En casa, pescado de proximidad
Después de unas semanas iniciales caóticas, y aún lejos de poder valorar y cuantificar el impacto real —mucho más que significativo, terrible— de la COVID-19 sobre el sector pesquero, la actividad se recupera poco a poco tratando de adaptarse a un escenario cuya peor parte podría estar por venir. Durante la incertidumbre primera, con el miedo ante el riesgo por la propia salud —que sigue vigente y con dificultades para adaptarse a las medidas de seguridad— y también ante una demanda en caída libre que hacía inviable gran parte de la actividad, una cuestión de fondo atravesaba la posibilidad del paro casi total de la flota en el Mediterráneo: ¿considera la sociedad que la pesca es una actividad esencial? O incluso podríamos preguntarnos: ¿se considera el sector a sí mismo de vital importancia, como el resto del sector primario?.
Entre la afirmación rotunda y los matices de la negación a la que los hechos de estos dos meses apuntan, debemos tener claro que un paro todavía mayor habría supuesto perder definitivamente, ante la sociedad, la posibilidad de ser considerados imprescindibles, con lo que eso comportaría. Esta posibilidad planea en el imaginario de una parte nada despreciable de personas que han eliminado el pescado de la categoría “básico” de su alimentación; no lo perciben como alimento de primera necesidad, mientras que consideran vital el abastecimiento de productos de agricultura y ganadería.
Ha hecho falta una pandemia para que se evidenciaran todavía más las deficiencias estructurales de la debilitada flota de litoral del Mediterráneo, su dependencia excesiva de la restauración (tremenda en zonas turísticas), el funcionamiento obsoleto de los canales de compraventa habituales y la ausencia de estrategia conjunta: todo mientras en los últimos veinte años el consumo doméstico de pescado no ha parado de bajar. Hilando fino, además, el porcentaje de ese consumo doméstico que proviene de lonjas locales es ridículo e insuficiente para sostener nada; en muchas zonas, por debajo de una cuarta parte del consumo total de pescado de la población. Algunos auguraban, a medio y largo plazo, un futuro poco esperanzador; pero a corto plazo no lo es menos si se confía en la recuperación de la hostelería o en una especie de “casi normalidad” durante los próximos meses que mantendrá la demanda y permitirá que la actividad vuelva al punto en el que se encontraba. Pensarlo es errar el tiro y perder la oportunidad de cuestionar funcionamientos y estructuras que ya requerían una revisión. Una revisión que ahora se vuelve obligatoria para sobrevivir.
La pesca se arrastra en estado terminal desde hace demasiados años, en territorio valenciano pero también en tantas otras zonas a este lado del Mediterráneo con las que compartimos problemática y desatenciones. Un muerto todavía vivo sostenido con pinzas y reparaciones superficiales, a menudo de un folclorismo ridículo, de corto recorrido y cero transformadoras de cara al futuro. Un sector sin músculo con cada vez menos peso social y económico —y, por tanto, con menos capacidad para intervenir en las decisiones sobre su propio destino— que no ha sabido situarse (ni se le ha ayudado) en el lugar que merece como pilar fundamental de la soberanía alimentaria y que revela, en crisis como la presente, la importancia de disponer de un sector primario fuerte. Proteger esa flota de litoral que nos queda y asegurarle un largo recorrido no va solo de conservar con paternalismo el patrimonio de los oficios del mar que han marcado nuestros pueblos, sino, por encima de todo, de garantizar su viabilidad con propuestas de calado.
Las difíciles circunstancias actuales obligan a hacer un diagnóstico claro sobre la situación a la que se enfrenta el sector, y también a aprovecharlas para no acabar estancados entre la completa desaparición y la supervivencia hipersubvencionada de quien ya no pinta nada pero ha de estar ahí, como recordatorio de lo que un día fuimos, poco más que una postal. Es más necesario que nunca reivindicar antiguas reclamaciones como la de la bajada del IVA del pescado a la categoría de producto básico, replanterase el funcionamiento de las subastas para que aumenten los beneficios directos de los marineros y abrir debates difíciles sobre la necesidad de adecuar la oferta a la demanda, con lo que eso supondría respecto a la organización de los días de trabajo de la flota y apertura de las lonjas si se pretende mantener unos precios que hagan posible vivir. Hace falta buscar, recuperar y crear nuevos flujos de demanda estable y continua, desde la pequeña industria transformadora hasta el abastecimiento de colectividades, que sean menos dependientes de los azarosos acontecimientos mundiales que hoy nos confinan en casa durante meses, mañana cierran fronteras y después quién sabe por dónde nos van a llevar. La pesca necesita ahora estar presente en la sociedad más allá del barco, intervenir en foros de discusión sobre soberanía alimentaria y en los debates sobre el sistema alimentario en los que pocas veces se le ha prestado atención, fijar la mirada en iniciativas que ya funcionan en la agricultura y la ganadería y tejer redes que fortalezcan el conjunto del sector primario con consumidores fieles y conscientes.
Por eso, el pescado debe volver a entrar en las casas, debemos preguntarnos qué ha fallado para que no haya encontrado su lugar en las cestas de la compra; qué ha fallado a la hora de transmitir a la población consumidora las bondades nutricionales y ambientales del producto; qué ha fallado al comunicar la importancia de un sector que genera miles de puestos de trabajo de manera directa y que no consigue sobreponerse con su excelencia a las importaciones de países terceros, al pescado proveniente de acuicultura o a los cambios en los hábitos de consumo de una población que ha olvidado los valores y beneficios más elementales que guardan el qué y el cómo de aquello que cada día ponemos sobre la mesa al comer. Entre dudas, temores e incertidumbres, se nos presenta ahora una oportunidad —atroz, sí— de replantear tantas cosas faltas de revisión desde hace demasiado tiempo. Habría que intentarlo, aunque solo fuera por puro instinto de supervivencia.