuelve la masa. Esa escena, que parecería cotidiana, es en realidad un acto profundo de transmisión de saberes femeninos.
Pescado seco forrado y en recado

Ensalada rusa, curtido y arroz son algunos de los acompañamientos para que los comensales disfruten el pescado secado. Foto de Glenda Álvarez
En muchos hogares de Casillas, el pescado seco forrado en huevo es el platillo que marca el Viernes Santo. Su preparación empieza desde el Jueves Santo, cuando las mujeres de la casa comienzan a desalar el pescado seco y alistar los ingredientes del recado que lo acompañará. En la familia Salazar, esta tradición es liderada por Alma Salazar, quien heredó la receta de su madre y ahora la comparte con sus hermanas e hijas.
“Cada Jueves Santo nos reunimos para preparar el pescado seco como se ha hecho toda la vida: lo forramos en huevo y lo cocinamos con recado rojo, con tomate, cebolla, pimiento y especias”, cuenta Alma.
Asegura que es un momento sagrado para su familia porque el Viernes Santo está reservado para compartir la comida en casa y no cocinar. “Ese día solo se calienta y se come en familia”, dice.
Más allá del sabor, este platillo encierra una memoria afectiva: el aroma del pescado con achiote, la textura del huevo esponjoso y el ritual colectivo en la cocina representan la continuidad de una herencia culinaria.
Para muchas mujeres como Alma, cocinar estos platillos no solo es parte de la tradición católica, sino también una forma de reafirmar sus raíces, fortalecer el vínculo familiar y sostener la identidad del pueblo.
Mojarras y mariscos de Brisas del Lago

Para Margarita, la cocina ha sido un refugio y en espacio de aprendizaje desde el conflicto armado interno. Foto de Glenda Álvarez
En la comunidad de Ayarza, a orillas de la laguna del mismo nombre, doña Margarita Surán fundó el restaurante Brisas del Lago, un pequeño comedor familiar que se ha convertido en referente gastronómico de la zona, especialmente durante la Semana Santa.
“Cuando comenzamos, apenas llegaban unos cuantos viajeros aventureros”, recuerda Margarita mientras sazona filetes de pescado en la cocina. Hoy, el restaurante se llena de vida cada fin de semana y en Semana Santa la demanda se multiplica. Las mojarras frescas de la laguna, preparadas al estilo casero y servidas con arroz, ensalada y tortillas calientes, son el platillo estrella. También ofrecen caldo de mojarra y camarón, una receta reconfortante que combina lo mejor de la pesca local con sabores tradicionales que evocan hogar y arraigo.
Desde niña, a Margarita le encantaba cocinar. Sin embargo, su camino no fue sencillo. Durante el conflicto armado interno, tuvo que migrar y vivir en un colegio internado, donde encontró en la cocina un refugio y un espacio de aprendizaje. Fue allí donde afianzó su vocación, aprendiendo con observación, curiosidad y práctica. Desde hace más de 30 años cocina para su familia, y desde hace 14 lo hace también como parte de un emprendimiento que ha dado sustento y estabilidad a su hogar.
Hoy, en su restaurante no solo cocina: también forma. Junto a su nieta, transmite el legado culinario que heredó, convencida de que la tradición debe continuar. “A ella le encanta ayudar, y yo le enseño porque quiero que esto no se pierda”, dice con orgullo, refiriéndose a su nieta, quien desde pequeña la acompaña en la cocina y ha encontrado ahí también su pasión.
Brisas del Lago ha crecido con los años, convirtiéndose no solo en un espacio de venta de comida, sino en una fuente de autonomía económica y dignidad. En una región donde el acceso a empleo es limitado para muchas mujeres, este restaurante es prueba de cómo el conocimiento tradicional y el amor por la cocina pueden convertirse en motor de desarrollo comunitario.

Quienes disfrutan los platillos del restaurante Brisas del Lago lo hacen en un ambiente rodeado de naturaleza. Foto: Glenda Quienes disfrutan los platillos del restaurante Brisas del Lago lo hacen en un ambiente rodeado de naturaleza. Foto de Glenda Álvarez
Desafíos de la modernidad
Mantener vigentes estas tradiciones no está exento de desafíos. La modernidad trae consigo cambios en los estilos de vida. Actualmente, muchas jóvenes migran a la ciudad por estudios o trabajo, los horarios ajustados dificultan las preparaciones laboriosas y los productos industrializados compiten con la cocina artesanal.
Sin embargo, las mujeres de Casillas y comunidades aledañas se resisten a que sus costumbres mueran. Doña Hortencia opina que “cuando cocinamos lo de antes, recordamos quiénes somos”, y esa convicción las impulsa a adaptarse y aprovechar las tradiciones para generar ingresos sin perder su esencia.
Al final, cada pan, cada tamalito y cada plato servido en Semana Santa conlleva más que ingredientes: lleva historia, identidad y resiliencia.
Las mujeres de Casillas, Santa Rosa, al igual que tantas otras en Guatemala, siguen siendo las guardianas que alimentan no solo a sus familias sino también el espíritu de una nación. Con sus manos transmiten valores y conocimientos demostrando que el amor por la tierra y la fe puede cocinarse a fuego lento y compartirse en la mesa. En cada bocado de esos platillos hay memoria y gracias a ellas la tradición está servida y el legado sigue vivo.
Fuente: Prensa Comunitaria